lunes, 18 de mayo de 2015

Como un niño con zapatos nuevos

El sábado fue un día caluroso y agresivo. El sol caía por primera vez este año a plomo sobre mi nuca. Me había recogido el pelo en un rodete irregular y notaba arder la piel de mi cuello mientras subía la cuesta que va desde el mercado a casa con la compra alargándome los brazos. Fue un día de esos en los que todo me quemaba.
Mi hija chillaba y se negaba a comer con una testarudez insalvable. Sólo me cabía resistir unos minutos para maquillar mi rendición.
Y tú me dedicaste unas palabras agrias que me hicieron anhelar el olor de la pintura de paredes o de la trementina o del serrín reciente. Cualquiera de esos olores que me obligan a cerrar los ojos, abrir las aletas de la nariz y vaciar la mente. Olores tan fuertes que lo tapan todo, incluso tu desprecio.
Salí al patio pero no había forma de abrir la lata de pintura que usamos para blanquear las paredes. La tapa estaba pegada y hubiera necesitado tu fuerza para abrirla. Me conformé con arrancar una flor del jazmín y estrujarla entre los dedos para que desprendiera su aroma intenso.
Miré varias fotos en el móvil. Me detuve a observar una. Se podía haber titulado 'El tiempo pasa'. La primera imagen en la que cada uno de los efectos de la edad y la maternidad habían quedado expuestos. El pecho dilatado y blando, los ojos cansados, la nariz más larga, los michelines y mi hija, toda brillo y carne nueva, entre mis brazos. Y tú, ausente. Testigo, observador, juez implacable, como el objetivo minúsculo a través del que se coló toda la impotencia de mi mirada. 
Necesitaba salir. Esconderme de los rechazos, evitar la idea de que me estaba deshaciendo, como una figura de mantequilla puesta al sol. Mi carne, mis aspiraciones, mi presente, tú. Todo estaba adquiriendo una textura pringosa a la vez que perdía la definición de los contornos.
A la hora de la siesta salí corriendo. Me refugié en una cafetería que a esas horas de un sábado abrasador imaginé desierta y en silencio. Acerté, me senté a esperar un cortado que no me apetecía. El olor reconfortante del café mezclado con el olor grasoso de la leche me da asco, pero no sabía qué otra cosa pedir y lo único que quería era una excusa para estar allí.
Mientras lo esperaba, disfruté de la soledad y de la ausencia de ruido. Por fortuna no había hilo musical. Pero mis oídos se fueron acostumbrando al silencio y comenzaron a captar la conversación lejana de los camareros. Un chico joven respondía a las preguntas que le hacía su compañera, más mayor e interesada en la agitada vida del chaval. El camarero era alto y muy delgado. Su esqueleto era elegante y lucía el delantal como si fuera una prenda de última moda. Tenía un rostro aniñado, pero su boca y su mirada me resultaron muy sensuales. La panadera le preguntó si hubo tema, y el chico acabó explicando toda una aventura que me desconcertó y me incomodó en mi posición de espía involuntaria. Contó que durante una semana se acostó con una mujer casada que estaba muy sola y que le compró ropa y zapatos, como si fuera un niño pobre. Dijo que se la folló muchas veces porque ese tipo de soledad no se cura con un solo polvo. El chico creía que esa mujer no sólo estaba aprovechando la ausencia del marido, sino que estaba realmente enferma de soledad. Acabó contándole que incluso invitó a una amiga a su cama para que le hiciera compañía durante su adulterio. Y al narrar su aventura, su voz no traslucía la más mínima pasión, parecía que al chico le daba todo un poco igual. Excepto sus zapatos nuevos, que mostró a su compañera agarrándose las perneras del pantalón del uniforme.
Me quemé la garganta con el cortado. Pagué y salí de allí. 
No me gustó enterarme de lo pequeña que era mi soledad. Me dio miedo saber que crecería si la seguía alimentando hasta convertirse en un monstruo insaciable que me mataría con el veneno de mi pena.
No me gustó saber cómo se calman algunas soledades.

sábado, 2 de mayo de 2015

El escritor de los dedos feos

Conocí una vez a un escritor magnífico que tenía los dedos feos. Era un hombre no muy alto, no muy delgado, no muy hablador que miraba de lado mientras expulsaba el humo del cigarrillo de tabaco negro que siempre adornaba sus manos. 
Al principio sólo podía fijarme en sus ojos. Lo miraban todo, lo veían todo. Y en su boca. Me gustaban esos labios abultados algo femeninos que aportaban a su rostro de intelectual ensimismado un aire carnal perturbador por inesperado.
Poco a poco fui fijándome en más detalles. Detecté coquetería en su manera de anudarse las bufandas, en sus esfuerzos disimulados por mantenerse sobre el bordillo de la acera cuando yo bajaba, quizás para parecer de más altura a mi lado, que con tacones le sobrepasaba unos centímetros, no demasiados. También me fijé en un gesto que parecía casual, pero que tras verle posar para los fotógrafos varias veces descubrí intencionado. Nunca mostraba la última falange de sus dedos, los doblaba un poco hacia dentro para que sus uñas no fueran visibles. Cuando me despedí de él hice una búsqueda en Google y corroboré lo que sospeché durante la jornada: al escritor no le gustaban sus dedos, demasiado cortos y algo rechonchos, a pesar de construir sus elegantes laberintos de ficción gracias a ellos, y los ocultaba cuando se sabía expuesto ante una cámara.

En un taxi me habló del horror. El trayecto no era breve, así que tuvo tiempo de explicarse. No creía que el ser humano estuviera preparado para la cantidad de violencia y muerte que nos llega a través de las pantallas. Cada vez la dosis es más alta; las noticias terribles, que hace un tiempo hubieran durado días en los informativos, son rápidamente relevadas por el siguiente drama, la última catástrofe, la penúltima matanza sucedida en cualquier rincón del mundo. Antes de las telecomunicaciones e internet el horror era doméstico, nadie sabía lo que pasaba en el pueblo de al lado, ni bueno ni malo. Ahora, en cambio, somos testigos impasibles de la oscuridad del ser humano.

Hoy he leído sobre degüellos, raptos, violaciones, niños abandonados a su suerte en el desierto o enterrados vivos, crucifixiones, homosexuales tirados al vacío, negros tiroteados por la espalda por la policía en el primer país civilizado, mujeres golpeadas en todos los lugares, culturas y religiones. Lo he visto todo en escasos minutos, textos y fotografías. El escritor de los dedos feos tenía razón: yo no estoy preparada para asumir tanto horror. Quizás nadie. Ojalá. Desviamos la mirada, la dirigimos hacia nuestras propias manos para sorprendernos por la fealdad de nuestro pulgar, por lo torcido de nuestro índice, por la deformidad de nuestras uñas mordidas... Y acabamos paseando por las aceras de este mundo espeluznante con las manos en los bolsillos, calmando la mirada en los escaparates que ofrecen ropa de bonitos colores con la que cubrir, decorosamente, nuestro vacío pavoroso.