lunes, 31 de agosto de 2015

Dejen salir


El taxista


En el taxi que acabo de coger he estornudado varias veces. Le he pedido al conductor que apagara el aire acondicionado porque me pone mucho peor. Después de hacerlo, ha empezado a hablar con un acento que no lograba identificar. Me ha comentado que hoy hay vacunas para todo y ha sacado de la cartera su cartilla de vacunación, que efectivamente parecía llevar al día. Hepatitis, sarampión, varicela (ésta es una reliquia), y otras tantas. La caligrafía del médico o enfermera que había anotado las dosis era bonita. Después de guardarla me ha explicado que antes no había tantas alergias, que, allá en su tierra, hasta los perros vivían muchos años. Ha recordado a un can mil leches que vivió cerca de veinte y al que su abuelo alimentaba con pan mojado porque no tenía dientes. Ese recuerdo le ha llevado al de su abuelo, que tampoco tenía dientes cuando murió a los noventa y nueve años ahogado en un río. Me ha dicho que creía que si no se hubiera caído borracho al agua aún seguiría vivo. Y ha vuelto a referirse a su tierra, en la que los abuelos sin dientes lo arreglaban todo con tocino de la matanza y gárgaras de aguardiente. Le he preguntado cuál era esa tierra. Checoslovaquia, ha contestado. He entendido el carácter casi mítico de su relato. Su pasado es de un lugar que ya no existe.
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6.40 h de la mañana. Un taxi viene a recogerme después de llamar a una emisora. El taxista es tan, o tan poco, joven como yo y me mira al salir de casa. Se queda de pie, quieto, un segundo más de la cuenta y esa ausencia de saludo y movimiento me lleva a mirarle de nuevo para fijarme mejor en su cara. Me suena. Debo de sonarle. Me da conversación y me llama por mi nombre cada vez que empieza una frase. Me molesta que los desconocidos pronuncien todas las sílabas de mi nombre pretendiendo cercanía. Comenta que tiene sueño, que se acuesta más tarde de lo que debiera, pero el verano, ya se sabe. Sigo intentando reconocerle y al final caigo: hace un par de semanas me lo crucé por la calle y lo confundí con el hermano de un amigo, le miré fijamente con el saludo a punto en la base de la mandíbula hasta que me di cuenta de mi error y refrené el gesto. Debió de creer que me había deslumbrado y que quería conocerle, hizo incluso amago de acercarse, pero fingí hablar por teléfono y pasé de largo. Esta mañana ha tenido que pensar que el destino nos daba una segunda oportunidad.
Siluetas en la ventana
Esta noche, cuando volvía a casa de ser otra he pasado por delante del piso en el que he vivido durante años hasta hace apenas cuatro meses. La luz estaba encendida y la ventana de vidrios emplomados de colores se veía iluminada desde la calle. Me encantaba esa ventana pasada de moda y el arco iris de tonos fríos que reflejaba en la pared, sobre el sofá, cuando daba el sol. Dos siluetas han pasado por delante de la ventana y he visto sus cuerpos en sombra. No me ha dado tiempo de mucho, sólo de ver que se trataba de un hombre y una mujer. He imaginado que mi silueta se habrá hecho visible mil veces antes y he sentido nostalgia por la que había sido nuestra casa. Recordé hábitos perdidos, como mirarme en el espejo enorme de la portería antes de salir, o revisar el contenido del buzón mientras pensaba que tenía que cambiar de una vez la etiqueta con nuestros nombres casi borrados por el uso. Recordé el primer día que entramos por la puerta siendo tres o la mañana que gastamos pegando unos pequeños corazones rojos en una pared de la habitación de Noa.
Me pregunté si nuestros cuerpos habían dejado su huella en esa casa tal como ella se nos había pegado a la memoria. Quizás restos de mis gritos de enfado, de alegría o de placer se habían quedado imprimidos en las paredes, quizás los ecos de los primeros pasos de Noa se podían escuchar en el pasillo si pegabas la oreja al suelo o, tal vez, los fantasmas de mis plantas muertas vagaban resecos por el larguísimo balcón asustando a los geranios rojos que la nueva inquilina había colgado de la baranda. Rastros olvidados que continuaban la vida de la que nos desviamos yéndonos de allí.
Pensando en estas cosas he llegado a mi nueva casa. Abrí la puerta y salió a recibirme mi gato cobarde; me pareció que una sombra huía de la luz del recibidor.


