miércoles, 29 de abril de 2015

Hoy he visto hombres que parecían niños

Hoy he visto niños que parecían hombres y hombres que parecían niños.
He escuchado a unos críos de no más de diez años hablando de una chica adicta al sexo que se fotocopia las tetas y he visto a un cuarentón calvo vaciar un bocadillo de embutido y tirar el pan a una papelera, como hacía yo durante el recreo en el colegio.
Más tarde, en la sala de espera de un hospital infantil, una abuela leía un libro titulado El universo tiene una señal para ti, mientras, en la fila de atrás, una adolescente tenía entre las manos un ejemplar de Crimen y castigo.
Algo me ha hecho pensar en la última reunión de padres organizada por la guardería de Noa. Escuela de padres llaman en el centro a esos encuentros. La primera vez que acudí a una, lo que más me sorprendió fue ver cómo el psicólogo que prepara la charla nos trataba a todos como a niños. Nada más entrar en la clase nos invitaba a sentarnos en las pequeñas sillas de colores. Esa primera ocasión quise creer que había una intención detrás de la puesta en escena, que lo de tenernos una hora con el pecho entre las rodillas se trataba de una treta de terapeuta para convertirnos en bebés obedientes, pero en cuanto vi que él también ocupaba una de esas sillas, la azul celeste, simplemente pensé que iba a ser una hora muy larga. El psicólogo utilizaba un tono entre didáctico y teatral, como de cuentacuentos, para intentar despejar las dudas de los padres asistentes. Durante la reunión no se evalúa a los hijos, no se habla de sus avances o de sus puntos débiles, son los padres los que preguntan, los que dudan, los que no saben qué están haciendo bien y qué, mal. Unos padres intentan dormir con la luz encendida, música y su hija insomne y gritona de dieciocho meses en la habitación, otros se preocupan porque su hijo siente miedo, otros no saben cuál es el modo adecuado de imponer su autoridad. Todos los padres dudamos y el psicólogo, que es gris, está cansado y esto lo hace gratis y se le nota, se confiesa padre y por lo tanto también duda. En realidad, no para de dudar.
Salí de esa reunión pensando lo que he vuelto a pensar hoy: los padres de ahora somos niños treintañeros con críos a cargo. Hemos tenido hijos siendo adolescentes tardíos y asustados. No tenemos respuestas y necesitamos una señal, como esa señora de la sala de espera, que nos haga creer que el camino que seguimos no es una vía muerta.

jueves, 23 de abril de 2015

Mamá, cierra el libro. Cómo ser jefa de prensa editorial y sobrevivir a la maternidad



"Las pasiones humanas son un misterio, y a los niños les pasa lo mismo que a los mayores. Los que se dejan llevar por ellas no pueden explicárselas, y los que no las han vivido no pueden comprenderlas"

Michael Ende, La historia interminable

Me llamo Desirée Baudel, soy una filóloga que ama el lenguaje, la literatura y los pastelitos de Belén y que trabaja en el mundo editorial, concretamente en el departamento de prensa de uno de los sellos de Penguin Random House. Trabajo en una editorial gigante y soy una madre pequeña, de algo más de un metro sesenta, ya no tan delgada como solía. Cosa de la edad y de la maternidad, como mis ojeras.

En mi familia las mujeres somos mayoría: abuelas, tías, madre, hermana, y ahora mi hija. Cada una de nosotras es un muro del gineceo que los hombres, también de la familia, evitan durante sus conversaciones envueltas de humo, como hace mucho sucedía, como parece que sigue sucediendo, como en esa escena de Lo que el viento se llevó en la que, después de una fiesta en Tara, todos los señores pasan a un salón para fumar y hablar de la guerra entre el Norte y el Sur ante la mirada escéptica y pragmática de Red Butler. En casa sucede lo mismo: los hombres salen al balcón para fumar y hablar de la derrota de su equipo, de la aspereza del vino, de sus próstatas, de curvas femeninas que no son de la familia y de otras batallas, mientras las mujeres recogen la mesa y se ríen y lamentan a un tiempo. Esa es una de las capacidades de las mujeres de mi familia: reír y llorar a la vez. Mi abuela es la reina. Puede contarte algo tristísimo de sus años de juventud, que también fueron los de la juventud de la posguerra, y mearse de risa a la vez, literalmente. Las mujeres de mi familia se descojonan de su suerte.

