viernes, 17 de julio de 2015

Diario de una ansiosa VII: Vértigo

Siempre he tenido vértigo, pero ahora no sólo me da miedo subirme a una escalera de mano, me marea también este calor de desierto, tu voz al otro lado del teléfono y la espiral de nudos por deshacer que llevo alrededor del cuello.
A través del ventanal de la quinta planta en la que trabajo veo señoras de la limpieza desafiando la gravedad como si fueran trapecistas. Sacan la mitad superior de la bata azul claro fuera del edificio de enfrente y pasan la bayeta por la cara exterior de los cristales con su nuca apuntando a la acera desde un quinto o sexto piso. Yo debería hacer lo mismo con los de mi casa, pero tengo vértigo y están sucios. Me mareo al ver a estas mujeres, la mayoría sesentonas, haciendo equilibrios. Y las veo a diario, cuatro horas cada mañana, planchando camisas caras, limpiando la mierda ajena, la suciedad negra que provoca el humo de los coches y que se cuela por cualquier rendija. He aprendido, a fuerza de verlas, que hay que quitar el polvo de las rejillas de ventilación de un armario de terraza o del aparato de aire acondicionado; también, que no todos los sueños se hacen realidad.
En casa miro mi mueble negro-marrón de Ikea cubierto por el polvo de la semana. Escribo con el dedo mi nombre en uno de los estantes. Siempre escribo mi nombre cuando no sé qué otra cosa escribir. Tengo libretas llenas con mi nombre, en mayúsculas, en minúsculas, solo, acompañado de mis apellidos. Libretas en las que he intentado explicarme, en las que sólo he averiguado que me cuesta mucho escribir la 'r', me sale fea, no parece una 'r'. Luego limpiaré. O mañana. Extiendo la mano y me borro de la superficie de mi mueble de ningún color concreto.
Últimamente también me producen vértigo las distancias. En la cama, la lejanía de tu espalda me marea y noto cómo se pierden mis brazos entre las arrugas de las sábanas. Y el silencio, esa enorme alfombra bajo la que cabe toda la porquería que nadie limpia y que amortigua los pasos apresurados, las huidas. Y los calendarios que me daban en aquella farmacia cada Navidad y que amarillean en una caja de latón, junto a las cartas de amigos que ya no están, o no son los que eran, y cuatro fotos viejas.
Me da vértigo recordar aquel puente de madera que cruzaba cada tarde y bajo el que había sólo un agujero en la tierra. Me da vértigo pensar que mi vida se pueda quedar en eso, en un principio y un final separados por un vacío inmenso, por una tremenda nada.



viernes, 10 de julio de 2015

Diario de una ansiosa VI. Omnívora

Me explicaron en el colegio que era un animal omnívoro, como los osos, y que podría alimentarme de casi cualquier cosa.
Pero no me avisaron de que me daría igual poder comerme una primavera de ensalada, o devorar tu corazón y tu hígado, porque tengo un agujero en las entrañas y nada me sacia.
He tragado amores insalubres, he mordisqueado dudas de guirlache, he digerido mentiras sin azúcar, me he sentido sedienta después de lamer la belleza inacabable de la piel salada por el sudor y me he atragantado con unas cuantas verdades crudas. Pero nada me ha quedado dentro, todo se ha colado por mi agujero.
Recuerdo aquella época en la que me negaba a comer. Para qué el esfuerzo de masticar si todo se pierde. Se me empezó a adivinar mi hermoso esqueleto amarillento y las clavículas se me veían muy elegantes; sin embargo, apesar de haber reducido mi espacio interno, sentía mi vacío igual de grande. Abandoné mi ayuno el día en que vomité un par de rencores. Aquella noche decidí volver a probar la carne y lo encontré a él.
Miré fijamente a la psicóloga, que parecía escucharme, pero enseguida percibí el carácter profesional de su atención, su dominio de la función fática del lenguaje. Vi un brillo disimulado entre la mesa y su cajonera. Era el de la pantalla de su móvil. Asintió sin comentar nada sobre mi apetito y me preguntó qué tal me sentía. Me hubiera puesto a llorar o a gritar, pero intuí que no serviría de mucho, así que respondí educadamente con un 'bien', seguido de un 'sola'. Volvió a preguntar, se interesó por los pasos que tenía pensado dar tras volver a la realidad. Le contesté que uno de mis problemas es que no soy muy de pensar, soy más de escribir, y no tengo ni idea de planificar, aunque al menos mis nuevos mordiscos seguían un orden: había vuelto a comerme las uñas, empecé por los pulgares y había seguido por los índices. La psicóloga me felicitó y volvió a mirar disimuladamente su teléfono. Supe que no le interesaba su trabajo, o quizás era mi ansiedad la que no le interesaba, y que no captaría su atención sincera si no me arrancaba a dentelladas la primera falange del dedo corazón en su consulta para mostrarle un ejemplo de mi dieta omnívora. Su desidia era descorazonadora. El médico de manos delicadas amante de la química por lo menos supo hacerme creer que me escuchaba. Incluso puede que me escuchara realmente, pero la psicóloga tenía otras cosas en las que pensar.
Veinticinco minutos de monólogo interior bruto, una nueva línea ocupada en la cartilla con la próxima cita depués de las vacaciones y una despedida que me hizo temerme lo peor. La psicóloga me deseó suerte en mi próxima vuelta a la realidad. Ningún médico debería desear suerte a un paciente. Es como una confesión de su desconfianza. Aún recuerdo al ginecólogo de urgencia que me atendió por un sangrado. En la ecografía se veía un corazón diminuto latiendo. Me alegré, pero sólo hasta que el médico me explicó que el ritmo de los latidos era mucho más lento de lo que debiera y me pidió que volviera al día siguiente a urgencias para que pudieran hacerme otra ecografía. Al irnos me miró y me deseó suerte. Antes de eso estaba muy preocupada, después supe que el embrión que llevaba dentro se iba a morir y necesitaba su tiempo. Fui durante muchas horas una tumba de carne, una madre tumba a la que el ginecólogo inexperto quitó la posibilidad de la esperanza inconsciente. 
Salí del CAP con el agujero enorme. Me metí en una cafetería y pedí una horchata, un cruasán y una napolitana pequeña de crema, pero nada de eso me sació.


