sábado, 31 de enero de 2015

Los cuerpos desnudos ya no cuentan historias

Qué les pasa a los cuerpos desnudos que ya no cuentan historias. No debería haber nada más sincero que una piel expuesta. Debería ser verdad, el mapa de un pasado y un presente único. Pero los cuerpos desnudos que nos muestran por todas partes no dicen nada. Hombres jóvenes, y chicas frágiles, con escasa ropa en las paradas de autobús, en las pantallas, en las revistas, en todos los escaparates posibles. Y no muestran nada más que el envoltorio, por escueto que sea. Todos hermosos, de proporción áurea, todos iguales en su perfección atlética. Hombres que desarrollan músculos que sabíamos que existían sólo por las lecciones de anatomía del colegio, mujeres que insinúan huesos que deben de sentirse desprotegidos y temerosos, tan próximos a ocupar un medio que no les corresponde. Cuerpos desnudos convertidos en el ejército del deseo. Desead, vosotros, los demás cuerpos tapados, aquello que os puede asemejar a ese ejército bello, ya sea un gel hidratante, un perfume, unos calzoncillos, un desodorante o un abrigo. Desead y quedad atrapados por la sed de Tántalo. 
Son bellezas fabricadas, ejercitadas, falsas. Dónde está su historia. Todos nos cuentan lo mismo. Nada. Todos juntos parecen un batallón de preciosos clones huecos. Cabezas prescindibles, intercambiables, sin mirada. Dónde están aquellos cuerpos desnudos e imperfectos que nos enseñaban su fuerza y su juventud, sin más mérito. La desnudez de hoy no conmueve. La carne de hace años era sincera, mostraba cicatrices, piernas demasiado finas, torsos fuertes pero feos, como el de Kirk Douglas, curvas que hoy sería pecado mostrar como las de Marilyn. 
A Kirk Douglas, Yul Brynner, Burt Lancaster, Richard Burton... se les escapaba el alma por el triángulo de pecho que dejaba ver la camisa, su intimidad quedaba expuesta al mostrar el torso. Lyz Taylor, Ava Gardner, Sofía Loren, Marilyn... no se escondían detrás de un cuerpo perfecto, mostraban su carne y su vulnerabilidad. Sus cuerpos desnudos eran elocuentes y verdaderos. Y sus ojos importaban, eran la puerta de entrada a sus entrañas. 
Deberíamos dejar de mirar, quitarnos la ropa, ponernos delante de un espejo y buscarnos el corazón detrás de las tetas caídas, leernos las estrías como si fueran las líneas de una mano, mostrar arrugas y pliegues sin temor a que asomen secretos y vergüenzas. No, no somos tan bellos, pero al menos estamos vivos.

                 