En la editorial hay mujeres, muchas. Una editorial podría considerarse también un gineceo, aunque de otro tipo, uno en el que las féminas no se sienten destinadas a recoger las migas del mantel. Y todas son hijas, muchas serán hermanas y algunas, además, son madres, aunque las últimas no son tan abundantes como debieran si hiciéramos un cálculo estadístico. ¿Qué les pasa a las mujeres que leen y publican libros? Se podría decir que de la mayoría de sus partos nacen galeradas, bebés que acabarán siendo hermosas novelas o altísimos ensayos. La baja natalidad tal vez se deba a un capricho matemático, o tal vez a un exceso de dedicación, a una vocación absorbente, a ir posponiendo la decisión para un poco más tarde, o a no ser capaces de encontrar amores como los de sus libros. Quizás se deba un poquito a cada cosa.

Yo deseaba parir una bonita historia de desamor, y sigo deseándolo, es cierto, pero como soy una jefa de prensa ocupada y cobarde, siempre aplazo los intentos de gestar turbulentas vidas de ficción. Durante uno de esos largos períodos de ‘pero qué voy a hacer yo con todas las palabras que se me mueren en los labios’ decidí, decidimos, intentar concebir. Si no iba a ser capaz de alumbrar una vida por los dedos, la haría salir de mi cuerpo por la puerta grande. Y sucedió: concebimos a Noa, que aún no se llamaba Noa, ni tenía sexo, ni piel, ni lo que yo entiendo por vida… Resultó que me dio menos miedo tener el cuerpo lleno de un ser nuevo en estado de idea embrionaria que el escritorio lleno de hojas en blanco. Valentía por cortesía de la repentina exuberancia hormonal.

Y todo empezó a cambiar: mi cuerpo, mi mundo y sus alrededores.

Mi baja por maternidad fue la segunda baja laboral de mi vida. Durante la primera no me pude sentar durante meses porque me rompí el coxis al caerme por una escalera de mármol estupendamente pulida (podrían haberle dado un premio al operario que le dio lustre). Durante la segunda, no me podía sentar porque me dolían los puntos por los que todo el mundo me preguntaba. Las visitas se interesaban primero por la pequeña Noa, que dormía indiferente en el fondo acolchado de su moisés, y a continuación, por mi herida recosida. Nunca me habían preguntado sin ambages sobre el estado de mi coño tantas veces. Siempre respondía con vaguedades mientras pensaba en el nudo de costurera de hilo de color negro que descubrí cuando me atreví a mirar la herida. Me dio por pensar que si tiraba de ese hilo me desharía entera, como un jersey de lana al que se le escapa un punto, así que caminé y me moví con mucho cuidado hasta que se me secaron las puntadas y se cayó el hilo.

Esas 16 semanas, más el mes de vacaciones, fueron bastante bien. Un bebé tranquilo y dormilón y el buen tiempo de los meses de verano ayudaron mucho a que el principio de mi nueva vida no fuera tan terrible como vaticinaban las pesadillas que me atormentaron durante el último mes de embarazo, en las que sólo me faltó verme violada por Satán como Mia Farrow en La semilla del diablo. Pero pasaron los días de biberones al sol y llegó el temido momento de poner en práctica la conciliación familiar.
Conciliación familiar. Dicen que existe, como el Yeti, la mujer de la curva o Elvis vivo, viejo y gordo, bebiendo mojitos de incógnito en alguna playa tropical como un jubilado blanco y adinerado más. Vamos, que es otro mito, otro concepto teórico que fuera de la atmósfera aséptica de un laboratorio de ideas no logra tener una vida más larga que la de uno de esos vídeos graciosos que alcanzan una viralidad efímera y estúpida en la Red. Tardé una agenda promocional en darme cuenta de ello.