Errol Flynn
El camarero de la cafetería de hotel en el que me encuentro me da miedo. Es alto, delgado y luce un bigotito a lo Errol Flynn por debajo de unas enormes gafas de pasta. Pero no es el pelo facial del tipo lo que me asusta, sino su amabilidad. Su extrema, artificiosa y sospechosa amabilidad. Nunca nadie tan solícito me había dado tanto miedo. Sé- no sé cómo, pero lo sé- que sus maneras pretenden disimular algo de su carácter; veo violencia en sus ojos. El camarero intenta sepultar bajo quilos de cortesía su oscuridad, igual que ha hecho con el ticket de caja, que he tenido que rescatar de debajo de una montaña de dulces caramelos promocionales para poder ver el importe.
Intercambiador
Hoy me he cruzado en el metro con un fantasma del pasado. No me ha visto y he podido mirarle sin ser vista durante un par de minutos. Me han asaltado sensaciones resucitadas, emociones zombis, recuerdos vampiros. Y me he echado de menos. No al fantasma que se ha desvanecido mientras se alejaba, sino a aquel yo antiguo, y tan joven que sólo veía promesas dónde hoy hay decepciones, certezas y algún que otro agujero tapado con arena.
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A veces un sueño desentierra personajes del pasado que a fuerza de alejarse en el tiempo y el espacio habían llegado a ser fantasmas sin rostro, o como mucho con la cara que decidieron ponerse en la foto de perfil de facebook. Y ese zombi tiene una edad irreal, lleva esos mismos tejanos gastados que se ponía cuando iba al instituto, y su expresión es de muñeco de cera. Porque por mucho que lo soñemos ya no lo conocemos y la mente se atreve a mucho, pero no a aportar gestualidad a una cara rescatada de un rincón de la memoria. Y en el sueño se nos acerca, nos habla, aunque no escuchemos la voz, nos toca incluso, y peor aún, nos hacer pensar. Salimos del sueño como de un vagón de metro a tope (tenemos reciente la huelga de transporte público), respiramos hondo y nos sacudimos la sensación de pesadilla. Pero, ¿por qué pesadilla? Tal vez porque ese zombi nos hace pensar en caminos no escogidos, en guiones diferentes, en líneas paralelas que ni la perspectiva juntará. Un presente fantasma.
Despertar
Hay días en que despierto con la necesidad de sentir una mano en mi hombro, un tacto calmante y acariciador, una presión que me mantenga pegada a algo sólido, una presencia que me haga sentir acompañada. Hay mañanas en las que me incorporo en la cama y me pregunto si con una mano basta.
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Jueves helado. Esta mañana he reagrupado todos los granitos de arena que crujían bajo mis pies cuando he salido de la cama y los he amontonado, apretado, humedecido hasta darles forma humana. Me he mirado en el espejo y he comprobado que todo había quedado en su sitio. Un poco de crema facial para disimular las grietas y a la calle. Es que ayer me desmoroné.
La libélula
Un zumbido fuerte seguido de un golpe seco nos sorprendió. El ruido interrumpió un típica cena de verano en muchas casas: en la terraza con su mesa y sillas de plástico, su toldo que esa noche no se movía a pesar de la cercanía al mar, su plafón de pared encendido, una ensalada de tomate y un señor con bigote dormitando en el salón frente al televisor. El ruido lo hizo una libélula que se coló en la casa atraída por la luz. Intenté devolverla a la calle con un cojín, pero la libélula se elevaba y se golpeaba con la lámpara una y otra vez. El señor del bigote se despertó,se levantó y se fue a la cocina. Reapareció con una escoba, con la que mató de un solo golpe a la libélula. "Ya está", dijo antes de sentarse de nuevo en el sillón. Supuse que no tenía ni idea de lo que simboliza ese insecto en algunas culturas.

