lunes, 22 de septiembre de 2014

Tambores cercanos

Ayer, en el parque de la Ciutadella, vi a un grupo de africanos que tocaban los tambores. La melodía que creaban con su percusión tenía un ritmo inevitable de ritual primitivo. Estaban rodeados de gente, todos les mirábamos embobados golpear las pieles de los instrumentos tan tirantes como los músculos de sus brazos y todos bailábamos, incluso aquellos que no se movían, porque su música se metía por las venas y provocaba el acompasamiento de los latidos del corazón a su ritmo. Miré a mi alrededor y vi cómo se movían algunos pies, cómo algunos hombros se levantaban y bajaban, cómo se balanceaban algunas piernas cruzadas; incluso Noa, a sus catorce meses, bailaba como una loca y golpeaba el suelo con sus pequeños pies. Pero todo el protagonismo se lo llevó una mujer de unos cincuenta años que salió descalza al centro del semicírculo de arena que había quedado entre el grupo de músicos y el público improvisado. Llevaba el pelo largo y suelto y un vestido largo. Empezó a bailar con los ojos cerrados. Su cuerpo se movía bien, sus piernas, sus caderas parecían sincronizadas con los golpes de los africanos. Y sonreía, todo el rato. Era una mujer gruesa que no sentía ninguna vergüenza al enseñar las pantorrillas y los muslos cuando se remangaba el vestido para moverse mejor. Escuché algunas burlas a mi alrededor, algún comentario obsceno sobre la voluntad encubierta de su baile. Pero a la mujer le importaba todo un pimiento, se mostraba feliz. Y se alargó más allá de la osadía irreflexiva, continuó después de los escasos minutos que hubiera durado un atrevimiento espontáneo y se acercó al punto de deseo de libertad cumplido. Sentí mucha envidia, quise lanzar mis sandalias al césped y saltar junto a esa mujer para mancharme los pies de polvo y hacer el ridículo más liberador y hermoso que he visto en mucho tiempo. Sin embargo, esta vez tampoco me atreví.