Por si alguien no sabe qué es lo que hace una jefa de prensa, describiré algunas de mis tareas brevemente: leer libros (fuera del horario laboral), estar la día de lo que pasa en los medios de comunicación (dentro y fuera del horario laboral), contestar millones de emails (en horario laboral y desde el autobús), revisar y actualizar las redes sociales (en el bus, y menos mal que vivo lejos de la editorial), organizar agendas de entrevistas para los autores que sacan una novedad al mercado (durante el horario laboral), perseguir a los periodistas culturales para conseguir que entrevisten al escritor en promoción, procurando que no piensen en la Glenn Close de Atracción fatal al oír mi voz desesperada de nuevo al otro lado del hilo telefónico (durante mi horario laboral y el suyo), tejer primorosos tapices de encaje de bolillos sobre las fechas de un calendario al que parecen faltarle días (en horario laboral), establecer vínculos amistoso-productivos con gentes del sector (hora de desayunar, comer, merendar o cenar), acompañar al escritor a sus entrevistas (da igual el horario), organizar la presentación del libro en una librería y asistir al acto (que no será antes de la 19.30 h de cualquier día de la semana en el que no juegue el Barça), y tomar algo con el autor y sus conocidos después de la presentación (no sé cómo llamar a este horario). Todo esto puede suceder en un mismo día, desde primera hora de la mañana hasta más allá de la hora en la que me convierto en calabaza, o durar varios días.
Otro detalle que os puedo dar sobre los departamentos de prensa de este, y de todos los demás gineceos editoriales, es que el 90% de su personal es femenino. Soy muy de letras, pero el redondeo del porcentaje os puede servir para haceros una idea de la proporción, aunque estoy segura de que mis dos únicos compañeros hombres (tampoco tienen hijos que yo sepa) me llamarían la atención y me obligarían a subir la cifra hasta el 98%. Curiosamente, en este departamento del gineceo la tasa de natalidad suele ser especialmente baja. Mujeres más o menos jóvenes, entregadas a la causa, que se toman al pie de la letra aquello de ‘los amigos de mis amigos son mis amigos’ y se van de copas con los colegas del escritor en promoción tan contentas. Y está bien. Y envidio esa pasión por la profesión y la capacidad para inaugurar amistades como quien bota barcos, a golpe de botella y sonrisas, pero es que a mí se me da fatal. Siempre pensando en mis pobres palabras muertas, me cuesta más hacer un nuevo amigo que abrir una lata de espárragos navarros sin abrefácil. Y si a mi levedad y timidez les sumamos una inseguridad patológica, que no mejora mucho al lado de intelectuales y gentes de éxito, pues tenemos como resultado una madre menguante con ganas de salir corriendo a su hogar para meterse en la cuna junto a su hija y cantarle flojito al oído la nana que esa noche de presentación y cañas no podré rescatar de mi subconsciente, en el que he descubierto tarareos olvidados con las voces de mi madre y de mi abuela que hablan de niñas bonitas que se quedan solteras o se las come el coco, de barquitos que se hunden y de barqueros rijosos; todo tan feminista y alegre.

Al cabo de unos meses de conciliación, empecé a sentirme mala jefa de prensa, mala madre, mala compañera. Y podría seguir sumando sustantivos al adjetivo que mejor me define desde que tengo la obligación de acercarme a la divinidad a través de la práctica de ejercicios que persiguen el dominio de la capacidad de omnipresencia. No se me está dando bien eso de tener una reunión en Madrid por la mañana, un autor con entrevistas en Barcelona por la tarde, a la vez que un montón de legos esparcidos por el suelo del salón que me esperarán pacientemente hasta que los devuelva a su caja de plástico rosa en el minuto y diez segundos que tarda en calentarse en el microondas la cena que daré a Noa con una mano (no profundizaré en la aparición de remordimientos al usar este invento que, según las madres más abnegadas y suscriptoras de varias revistas con bebés de ojos azules en la portada, carga el mismísimo diablo) mientras con la otra hago algún tipo de malabarismo que distraiga a la niña de su negativa a comer. La multitarea me está llevando a la alienación y a descojonarme de mi suerte. Empiezo a entender la tradición familiar.
La mañana de jueves que salí de casa pensando que era miércoles con un peine infantil clavado y olvidado en el pelo, con mi hija mirándose extrañada los zapatos puestos en el pie equivocado, con un teléfono echando humo en un bolsillo y preguntándome a casa de qué abuela tenía que ir a recoger a la niña por la tarde si estábamos a miércoles, me convencí de que tenía que decidir. Tenía que elegir entre sentir a Noa como una Dafne mitológica y creer que mi niña iría cambiando su piel por una corteza a prueba de los arañazos de mi ausencia, o sentirla como mi Perséfone y aceptar que las estaciones del año, incluso mi odiado invierno yermo, habían cobrado sentido de repente gracias a ella.