IPasión 
Veo a un hombre que espera en la entrada a un centro comercial solitario y aburrido, y a una mujer que llega a su encuentro. El hombre se gira, la ve y sonríe de una manera que me hace pensar en una relación amorosa nueva; aunque por edad y lugar de la cita también podría tratarse de una pasión de esas que se mantienen jóvenes en el formol de la clandestinidad superficial. Ella le devuelve una sonrisa sinónima y cuando esperaba ser testigo de su beso, los dos bajan la mirada, suben las manos y se ponen a tocar con pasión sus Iphones. ¿Será el suyo un amor 2.0?
Es lejos de aquí
Esta semana mientras repasaba los titulares de un diario junto a otra persona me llamó la atención un mapamundi con varios países en sombra, casi todos en África. El titular se refería a la alarma creciente por el aumento de los casos de polio en el mundo. Lo leí en voz alta porque me pareció grave. La otra persona sólo hizo un comentario después de mirar brevemente el mapa: "es lejos de aquí". Me dolió esa frase y pensé que en realidad todo lo que no sucede dentro de uno mismo, está lejos de ese aquí que mencionó. Lo que le pasa al otro le pasa muy lejos, en un territorio desconocido. De repente recordé a una niña rubia de mi antiguo colegio de EGB, que ya ni siquiera existe. Recordé su precioso pelo, que me parecía un animal con vida propia. Recordé que era muy delgada, que siempre llevaba el pichi un poco demasiado corto y le dejaba las rodillas al aire, cosa que no gustaba mucho a Sor María, la directora. Recordé sus rodillas nudosas, los zapatones negros y los hierros y correajes que ceñían su pierna izquierda, pequeña, débil, casi sin movimiento. Me dio rabia no poder recuperar su nombre, en mi memoria era la niña con polio. El tiempo pasado también está lejos de aquí, ¿no? Quizás no tanto.
La pelirroja
La chica que se sienta delante de mí en el autobús no tiene sólo una melena rojiza increíblemente larga y abundante, tiene un animal salvaje, libre y enfurecido, que se mueve vivo, trepa por la ventana y roza el hombro del chico intimidado que comparte con ella el banco. También cuelga cerca de mí, avergonzando a mi pelito liso y lacio. Me lo recojo en una cola. La leona ha amilanado a la gatita.
Señoras que viajan
En el bus viaja una señora de unos setenta años y más de cien quilos. Habla a voces con otra abuela poca cosa a la que no conoce. No para de quejarse de la dieta de sólo verdura que le manda el médico. No entiende por qué a otras personas le permiten comer carne a la plancha. Confiesa que con el calor se está hinchando a horchatas y helados, que se ha comido antes un fuet entero y que le encanta picar, no para de picar. Además, informa al resto de viajeros de que tiene una artrosis terrible y de que va a dos casas a limpiar. De paso le pregunta a la abuela enjuta si conoce alguna casa a la que ir, porque necesita trabajar más. Sigue chillando, y después de recordarnos los poderes diuréticos del melón fresquito, nos cuenta que su madre era portera, como su abuela, y que ahora vive sola, desde que murió su madre viuda, a la que cuidaba bien, porque descuidar a un anciano no es de buen cristiano.
Antes de bajarse nos regala una última confesión, dice que no sabe cómo dejar de jalar, que tiene unas enormes ganas de comer que no puede reprimir, pero el médico no la ayuda, no le quiere recetar pastillas para la ansiedad.