viernes, 3 de julio de 2015

Diario de una ansiosa V. Mis uñas

Es la hora quieta de la siesta. Noa duerme boca arriba en su cuna. Sus pequeños ronquidos son el único sonido en la casa. Recuerdo las siestas de los veranos de mi infancia, cuando nos mandaban a la cama después de comer. Recuerdo la lucha por no dormirme y los susurros de los mayores tras la puerta. Intentaba entender, casi siempre en vano, las palabras que no debía escuchar. Ahora soy madre y los mayores de entonces se están haciendo viejos a pesar de cuánto me cuesta imaginarme sus arrugas y sus enfermedades. Ahora soy yo la que mando a la cama a Noa. Pero estoy sola y no hay voces detrás de su puerta blanca.
Se me hace tan rara mi quietud. Salgo al patio y escucho el ruido de una obra en algún edificio cercano. No es lo suficientemente frecuente como para resultar insoportable. Me reclino en una silla de madera de teka de Ikea y miro el modo en que cuelgan mis manos. Parecen dos animales desmayados. Me fijo en mis uñas. Me han crecido, llevo semanas sin mordérmelas y no me había dado cuenta hasta hoy. Hacía años que no veía la línea blanca de mis uñas. Son las manos de otra persona, de una mujer adulta, serena, sin pellejos mordisqueados por la ansiedad. No las reconozco, pienso que su buen aspecto no durará mucho, que es un espejismo provocado por la química y por la calma de estos mediodías en silencio. 
Hace casi una semana que veo a dos pájaros en mi patio. Parecen una madre y su polluelo. Ella va y viene con insectos en el pico mientras la cría la espera en la buganvilla de mi vecina, que es enorme y tiene un rama con flores en mi patio. No veo nido. El animal está siempre en el mismo sitio, sin moverse, aguardando la comida. Los primeros días la hembra me veía y se ponía alerta. Intentaba que dejara de mirar el arbusto, que la viera a ella, que me olvidara de su cría. Revoloteaba, levantaba la cola, piaba una y otra vez, se alejaba y se posaba en alguna antena del edificio de enfrente. Todo para procurar que, si iba a haber mal, le afectara a ella. Es sólo un pájaro, tal vez un estornino, pero me ha hecho pensar que no hay tanta diferencia entre nosotras. Dos hembras criando. Dos madres que se pondrían en peligro por el ser al que han dado la vida. Hoy me ha visto salir al patio y ya no se ha alarmado. Ayer Noa descubrió a los pájaros, se quedó asombrada, les mandó besos antes de irse a dormir. Quizás la hembra también se ha dado cuenta de nuestras similitudes. En cualquier caso, ya no la asusto y permite al polluelo que salte de una rama a otra, que extienda sus alas. Sé que están a punto de marcharse y presiento que les echaré de menos. Les deseo suerte. Que vivan todo el verano, que el invierno les sea clemente. 
Prefiero estar en mi patio que salir a la calle. Y no sólo por el calor sofocante de julio. Cuando salgo huelo a podrido. Los contenedores de basuras apestan, los orines de los perros y del mendigo del cajero automático desprenden un hedor insoportable, de las alcantarillas sube un olor a cloaca terrible. Todo huele mal. Me persigue el tufo de los gatos callejeros que se morían bajo los coches en la calle en la que vivía de niña. Estábamos casi en la montaña y había muchos. Y se morían y sus cuerpos en descomposición desprendían un olor que no he podido olvidar. Estos días lo noto fuera de casa. Es como si se hubieran muerto todos los gatos del barrio, pero en estas calles de ahora no hay apenas. He preguntado a otras personas y no perciben este mal olor. Mi pituitaria debe estar alterada, le preguntaré al médico de manos delicadas si esta alucinación se puede deber a las pastillas. Tal vez mi nariz ha averiguado algo que necesito saber y está enviando un mensaje a mi cerebro despistado.     
Mientras descifro estas señales, prefiero la tranquilidad de mi patio. Reclinarme en la silla y golpear estas uñas nuevas de mujer adulta sobre el reposabrazos hasta que se despierte Noa de su siesta y se acabe el silencio.