Nadie me previno de la imposibilidad de mantener mis mundos separados en compartimentos estancos. En uno, la madre menguante descansaría hasta la tarde, recuperando horas de sueño; en el otro, mantendría entretenida en devaneos literarios a la mujer miedica e insegura que todo lo pide por favor. Pero las mujeres no nos contamos esas cosas, ni siquiera en la intimidad del gineceo familiar. Hablamos de hombres despreocupados o preocupados o preocupantes, de heridas superficiales, de ojeras, de noches en blanco, de mocos, de fiebres y diarreas; pero no, de las montañas de arena que se nos desmoronan por dentro, ni de esa imposibilidad de volver a ser aquella mujer que aún no era madre. Fingimos poder o, como mucho, se nos olvida a ratos que no podemos.
Y opté por ser una pionera en un departamento de comunicación editorial: solicité reducción de jornada a pesar de saber que mi petición iba a resultar casi tan extravagante como si hubiera confesado ser la Emperatriz Infantil delante de todas la mujeres del gineceo y les hubiera suplicado un nuevo nombre porque me estaba muriendo y, conmigo, todo mi reino de Fantasía, en el que ellas también habitaban sin saberlo, o fingiendo que no sabían.

Pero esa es otra historia y debe ser contada en otra ocasión.




martes, 14 de abril de 2015

Martes por la mañana

En menos de una hora en la calle, he visto y escuchado demasiadas cosas para ser martes por la mañana.
No son aún las nueve y ya he oído hablar de la muerte.
En una cafetería de barrio, sólo el aroma de los cruasanes y el café amargo hacían soportable la clase de cuatro filósofas madrugadoras. Una de ellas comentaba que una conocida se había muerto y otra de las mujeres protestaba porque cada día se moría alguien. Alguien, que es casi igual a nadie. Alguien se muere y da igual si es un escritor famoso, o comprometido, o laureado, o todo junto. O nadie. Qué más da si de repente es un cascarón maltrecho y helado. Ni siquiera es nadie, de repente es nada.
Y las mujeres seguían hablando de la muerte y de lo cómodo que es esperar a que te quemen o te entierren en el tanatorio de las Corts, aunque la más existencialista de las filósofas ha vuelto a protestar porque no entendía por qué la muerta había ido a parar allí, con lo lejos de casa que le queda el lugar.
La conversación me ha obligado a pensar en cementerios, menos mal que es primavera. Debería crearse un neologismo para poder referirnos con propiedad a ese momento en el que meten los ataúdes llenos de cuerpos vacíos en un agujero abierto en un muro, donde lo más cercano a la tierra es el cemento con el que se sella el hueco para que de ahí no salga nada: ni un zombi, ni un fantasma, ni el olor de los cuerpos pudriéndose. ¿O emparedar serviría?
Y la conversación ha seguido, saltando de una cosa a otra, y de la muerte ha ido a parar a la vida. Una mujer, tras sacudirse las migas que se le pegaban a los labios pintados, afirmaba en voz muy alta que si el tiempo volviera atrás no tendría hijos. Su hija, de unos diez años, se entretenía mientras enviando mensajes desde el teléfono. Esa misma señora se ha quejado del silencio y el enfado constante de esa niña otros muchos días. Otra filósofa ha planteado un caso práctico con un trozo de bocadillo esperando a ser masticado en el carrillo derecho: ha delatado a una amiga que le había confesado que tampoco ella volvería a parir a sus hijos si pudiera dar marcha atrás. La conversación se ha animado hasta que las filósofas han llegado a una conclusión con forma interrogativa: ¿para qué dedicarse a los hijos si la soledad será inevitable?
He mirado en la pantalla del móvil la última foto que le hice a Noa anoche y me he preguntado si llegará la mañana en la que desee que no hubiera existido. También me he preguntado si la soledad del futuro será muy distinta a la de ahora, y no sé por qué he recordado tus pies calientes en la cama que huyen siempre de mi frío.
Es sólo martes por la mañana y ya me duele hasta ver como un niño parte en dos una moneda de chocolate y la deja tirada en el suelo del bus.