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Hacía muchos días que no cogía un autobús. Esta mañana me ha tocado ir en contra de la marcha, muy simbólico mi asiento. A mi lado, una mujer relee una conversación de WhatsApp con un tal Miguel. La mujer debe de padecer vista cansada, el cuerpo de letra es tan grande que puedo leer sus palabras sin esfuerzo, y lo hago aunque esté feo. Decididamente el bus, con tanta gente apretada, es como un nido de historias, una lata en la que se tocan espaldas, muslos y secretos. El tal Miguel le hace la rosca con esa dulzura arrastrada a la que obliga la culpa. Ella le dice que no quiere otro hombre que la engañe, que ya tuvo bastante con su exmarido, que le ponía los cuernos y la maltrataba. En esta línea pienso que me he adentrado demasiado en la intimidad de esta mujer y aparto la vista de la pantalla de su móvil. Pero la curiosidad me vence y vuelvo a mirar. Miguel sigue con sus 'yo no soy así, confía en mí, mi vida'. Mi vida. Con qué ligereza se usan las palabras. A veces podemos herir el aire con ellas como hacen los niños pequeños cuando cogen un cuchillo de la mesa. Al final ella capitula con un 'buenas noches, cariño. Un beso'. De Miguel se va a una tal Carol. Ésta le cuenta que se ha quitado las tres Visas que tenía porque la estaban devorando.
Bus, vida, poesía.

En tránsito
En el bus estoy siendo testigo de una escena de inocencia encantadora. Sólo he encontrado sitio en el grupo de cuatro asientos. Estoy rodeada por preadolescentes. A mi lado hay un crío, delante tengo a dos chicas. Una se llama Melania, habla sin parar, está organizando una tarde de amigos en su casa y quiere que la chica que tengo justo enfrente también vaya, pero por lo que parece a su madre no le hace ni pizca de gracia que pase la tarde en casa ajena. Melania le insiste, le dice que tiene que convencer a su madre, que van a ir el Marc y la Raquel, mientras su amiga la mira con sus empequeñecidos ojos tristes de miope desde detrás de unas gafas enormes y sonríe sin ganas, mostrando una ortodoncia gigante . A la pobre lo que más le destaca del rostro son sus prótesis. Melania convierte a su abuela, que a estas horas debe de estar tomándose un café con leche, en una coartada irreal, y sigue aportando ideas hasta que su amiga fea y obediente le pide que espere un momento. La cría rebusca en su mochila hasta encontrar su móvil. 'A ver, dime, que luego se me olvida todo'. Melania empieza a dictarle letra por letra las mentiras que se inventa y la otra va tecleando. Sonrío. Yo soy igual, nunca he tenido la picardía necesaria para desobedecer sin rebelarme. Así me fue, nunca fui a casa de amigos al salir de clase.
Y a mí también se me olvida todo.

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Desde el bus he visto hoy muchas manos que despedían, autocares parados, con los maleteros abiertos esperando mochilas y sacos de dormir. Uno de ellos estaba lleno de bicicletas, como cualquier calle húmeda de Amsterdam, desordenadas, tiradas unas sobre otras. He pensado que yo nunca tuve una bicicleta. Ni nada que tuviera ruedas y pudiera llevarme rápido y lejos. Todo lo lejos que podía llevarte una BH rosa con cintas de colores en el manillar. No me la trajeron los Reyes, ni Papa Noel, que en los ochenta era casi tan exótico como celebrar el año nuevo chino. Todavía se escupía en las palmas de las manos para hacer sonar las zambombas de barro y los primos cantábamos historias sobre la virgen y el niño pobre al que le regalaban oro, incienso y mirra. Tampoco le trajeron nunca una bici al pobre niño. A lo mejor se rebeló con ideas y palabras porque no tenía bici. A mí me pasó, mi madre consiguió que no me raspara las rodillas, pero no pudo evitar que mi lengua raspara como la de los gatos.
Me sigue raspando a veces y no me sirve ni para lamerme mis propias heridas. 
Si hubiera tenido una bici quizás al menos sabría mantener el equilibrio.
Dicen que una vez que se aprende nunca se olvida.