miércoles, 28 de enero de 2015

Piso vacío

Cuando llegué a casa al día le quedaban escasos minutos de luz. Noa se frotaba los ojos, estaba cansada y necesitaba que la acostara. Al girar en la curva que convierte la llegada a mi portal en un misterio, me topé con unos muebles desvencijados amontonados, varios tablones y un sofá gastado con estampado de flores antiguas que entorpecía el paso. Esas flores desteñidas y desgastadas en la zona donde habrán descansado unos riñones baldados durante años me resultaron familiares, quizás porque eran parecidas a otras flores bordadas en el sillón orejero que mi abuela tuvo en el salón desde los sesenta hasta hacía relativamente poco tiempo. Pero había algo más que un parecido razonable con un decorado de mi infancia, la sensación de haber visto ese sofá no era vieja, no me parecía que su recuerdo fuera antiguo. Mientras intentaba sortear el mínimo desnivel provocado por el felpudo fijado al suelo del portal en el que siempre tropezaban las ruedas del carrito de Noa como si toparan con un muro, apareció un chico que cargaba con unos tablones muy largos. Fue entonces cuando caí en la cuenta de dónde había visto antes esas flores viejas. No tuve que tirarle mucho de la lengua, en cuanto le pregunté si había sacado él esos muebles a la calle, el chico me explicó que estaba vaciando un piso en la primera planta. Supe que se trataba del 1º 4ª. Yo también vivía en ese rellano y durante los últimos meses había visto cómo el abuelo de noventa años que vivía solo perdía la memoria, la noción del tiempo y, poco a poco, la vida. Era uno de esos hombres de antes, con bigote, siempre trajeado y repeinado, pero tan bajito que parecía un niño disfrazado de anciano barrigón. Si no hubiera sido por sus ojos moribundos llenos de nubes, sus dedos retorcidos y sus lóbulos colganderos, si no hubiera sido por su soledad penosa quizá su vejez habría parecido un disfraz de chirigota.
Al poco tiempo de vivir en el 1°1°, una mañana de sábado, Raúl y yo nos lo encontramos cerca del ascensor, maldiciendo en voz alta. Una corriente de aire había cerrado la puerta de su casa, dejándolo en zapatillas en medio del rellano. Las llaves estaban dentro. El hombre apenas oía y hablaba muy raro, como si le bailaran las sílabas de las palabras en la boca. Había momentos en los que era imposible entender lo que contaba, no se podía coger ni un hilo conductor que hubiera ayudado a hilvanar la historia. Entendimos lo de las llaves y que no se sabía de memoria el teléfono de nadie. Creímos comprender que tenía tres hijas, pero que ninguna iba a venir. Debe de haber alguien que pueda ayudarle, pensé en voz alta. Ese fue el pensamiento ganador, aunque otro ocupó el segundo puesto, se quedó justo por detrás, enganchado en el velo del paladar por ser más viscoso: este hombre está solo. Cuando le propusimos llamar a un cerrajero se nos puso a llorar, nos dijo que no podía pagarlo, que la última vez que llamó a uno le cobró 150 euros. Nos contó que el chico del piso de al lado le había abierto la puerta alguna vez con una radiografía, pero llevaba un rato llamando al timbre y nadie le abría. Me fui a casa, rebusqué en un armario en el que guardo el pequeño caos de mis recuerdos y encontré lo que buscaba: mi preciosa y desviada columna vertebral muy favorecida en una foto en blanco y negro. Raúl y yo jugamos a ladrones durante un buen rato hasta que nos dimos por vencidos, como cacos no teníamos futuro. Miramos al abuelo, que se esforzaba inútilmente en lograr lo que nos parecía imposible con una testarudez casi infantil, y sin decirnos palabra acordamos pagar nosotros al que viniera a abrir esa puerta. Llamamos a un par de números que encontramos pegados, arrancados y vueltos a pegar junto a los timbres. Un tipo nos pedía 175 euros porque era un servicio de urgencia en sábado; otro, 50 euros sin IVA ni factura porque se le encogió el corazoncito al explicarle la situación de mi vecino.
El cerrajero llegó al cabo de veinte minutos de lágrimas, lamentos por la juventud perdida y justificaciones de padre de los de antes, de los que confundían el pánico de sus hijos con el respeto, los gritos con los consejos y las prohibiciones sin ningún tipo de lógica ni explicación con la protección. Imaginé que a sus hijas les importaba más bien poco que su padre estuviera sólo, saliera a la calle con lamparones en la camisa, la bragueta meada y apestando a ese miedo al agua y a pillar una neumonía mortal que tienen muchos viejos. Se me cruzaron a la altura de la garganta un pensamiento y un sentimiento encontrados. Me dio pena ese hombre pequeño, a la vez que pensé que muy probablemente se tendría merecida su soledad. El cerrajero cogió su trocito de radiografía, pero no pude ver si se trataba de la foto de los huesos de una mano, o de un tobillo torcido porque no tardó más de diez segundos en abrir la puerta de una patada tremenda. Raúl y yo nos miramos. 50 euros por una patada. La radiografía era una distracción como los gestos que hacen los magos con los brazos: cuando más concentrado estás en su movimiento, llega el truco y te sorprende despistado. Tardó otros diez segundos en marcharse con su billete que ya no cogería la cajera del súper a cambio de nuestra compra semanal. El hombre lloró de nuevo, nos dio las gracias y nos invitó a habas. Me acordé de mi abuelo y de su amor por las habas crudas. Esa invitación me hizo pensar que los dos habían vivido la guerra y que tal vez esa legumbre era lo equivalente a los rábanos que Escarlata O'Hara se prometía a sí misma no comer nunca más con el puño cerrado en alto.
Mi abuelo llevaba muchos años muerto. Me alegré de que no hubiera tenido tiempo de quedarse tan solo como mi vecino.













