viernes, 20 de junio de 2014

Un poeta

Ayer conocí a un poeta tranquilo. Se movía despacio, se fijaba despacio y, sin prisas, iba desvelando las grietas silenciosas que se abren entre las líneas ajenas.
Y descubrí, justo antes de que una mariposa amarilla se estrellara contra mi pecho, que el placer arrancado a arañazos acaba convertido en roña oscura debajo de las uñas.
Ayer, en un autobús, no conocí a José Escudero Díaz, nacido en 1929, que volvía a casa solo después de un ingreso hospitalario. Pero supe de él por la pulsera de plástico blanco que le ceñía la muñeca  y en la que se leía quién era. Y un grupo de niños con los pies llenos de arena gritaban una y otra vez mi nombre aunque no me llamaban a mí. 
Por la noche llegaron las risas. Alguna carcajada hueca que sonaba a matraca alegre y molesta. Presencié  los esfuerzos de un hombre y una mujer por disimular una confianza inevitable de carne que ha respirado el mismo aliento, y oí voces cercanas que pronunciaban mentiras impúdicas mientras, al fondo, una chica muda explicaba mil cosas con sus manos sinceras y sus ojos tan limpios que daba mucha pena saber que algún día se mancharían de vida.
Y entonces sentí miedo. Supe que siempre habrá un poeta que dejará al descubierto mis huecos.



viernes, 13 de junio de 2014

La historia de la niña-túnel


No sé cómo empezar a contar esta historia. Será porque no es mía. Esta pertenece a una niña que no sabe explicarse porque no entiende nada, una niña que necesita las palabras de otro y le he regalado las mías.

Cuando le pregunté por qué le pasaba lo que le pasaba me contestó que porque era un túnel. Primero creí que no se estaba expresando bien porque no domina el castellano. Le volví a preguntar y me contestó lo mismo, pero sin dejar espacio para la duda: soy una niña-túnel. Tampoco la comprendí entonces, pero tenía prisa y lo dejé pasar.
Estuve dándole vueltas a esa extraña manera de definirse y recordé un libro de Amélie Nothom, Metafísica de los tubos, en el que la autora describe al bebé que fue como un tubo con orificio de entrada y de salida. Cuando lo leí me pareció una novela original y brillante. También graciosa. Sin embargo, me temía que la historia de la niña-túnel no iba a tener ni pizca de gracia cuando la descubriera. Y no me equivocaba.
En el colegio Aisha era una alumna más. Quizás demasiado tímida, le costaba muchísimo hacer amigos y odiaba participar. Como tantos otros niños. Pero su cuerpo no actuaba dentro de los parámetros de la normalidad. A veces se hacía pis encima. Otras veces se hacía caca. Casi siempre me daba cuenta después de que algunos niños de la clase empezaran a reírse y a señalarla a la vez que se tapaban la nariz con los dedos. Ella ni se movía. Se quedaba muy quieta, con la cabeza agachada, mirando fijamente su pupitre, como si en esa mesa se encontrara el horizonte más lejano hacía el que podía huir. Yo reñía a sus compañeros y me la llevaba al baño. La ayudaba a asearse y le conseguía unos pantalones de recambio. No lloraba, no quería irse a casa, no preguntaba por su madre ni por nadie. Aceptaba las atenciones y volvía a ocupar su sitio. Después intentaba continuar con la clase mientras la veía esforzarse por no escuchar las burlas de los demás niños con la mirada puesta en la superficie de su mesa en la que alguien había dibujado un cerdo.
Aisha era alumna de mi clase de tercero de primaria. Tenía 9 años. No tenía edad para cagarse encima. Hablé con su madre, pero la mujer no mostraba demasiada preocupación por el asunto. Le extrañaba, pero no parecía tener mucha intención de buscar ayuda médica o psicológica. 'Será que se está adaptando mal a su nuevo colegio', me dijo. Noté en su voz una vibración determinada, la de la mentira que rompe el tono cuando se cuela entre las verdades. El ruido que hace es tan característico que cuando has estado rodeada de mentirosos durante años nadie más te puede engañar. La vida te obliga a fingir, a disimular, porque está feo desnudar a los adultos y dejarlos en pelotas frente a sus escuálidas verdades. Eso nos dicen de pequeños: 'No dejes por embustero a papá o a mamá delante de la gente; está muy feo'. Pero nadie nos pide perdón por comprometernos y salpicarnos con sus mentiras de personas ejemplares. Qué cínicos somos, pedimos a los niños que digan siempre la verdad cuando no somos capaces de ser sinceros ni con nosotros mismos. El chirrido de la mentira de la madre de Aisha fue estridente. Los oídos me dolieron, se me erizó la piel y sentí cómo se me contraía el estómago. Deseé por primera vez que mi particular y eficaz detector de mentiras estuviera estropeado. Deseé que por una vez los adultos dijeran la verdad.

Un día, después de que volviera a ensuciarse en medio de mi clase, me llevé a Aisha a un despacho y le pregunté por qué se hacía todo encima. Me dijo que no se daba cuenta, que le sucedía sin más. Entonces intenté que me contara cosas de su familia. Me habló de su hermana pequeña, que era muy traviesa y divertida; aún era una montaña sin excavar que llegaba hasta el cielo azul. Le volví a preguntar qué era ella. Me insistió en la idea de la niña-túnel. Era una niña con rincones oscuros por escrutar, era una cueva sin luz habitada por monstruos que debían de ser encontrados y aniquilados para poder seguir adelante. A veces deseaba parecerse a su hermana, pero su etapa de montaña quedaba lejos. Me aclaró que todas las niñas-montaña acaban siendo niñas-túnel. Todas se quedan sin cielo. Es cuestión de tiempo. Y a mi hermana le falta poco. No era clara, no me decía nada más. Quise saber de dónde sacaba esas ideas, pero sólo me decía que sucedía así desde siempre. Y punto. Cambié de tema, le pedí que me describiera su habitación. Tenía dos. Una en casa de mamá y otra en casa de papá. Prefería la que compartía con su hermana en el piso de su madre. Entraba la luz del sol y las cortinas eran de color lila, su preferido. La habitación de casa de su padre era oscura, la persiana siempre estaba bajada y si abría la ventana se colaba un fuerte olor a excremento de pájaro. Debajo del alféizar anidaban unas palomas y el hedor era insoportable. Le daba mucho asco esa habitación. Al sugerirle que le pidiera a su padre que echará a las palomas me dirigió una mirada que no había visto jamás en ningún niño y me susurró que eso era imposible, su padre la mataría si lo hacía porque esos pájaros y su peste eran una señal de que Tchimeran estaba cerca y la quería a ella. Si le pedía eso era como avisarle de que ese demonio se le había vuelto a meter dentro y tendría que soportar que su padre lo buscara por cada agujero de su cuerpo. Llevaba mucho tiempo intentando matarlo, pero nunca lo encontraba. Cuando acababa la búsqueda ella no podía moverse por el dolor durante un buen rato. A veces mataba a un Jinn y su sangre manchaba las sábanas de la cama. Pero no conseguía matarlos a todos, siempre veía alguno huyendo por sus túneles.

El informe del hospital pronosticaba que Aisha no se recuperaría físicamente de las lesiones sufridas durante años. No podría controlar su esfínter. Ni su miedo, ni su odio, ni su inseguridad, ni su pena, ni su soledad, aunque eso no lo decían los médicos.

La niña-túnel no se llama Aisha, pero esta historia sí es su historia.