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Llevo una mañana de esas que parecen un día entero, con sus tinieblas incluidas. Llamadas que no llegan, prisas, una niña enfadada que me ha convertido en un mamífero iracundo. Llanto. Y culpa por no haber sabido gestionar el conflicto como una madre de algodón de azúcar, rosa y esponjosa. Culpa que se extiende hacia delante, que corre deprisa, deformándose, tomando apariencia de duda corrosiva que me mira desde el final del camino. ¿Seré capaz de hacerlo bien, o regular? ¿Podré evitar hacerlo mal? También ha tenido su papel pertubador una gaviota que ha aterrizado a mis pies con una paloma moribunda y rendida en el pico. Luego, en el bus, un chico down pronunciaba una y otra vez, como un mantra, la frase 'a mí lo que me gusta es fastidiar, a mí lo que me gusta es fastidiar, a mí lo que me gusta es fastidiar'. Todo el rato, hasta que se ha bajado. Me he mirado durante varios segundos los pies. Menos mal que llevo unos botines inadecuados para el día que hace, tengo la sensación de que se me ha pegado a la suela la sangre viscosa que ha derramado la paloma en la acera; al menos evitaré mancharme la piel.
¿Delirio?
Y siempre fascinándome por lo raro, por lo inadecuado, por lo mostruoso; yo, tan normalita, tan poco atrevida, tan convencional. Pasiones inoportunas, desequilibrantes, incomprensibles para los que no ven más allá de los nombres de las cosas. Si al menos no hubiéramos sido nosotros los que las hubiéramos bautizado a conveniencia. Y, sin embargo, no encuentro la palabra adecuada para esto que siento. ¿Delirio, tal vez?
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Hoy, ahora, siento que la calma química me convierte en una carpa naranja flotando en una vaso de whisky de los gruesos, pesados y tallados. Desde el vaso elegante veo otro montón de carpas naranjas, blancas, rojas y blancas, boqueando ansiosamente, resecándose al sol. No me ven, van deprisa, soñando con estanques umbríos sobre los que flotan nenúfares fucsias. Y yo, desde mi calma lenta, veo fluir ese río de peces con las agallas abiertas mientras me ahogo en mi vaso medio vacío de agua del grifo con olor a cloro.
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Iba a escribir sobre estados de calma inducida químicamente, pero me ha distraído un grupo de varios trabajadores de Tecnocasa, todos hombres (parece que eso de enseñar pisos vacíos es cosa del género masculino), con sus corbatas de un verde imposible de combinar con elegancia, trajes más o menos feos y zapatos bicolor dignos de dandys del XIX. Zapatos comprados con la comisión del primer trato cerrado, zapatos caros que no deberían perder su brillo por el polvo de las aceras del barrio que acostumbran a pisar. Zapatos fuera de lugar y de cuerpo. Menos mal de las corbatas verdes que les ciñen los cuellos ambiciosos de realidad.
Dualidad
Estoy cansada de sentir cómo mis dos yoes se pelean constantemente. Uno es soñador, excéntrico y aventurero, y desea con fuerza volar, sin importarle que no tiene alas y que con el brazo que le tocó en el reparto como mucho podría remar un rato contracorriente antes de caer exhausto. El otro es normal y cobarde, más cobarde que normal, y disfraza de aceptación cada renuncia y de logro cada paso que da la vida por él. Con el brazo que le tocó en suerte sólo sabe frotarse los ojos por la mañana para quitarse las legañas. Qué pena que en el reparto mi yo que anhela ser cometa de colores ganara sólo el corazón; está prisionero en la jaula de huesos que a mi yo aburrido le encanta contemplar para pasar las horas.
La niña salvaje
Hoy me siento un poco así. Un poco niña salvaje y desafiante. Quisiera salir a la calle despeinada, libre y descalza. Quisera poder mirar con esos ojos a cualquiera y sentirme orgullosa del desorden de mis dientes.
Equilibrio
Aquí estamos, de nuevo a punto de salir a la pista. Ya he sacado mi sonrisa de una caja redonda de cartón, forrada con ilustraciones de mujeres exóticas con gesto alegre. Le falta entrenamiento, como a mis piernas, y brillo, como al maillot al que le he de recoser varias lentejuelas perdidas por el roce de la cuerda que me permite volar a la vez que me ata y aprieta. Pero estoy lista. Eso me digo delante del espejo mientras me dibujo una línea negra sobre los párpados que alargo un poco más de la cuenta. Me asomo al escenario antes de mi turno e intuyo todos esos ojos expectantes, necesitados de asombro, maravilla y valor loco. ¿Qué hago aquí, del otro lado, yo que ya no soy ni tan joven, ni tan fuerte, ni tan valiente? Si supiera de otro lugar con los techos más bajos, si hubiera un brazo que me pesara sobre los hombros y me mantuviera a su lado en una de esas sillas que hay ahí fuera. Pero no. Me vuelvo a mirar al espejo y me pinto los labios de un rojo sangre. Sonrío y mis dientes se ven blanquísimos por el contraste, relucen en la penumbra. Ya estoy lista, esa luz hará que el público se fije menos en los moratones de mis muslos, que no aprecie la marca de las ligaduras en las piernas. ¡Tachán!

