miércoles, 19 de noviembre de 2014

Gracias, papis

Hoy me he despertado despacio de un sueño lento. Al escuchar el pitido que anuncia la continuidad de la condena he apretado la almohada, los párpados y la tecla de apagado de la alarma en el móvil. He deseado con mucha fuerza no tener obligaciones, ser una millonaria ociosa o, por lo menos, una millonaria de vacaciones. Al tercer aviso del despertador mi deseo se ha ido ajustando a la realidad hasta quedarse en un mero anhelo de una mañana lenta de domingo.
El agua caliente de la ducha no ha conseguido arrastrar la capa de inseguridad y agotamiento que recubre como un pátina oleosa mi piel. Me he frotado, pero nada, esa sensación de suciedad resbaladiza ha continuado filtrándose por mis poros hasta llegar a la boca del estómago, convertida en náusea.
Cada día salgo de casa con prisas y una vergüenza rara. Evito los ojos de los demás, me creo desagradable, como si una urgencia me hubiera obligado a salir después de varios días de gripe, con el pelo lleno de grasa y una mala cara de espanto. Da igual el rato que me pase delante del espejo, la cantidad de colorete y pintalabios que me ponga, o los centímetros de seguridad extra que me ofrezcan los tacones. Dan igual todos los esfuerzos que haga por disfrazarme de mujer, me siento una niña pequeña, sola en un rincón del patio del colegio mientras los demás niños juegan indiferentes.
Dan igual las frases ensayadas o los silencios prudentes, la gente huele mi miedo, y me resulta tan difícil fingir que no lo noto. En casa me enseñaron a decir siempre la verdad, como a todos, imagino, pero la contundencia de los métodos empleados para convencerme de ello me hizo ser incapaz de decir una mentira sin que el pánico me delatara. Menuda educación, me condenaron a ser sincera. Eso sí, siempre digo 'hola', 'adiós', 'gracias', y no hablo si no me preguntan. Una niña muy bien educadita incapaz de destacar en nada. Gracias, papis.
Sólo consigo ser yo misma en la intimidad de sábanas revueltas, cuando no hacen falta palabras adecuadas, ni ropa de marca, ni precisión alemana. Sólo en el deseo, el placer y la entrega soy consciente de que se puede ser libre. Aunque esto no me lo enseñaron mis padres, lo aprendí solita.


lunes, 10 de noviembre de 2014

La secretaria

Sus ojos fríos de Bette Davis repasaron con mirada desapasionada la línea del escote de Mar. Esos ojos de expresión invariable buscaban una arruga, una peca de forma irregular, una mancha, un hilo suelto, cualquier defecto en el que apaciguar la inseguridad que sus ojos helados eran incapaces de expresar. Todos la tenían por una mujer dura y sin compasión, por una líder pequeña y de aspecto frágil, pero sólo al primer vistazo porque al segundo se convertía en alguien a quien temer. Tenía clase, dinero, apellido y poder. Tenía una maravillosa piel blanca y una voz dulzona que conseguía disimular su furia y su exigencia. Pero se enfurecía y exigía. Y envidiaba la perfección ajena que la ponía nerviosa. Pero no la delataba nunca ni su lengua ni ningún otro músculo de su cuerpo. Bajó sus ojos d Bette Davis por el cuerpo de Mar y prosiguió con su búsqueda del fallo, aunque no lo encontró y sus ojos se abrieron un poco más de la cuenta, en un gesto que repetía cada vez que se sentía frustrada o contrariada. Yo había aprendido a identificarlo de tantas veces que me desaprobaba. Miraba mi ropa barata cuando llegaba a la oficina y lo hacía, miraba los tachones en mis papeles cuando tomaba notas en las reuniones y abría así los ojos, como cuando uno siente que le escuecen por falta de sueño. Pero nunca decía nada. Se guardaba todas sus opiniones para sí. Mar no se dio cuenta de que estaba siendo inspeccionada, y no sólo por Bette, la impávida, sino también por Martín, el insaciable. No me importaba mucho ocupar un asiento de la última fila, al menos me permitía observar sin ser vista, una especie de James Stewart sin ventana, a los que se sentaban delante, a esos que tenían una tarjeta de visita con cargos en inglés. Me tocaba pasar desapercibida, en tres años nadie había reparado en mí, nadie me pedía que interviniera, a nadie le importaba lo que pensara, sólo tenía que grapar los informes que luego repartiría a los asistentes antes de empezar la reunión y hacer doble click sobre la opción de siguiente diapositiva durante las exposiciones de los jefes. Algunos días, para animarme por la mañana y ser capaz de ducharme sin ahogarme bajo el chorro de agua caliente, me imaginaba que acudía desnuda de cintura para abajo a la oficina. Nadie se daba cuenta hasta que me pedían que fuera a por un café para cualquiera y al levantarme les ofrecía una visión metafórica de mi desapercibido culo muy ajustada a mis sentimientos.