martes, 13 de enero de 2015

Viaje de ida y vuelta

Cada día atravieso un mundo para entrar en otro. Es un viaje de ida y vuelta agotador. Llego a la noche con los ojos enrojecidos, los brazos cansados y el cerebro derretido. Alcanzo el borde de mi cama como si arribara a una orilla después de un naufragio y duermo como si no tuviera que despertarme nunca más. Pero llega el día siguiente y he de volver a atravesar un mundo para entrar en otro. Estoy casi segura de que el primer mundo, el que habito al abrir los ojos, es el real, o al menos al que pertenezco. Salgo a la calle después de desayunar y voy dejando atrás calles sinuosas, mujeres con el pelo reseco por los tintes baratos, perros grandes con dueños pequeños (perros que dan miedo con dueños que dan risa), chaquetones apretados, bambas Jhayber, manos endurecidas y caras cansadas. También me dejó atrás a mí misma. Al quitarme el pijama me quedo vacía sobre la cama deshecha y salgo de casa sin mi piel de serpiente, desnuda bajo el abrigo negro. Las escamas y la dureza se quedan en mi mundo y entro en el otro con la piel demasiado nueva, tanto que cualquier filo puede arañarla, y en el mundo que no es el mío las calles son muy rectas y todo tiene punta o garras. Los perros son los menos agresivos de ese mundo ajeno y doloroso. Son pequeños, con el pelo esponjoso como si los lavaran con suavizante y los metieran en la secadora. Sus dueños, grandes, imponentes, con abrigos 100% wool amplios y envolventes, son los que muerden. No ladran ni gruñen, no te avisan, sólo muerden. No tienen miedo, no tienen que decirte de algún modo que están asustados porque no lo están. Si no les gustas, te atacan y a otra cosa. 
Cada día dejo atrás amor y carne. Los reencuentro a la noche, pero al final del día mi corazón no puede salir de mi pecho agotado ni mi sexo es capaz de sentirse puerta. Y nada sale ni entra en mi cuerpo vencido por el mundo que no es el mío. Me doy cuenta de que ya no sé ni abrazar ni arropar y siento miedo de mirarme al espejo, no quiero descubrir que mis hombros están más puntiagudos ni que mis ojos pinchan. Temo que mi amor y mi carne se me queden fríos, pero cada noche visto mi debilidad con la piel áspera de serpiente o de cola de sirena triste que encuentro sobre la cama al volver. Sé que lo hago mal, que debería ir por casa con el abrigo negro y salir a la calle con mi coraza de reptil, pero no logró invertir ese orden. Todo lo demás es caos. 
En el mundo que no es el mío sólo hay palabras y metal. Y los das cosas se pueden afilar.
Al final del día, después de atravesar un mundo para volver al mío, estoy llena de cuchilladas y tengo varias frases clavadas en la espalda.

jueves, 8 de enero de 2015

Echo de menos el 2014

Me ha dado por echar de menos el 2014. Ese número tan bonito y par, tan de habitación de hotel de lujo asiático. El 2015 suena más a número de espera en la cola para hacer la declaración de la renta. A2015. Sólo nos puede deparar, a la vuelta del panel desmontable, una cara aburrida incapaz de la sorpresa. Echo de menos el 2014, con todos sus cambios. Y el 2013, con la llegada de Noa, ese nuevo planeta. Y el 2012, con toda la humedad de Estambul. Y el 2011, con ese vestido blanco hasta los pies que no volverá a salir del armario y aquella tortuga enorme poniendo huevos a mis pies, esforzándose hasta la extenuación para conseguir que al menos, sólo por estadística, uno o un par de sus cien futuros hijos sobreviva al primer día de vida.
Echo de menos todos y cada uno de los años que he vivido. Echo de menos esa foto irrepetible que se me cayó del monedero y aquella manera en que veía relamerse unos labios después de dar un beso. Echo de menos todos los pelos que he perdido en el año del puerperio y a mi abuelo, que al final se murió tal como anunciaba que se iba a morir a pesar de que los médicos le dijeron que el corazón lo tenía perfecto. Pero el sabía que no, cómo iba a estar perfecto su corazón si lo habían herido tantas veces siendo un niño. Un día se fue al barbero y al volver a casa se sentó en su sillón porque no se encontraba bien. Y se le paró, sin más. Y se llevó toda la verdad sobre sus años vividos, que echo tanto de menos. ¿Quién me va a contar de dónde vengo ahora que no está? ¿Quién me va a explicar el porqué de la forma de mi nariz? Prometió contarme su historia secreta, pero no se animó a tiempo. Quizás él también sintió añoranza de sus años silenciados, o al menos la sintió de no haberlos compartido con nadie, y empezó a hablar, aunque ya era tarde.
Echo de menos el peso escrito en gramos en un casco de moto y la carne fría de mis muslos apretada contra otro cuerpo que aún me era extraño. Echo de menos no saber que aquel frío, aquel deseo, aquel amor, aquellas promesas, aquellas ganas y aquellos sueños seguirían existiendo, pero desordenados por el viento levantado por todos estos años al pasar.