viernes, 21 de agosto de 2015

Diario de una ansiosa IX. Viaje de huida y vuelta

Kilómetros, camiones, matorrales chamuscados en los laterales, asfalto irregular y el aire incendiado que me quema por dentro. El paisaje pasa, se quedan atrás campos, casas abandonadas en medio de ninguna parte, viñas, olivos, algún espantapájaros sin cerebro para pensar y el túnel de huida que he excavado con mis dedos bajo un azulejo suelto del baño. Me he traído restos de esa esperanza mugrienta bajo las uñas y una bolsa llena de muñecos de Noa.
He dejado fuera de este paréntesis casi todo lo que me impulsa a aguantar la respiración con los labios apretados hasta contar cien cuando el aire se me espesa. Casi todo. Parte. El resto viaja en la maleta, incómodo por tener que plegarse y ceder su espacio a un bikini de rayas y a unos cuantos trapos arrugados. Poca tela, de colores alegres, de verano, estampadas con flores o rayas o palmeras. Dentro de este paréntesis blanco y azul no necesito más. Todo es leve, todo flota, como mi cuerpo tumbado en el agua. El tiempo en verano se acolcha y parece que en un día caben muchas más cosas que ocupar una silla y una línea telefónica. O mejores. 
Y Noa avanza deprisa. Crece. Da igual lo que yo haga, bueno o malo. Ojalá logre enseñarle sólo una cosa: tú, pequeña, debes ser enorme, no ahora, poco a poco, algún día. Y amedrentar con el tamaño de tu jaula de huesos a los caníbales que quieran devorarte. Incluso al más temible: tu propio miedo. 
Yo aún no lo he logrado, y no creo que lo consiga ya. Sólo me queda disimular los mordiscos que me ha dado. Y mentirle a Noa, fingir que soy más valiente que un súper héroe sin súper poderes, como Batman, callarle que aún no he acabado mi túnel, que no tengo una cueva en la que esconderme ni millones de euros con los que pagarme un revestimiento de látex y valor. Pero, ¿y si mi corazón sin miedo fuera un pozo?
Me asusta el monstruo que intuyo y me paralizo. Sin miedo podría usar mi lengua como un puño, mi vagina como una boca, mis brazos como cuerdas o látigos. Podría huir o quedarme sola o soñar que vuelo como aquel súper héroe de risa que salía en una serie de cuando era niña. 
No recuerdo la última vez que soñé que era capaz de volar, ni siquiera sueño ya con humedades u otros infiernos deliciosos. Habré dejado de creer en esas posibilidades. La realidad se tumba en mi almohada. Y eso sí que que no. De noche quiero poder hablar con los peces, nadar con una cola de sirena, o notar como me crecen alas en los omoplatos. No quiero que el miedo de ojos amarillos me susurre mientras duermo que no debo lanzarme por el balcón porque el cemento es muy duro y está demasiado lejos. Y qué más da. El cielo está igual de lejos. La misma distancia me separa de la piedra que del aire, y yo quiero respirar. Saltaré dormida y volaré. No permitiré que el miedo se me meta entre los párpados por la noche, ya tengo suficiente con notarlo como una enredadera, trepando por mi columna, cosquilleándome en el fuego enredado en espiral que tengo en la nuca durante el día. Cada día.

