martes, 23 de diciembre de 2014

Los fantasmas ya no me asustan

Los fantasmas ya no me asustan. A fuerza de llenar mi armario de cadáveres les he perdido el miedo.
Detrás de un vestido negro básico y de un abrigo de tweet tengo escondidos los espectros de varios amores, los ectoplasmas de mis muertos y la sombra de casi todos lo sueños que también se me han ido muriendo. Son fantasmas encantadores que están aburridos porque no me inmuto con sus aullidos a media noche.
Me da más miedo el mendigo invisible disfrazado de Papá Noel que pide limosna sentado en la puerta de un Caprabo y que me sonríe de manera extraña cada día cuando paso a su lado. Nadie parece percatarse de que está ahí, sentado en una especie de trono ajado, de nueve de la mañana a diez de la noche. No estoy segura de que sea real, quizás es uno de mis fantasmas que se ha escapado. Yo también finjo no verle, pero le veo, él lo sabe y me enseña sus dientes negros para mostrarme el color de su esperanza.
Me dan más miedo todos esos ciegos que pasan de largo, y los espejos en los días de derrota. Y los vampiros. Ellos sí que me asustan, con sus trajes planchados y su sed infinita. Y las sirenas varadas en playas cubiertas de cristales rotos, con sus melenas despeinadas y cortes en las manos ansiosas. Sirenas afónicas de tanto gritarle a la luna que quieren alguien que les chupe los labios agrietados.
Los vampiros y las sirenas harían muy buena pareja, los dos sedientos, ávidos de devorarse mutuamente hasta hacerse desaparecer, sin dejar rastro, ni sombras ni fantasmas que meter en un armario. Su soledad se acabaría en ellos, sin necesidad de que nadie la heredara y tuviera que recordarla al mover unas perchas cada mañana.

jueves, 18 de diciembre de 2014

Pan blanco

Amantes de la comida sana y enemigos de todo alimento procesado, que tenéis al pan blanco por poco menos que el demonio, me hubiera encantado poder presentaros a mi bisabuela. Era una señora enjuta, siempre vestida de negro, primero por su marido muerto de un cólico miserere, y luego por dos de sus hijos fusilados por rojos. Vivió la posguerra en una Andalucía muy parecida a la Extremadura de Los santos inocentes y prefería no comer a ir al comedor de auxilio social y tener que escuchar el Cara al sol con la mano bien alta por un cucharón de lentejas aguadas con más tierra que legumbres. El pelo lo llevaba siempre hacía atrás, muy tirante, recogido en un moñete en la nuca y no sé si debía a esa tirantez o al mal genio que gastaba pero no recuerdo verla sonreír. Además de mal carácter, demostraba mantener una fidelidad a sí misma y a sus palabras que ni la protagonista de La casa de los espíritus. A mí nunca me ha gustado mucho el pan y no entiendo la necesidad de acompañar las comidas de trozos de harina cocida, pero mi bisabuela, en cada ocasión que comimos en la misma mesa durante los trece años de vida que compartimos, me preguntaba si no iba a comer pan, y yo le respondía siempre que no, que no me gustaba. Ella añadía algún gruñido y se refería al hambre de aquellos años de vergüenza y al horrible pan negro. Si levantara la cabeza, menuda bronca os caería al veros comer ese pan de miseria.