Los días de olas y viento han acabado. De nuevo, el asfalto, las estaciones de servicio de menús mediocres y lavabos inmundos cansados de ver culos. Los mismos kilómetros a la vuelta; sin embargo, durante el trayecto se me secan más los ojos y la boca que a la huida. Ya no me espera el paisaje de un océano, ni ese paréntesis vacío de relojes, ni la promesa de olvido y sol, ni la posibilidad de una isla. Regreso a mi mundo de setenta y pico metros cuadrados más patio en el que me espera mi miedo, aburrido y con olor a cerrado. Habrá crecido estos días, como Noa, y se paseará encorvado por el pasillo, impaciente, ansioso por abrazarme y decirme al oído que se nos está quedando pequeño este mundo que habitamos. 

miércoles, 5 de agosto de 2015

Diario de una ansiosa VIII. Naturaleza de serpiente

Otra vez me pica la piel que me contiene. Salgo del agua, pero está seca, parece tierra cuarteada. Está cediendo a la presión que ejerce desde dentro ese yo aún imposible. Me aclaro en la ducha para librarme de la sal, pero la comezón sigue irritándome.
Naturaleza de serpiente reprimida, noto el gusto de mi veneno amargándome por dentro.
Entre las grietas y los pellejos levantados se despierta una desconocida. Fuera, la zombi que quiero dejar de ser se resiste a mordiscos desesperados. Está muerta y empieza a darse cuenta.

Me paro en las sombras en las que descansan los abuelos y observo a las mujeres. Veo cómo evitan que viejos y niños se caigan a las pozas de los árboles o crucen en rojo, cómo sacan de sus mangas pañuelos limpios y cómo doblan en cuadrados iguales los papeles en los que anotan la lista de la compra, o los deseos por cumplir, para no olvidarse del suavizante ni de pedir que les muerdan de vez en cuando la nuca.
¿Cómo lo logran? ¿Cómo consiguen las mujeres ser perfectas?
Yo no sé serlo. Cuando estoy rodeada de seres ideales me avergüenzan mis pañuelos de papel llenos de mocos resecos, mis uñas de nuevo mordisqueadas, la raya que parte en dos mitades irregulares el pelo de Noa, y todas las arrugas de mi ropa y mi cuerpo.

Al acabar de ducharme, me froto con la toalla y luego me extiendo crema hidratante con movimientos circulares de mis manos. Acerco la nariz a mi antebrazo derecho. Huele bien aunque no sé decir a qué. En el bote pone que la crema está elaborada con almendras dulces. Deben de oler así las almendras dulces. De niña me gustaba masticar las almendras que aún no habían madurado del todo y tenían la carne tierna y amarga. Lo dulce me empalaga, me cansa.
Sin embargo, a pesar de embadurnarme sigo notando la piel tirante, como si se me hubiera quedado pequeña.

Soy de mar y arena. He visto muchas mujeres hechas de sombra, tierra, romero, cortezas y caminos, pero cada verano me doy cuenta de que lo mío no son los árboles, ni las raíces, ni los senderos con piedras pintadas con señales para no perderse. Lo mío es el sol, la sal, las dunas idénticas, las idas y venidas y las estrellas del color de la sandía. Me cae la luz a plomo sobre el pelo y mi sombra aguarda bajo la arena a que pasen las horas, los días, las semanas y llegue el otoño para mostrarme mis dudas negras silueteadas en la acera. Mientras dura el sol soy una mujer sin sombra, una mujer a la que le arden las plantas de los pies y el vientre solo. Una mujer de fuego que apaga sus incendios en las olas y mira el horizonte y piensa que es una lástima que sólo exista en el cristalino.

¿Lograré desprenderme de esta piel que me aprisiona antes de que llegue el frío? Aún me queda tiempo, pero ya temo el anhelo de las huellas húmedas en la orilla, del viento y los relámpagos y del infinito de las caracolas.