sábado, 13 de diciembre de 2014

Besar en público. Llorar en público

He comido mal y rápido sentada en un banco. Un bocadillo de atún con tomate. Pensaba comérmelo en el bus porque iba con prisas, pero he preferido no sumar el olor fuerte de ese pescado en conserva a los demás olores animales que se respiran en el transporte público. Mientras mordía el pan a la vez que intentaba evitar un lamparón en mi abrigo observaba a una pareja de adolescentes que ocupaban otro banco, un poco más lejos. Se notaba que la cosa no iba bien, sus cuerpos trasmitían desazón. No estaban discutiendo, no hacían aspavientos con los brazos ni movían bruscamente la cabeza, sólo estaban en silencio, separados, sin tocarse, con la mirada perdida cada uno en su propio laberinto. Posiblemente uno de ellos, quizás el chico porque la chica parecía más triste y su actitud era pasiva, le estaba explicando al otro que no quería seguir. Se les había acabado ese amor eterno adolescente que dura como mucho un par de meses. Pensé que cuando tenía esa edad lo más importante me pasaba siempre en lugares isla, en no lugares, en espacios de paso: bancos, parques, rellanos, portales, apoyada sobre el capó de un coche. Empezaba a sentirme un ser individual, a cortar ese hilo invisible que me unía a mi madre y notaba como crecía la necesidad de ocupar un territorio diferente y propio, primero pequeño, en un rincón solitario y en penumbra podía instaurar un reino; sin embargo, pronto empecé a desear un espacio mayor y más íntimo, como cualquiera que crece y empieza a tener secretos. 
Si son niños o jóvenes los que se muestran en público no pasa nada, casi ni nos fijamos en ellos, porque aún no existen plenamente. Cuando un adulto expresa su intimidad en público nos sorprende e incomoda, nos obliga a emitir un juicio porque así nos educaron. Eso no se hace y si lo haces está mal hecho, es inapropiado e incorrecto. Cuando veo a una pareja de mediana edad besándose apasionadamente en el metro, o en medio de la calle, o donde sea, tiendo a suponer que son amantes, que esa pasión no tiene lugar en un matrimonio de años, que ese impudor se acerca tanto a la adolescencia que sólo puede darse cuando es el deseo el que gobierna el impulso, y uno no desea tanto lo que se posee,  está muy visto y a mano. 
Cuando alguien llora también nos parece inadecuado, violento e infantil, o propio de persona falta de control. Ayer vi una chica sentada en el metro que ocultaba el rostro detrás de una cortina de pelo negro brillante. Me fijé en ella porque su postura era rara, más que dormida parecía desmadejada. Nos bajamos en la misma parada y se apoyó en la pared, cerca de donde yo esperaba el ascensor. Lloraba con un llanto inconsolable y silencioso. Su rostro no expresaba dolor, sino más bien derrota y agotamiento. Al mirarla tuve la sensación de que algo la había desbordado y así lloraba, como si no le cupieran más lágrimas dentro del cuerpo y se le derramarán por los ojos. Me sentí violenta porque me estaba permitiendo contemplar su tristeza, que es algo que no se cuenta, que se calla, disimula y disfraza, para que los demás no se consuelen con la pena ajena. Cuando era niña, y no tan niña, lloraba sin ningún pudor por la calle por cualquier cosa. Mi madre siempre me preguntaba si no me daba vergüenza que me viera toda la gente así, y no, no me daba vergüenza, en realidad me importaba un pimiento lo que pensara toda esa gente que no conocía. Necesitaba deshacer ese nudo que se me formaba en la garganta, por lo que fuera, y la única forma que conocía de lograrlo era llorando. Tampoco necesitaba que nadie me ayudara, no se trataba de eso. Sin embargo, en el metro no pude pasar de largo sin más. Suponía que esa chica no querría que nadie la agobiara con gestos de buen samaritano, pero le ofrecí mi ayuda por si su mal era físico. Me contestó negando con la cabeza justo cuando una señora de la limpieza se empeñó en averiguar qué le pasaba. Acabó diciéndole que se había mareado. Las dejé solas. Supe que era una evasiva, una mentira con la que conseguir que la dejarán en paz. No lo consiguió, lo último que escuché antes de que se cerrarán las puertas del ascensor fue una invitación a tumbarse y levantar la piernas. 
Su llanto requería soledad. Crecemos, nos llenamos el pecho con culpas, rencores, mentiras, vergüenzas y deseos que ya no mostramos en un banco del parque. Todo nos lo guardamos y sólo nos lo confesamos en la intimidad del cuarto de baño, desnudos bajo el agua que nos limpia. Probablemente, ese era el espacio que esa chica ansiaba ocupar mientras una desconocida le sostenía las piernas en alto.

martes, 9 de diciembre de 2014

Siluetas en la ventana

Esta noche, cuando volvía a casa de ser otra he pasado por delante del piso en el que he vivido durante años hasta hace apenas cuatro meses. La luz estaba encendida y la ventana de vidrios emplomados de colores se veía iluminada desde la calle. Me encantaba esa ventana pasada de moda y el arco iris de tonos fríos que reflejaba en la pared, sobre el sofá, cuando daba el sol. Dos siluetas han pasado por delante de la ventana y he visto sus cuerpos en sombra. No me ha dado tiempo de mucho, sólo de ver que se trataba de un hombre y una mujer. He imaginado que mi silueta se habrá hecho visible mil veces antes y he sentido nostalgia por la que había sido nuestra casa. Recordé hábitos perdidos, como mirarme en el espejo enorme de la portería antes de salir, o revisar el contenido del buzón mientras pensaba que tenía que cambiar de una vez la etiqueta con nuestros nombres casi borrados por el uso. Recordé el primer día que entramos por la puerta siendo tres o la mañana que gastamos pegando unos pequeños corazones rojos en una pared de la habitación de Noa.
Me pregunté si nuestros cuerpos habían dejado su huella en esa casa tal como ella se nos había pegado a la memoria. Quizás restos de mis gritos de enfado, de alegría o de placer se habían quedado imprimidos en las paredes, quizás los ecos de los primeros pasos de Noa se podían escuchar en el pasillo si pegabas la oreja al suelo o, tal vez, los fantasmas de mis plantas muertas vagaban resecos por el larguísimo balcón asustando a los geranios rojos que la nueva inquilina había colgado de la baranda. Rastros olvidados que continuaban la vida de la que nos desviamos yéndonos de allí.
Pensando en estas cosas llegué a mi nueva casa. Abrí la puerta y salió a recibirme mi gato cobarde; me pareció que una sombra huía de la luz del recibidor.