miércoles, 20 de enero de 2016

Diario de una ansiosa XXI. Dejarse llevar

Estos días de viento en Barcelona me he dado cuenta de que no opongo mucha resistencia. Ayer, por la calle, intentaba ver por entre los mechones de pelo enredado que me cruzaban la cara mientras el fuerte aire que soplaba a mi espalda me desplazaba unos centímetros. Una vez, otra y otra más antes de llegar a la cafetería en la que el hombre sin sonrisa me preguntó una vez más cómo quiero la leche del cortado. Es una pregunta marca, detalle de atención a sus clientes de una franquicia que procura evitar esos cortados con leche natural no deseada, tan frustrantes en una mañana fría. Cada día respondo algo distinto, para fastidiar un poco al señor. No suelo ser así, pero el invierno me congela por dentro y, además de provocarme el agarrotamiento de los músculos de la espalda, me vuelve proclive a la crueldad. Y me molesta que el señor no me haya sonreído ni una sola vez de las muchas que llevo dándole los buenos días, tratándole de usted y despidiéndome en voz más alta de lo normal para evitar que se piense que me he ido a la francesa. Así que me vengo de su mala educación mareándole con la proporción. Es una venganza íntima, pequeña, que atraviesa apenas la línea del pensamiento. Los lunes le pido sólo leche muy caliente, que me queme (me encanta quemarme, pero este punto merece un desglose aparte); los martes le digo que tengo prisa y que me la ponga natural y me lo bebo de un trago, haciendo muecas, porque en realidad odio el café templado y el resto de días improviso: hoy la he pedido más caliente que natural; ayer, mitad y mitad; mañana... Mañana le diré que me eche sólo caliente pero le obligaré a interrumpir el chorro humeante para pedirle unas gotitas de leche fría justo en el momento en el que relaje el bíceps izquierdo y baje la jarra hacia el tablero de la barra. Siempre coge la jarra de aluminio de la leche fría con la mano izquierda, supongo que en verano será al revés. Me imagino que será diestro y que a las ocho de la mañana de estos días ventosos y fríos poca gente querrá el cortado helado.
Hoy, de nuevo, soplaba un aire que ponía a danzar las hojas con los restos de envoltorios, hojas de periódicos y demás basura ligera y me he dejado llevar hasta la cafetería. Un golpe de viento, dos, tres y ya estaba sentada en la barra pensando que también la camarera es seca. Nunca me atiende ella, aunque esté frente a mí sin hacer nada. Deben de repartirse los clientes porque, eso sí, el señor se acuerda siempre de lo que tomo. Ella sí sonríe, no a mí, pero a algunas clientas sí. Hoy bromeaba con una mujer con los labios muy pintados y los pies metidos en unas botas de plástico de color verde militar enormes. Cruzando la calle está el mercado y muchos de los trabajadores de las paradas compran en esta cafetería la dosis de cafeína necesaria para empezar con la jornada de preguntas tipo: ¿Cuánto quieres, reina?; tengo las merluzas muy frescas, guapa, ¿no quieres una, que no hacen el quilo y te pongo la cabeza para el caldo? La mujer debía de ser pescadera, las escamas tornasoladas pegadas en la caña de las botas me ayudaron en la deducción.
Cada día me pregunto por qué voy ahí si me da tanta rabia la poca amabilidad de los camareros. El café es bueno, los cruasanes huelen como tienen que oler a esas horas de la mañana, pero no sé si son motivos suficientes. Creo que me acodo en esa barra porque me dejo llevar. No me rebelo. Es como con el viento, me desplaza de la línea imaginaria que pretendo seguir y no me resisto, acepto el movimiento, calculo una nueva línea recta y sigo hacia delante, aunque ya no esté siguiendo exactamente el mismo camino.
Y así me van pasando los días, desviándome a pequeños empujones de la ruta que tracé en su día.

martes, 12 de enero de 2016

La llamada

—Perdona.

Laura me dejó con la palabra en la boca y se apartó lo bastante para que no pudiera escuchar su conversación. Sacó su móvil del bolso y marcó un número justo antes de alejarse de mí y del resto de asistentes a la velada literaria. Buscó refugio entre la mesa sobre la que habían colocado una plancha enorme en la que se habían calentado los pinchos de langostinos y el carro de la fideuá de la cena. No era la primera vez que lo hacía. Su descortesía dio pie a la mía y me perdí entre los asistentes. Hubiera podido quedarme apoyado en la pata de la carpa que habían habilitado para el cóctel en el jardín de aquel palacete que se alquilaba por horas y que iba perdiendo la policromía de su tejado abovedado según pasaban los años, pero no lo hice. 
La primera vez que nos invitaron a la fiesta del premio todo brillaba: la cerámica con la que estaba recubierta la cúpula, las uñas recién pintadas de las escritoras rebeldes, la corbata tornasolada de aquel gerente gordo que se jubiló al poco tiempo de que me contratasen el libro y las sonrisas de mis editoras que todavía no se creían que aquella historia de amor adolescente hubiera vendido como lo hizo. Era mi primera novela y el brillo de su éxito me deslumbró durante bastante tiempo.
Me acerqué a la barra de bebidas para darme unos minutos y situarme. 
A pesar de que me apetecía una cerveza, pedí una copa de vino. Casi todo el mundo sostenía copas de vino tinto o de blanco afrutado y preferí mimetizarme con el entorno. Miré a mi alrededor: Laura seguía hablando por teléfono al fondo y, a unos pasos de ella, un editor pasó su mano por la espalda de una chica del departamento de marketing que llevaba poco en la empresa. No fue una caricia, más bien pretendía que la chica se moviera hacia delante, pero la presión de sus dedos a la altura de la cintura del vestido corte años cincuenta que le marcaba el talle duró unos segundos más de la cuenta. Ella le miró abriendo ligeramente los ojos y golpeó un par de veces con la punta de una uña el primer botón de la camisa que cumplía con su función. El editor pegó la barbilla al pecho y se abotonó uno más. No pronunciaron ni una palabra, pero sus manos mantuvieron un diálogo muy elocuente.
Descubrí a Clara cerca del escenario sobre el que se había leído el fallo del jurado. Charlaba con la jefa de prensa de otra editorial, una chica con espíritu de rubia de Hitchcock a la que las raíces de su pelo empezaban a traicionar. Se la veía más relajada que al principio de la ceremonia. Todo había salido bien; ya podía respirar tranquila y tomarse una copa. Recordé lo nerviosa que se ponía en los momentos previos a cualquier acto público que le tocara organizar, como aquella tarde en la que no asistieron más de veinte personas a la presentación de mi tercera novela. Por aquel entonces había recibido varias críticas negativas que me habían ayudado a bajar la inflamación de mi ego y, aunque me sentía un poco frágil, no me importó. Se lo dije cuando empezó a hablarme del fútbol, de la lluvia, de la presentación de un autor americano de visita por Barcelona. Me acompañó a mi hotel, en la entrada le comenté que se presionaba demasiado y me permitió abrazarla por primera vez. 
Hacía tiempo que no hablábamos con la confianza que una vez tuvimos. ¿Nueve meses? Si Laura estaba cerca me veía obligado a fingir que no la veía, la incomodidad que le provocaba su presencia me llevaba a situarme de manera que el cuerpo de Clara quedara alineado con el punto ciego de mis ojos. Entonces la imaginaba mirarme, la veía en mi cabeza entreabrir los labios, sonreírme de aquella manera. Disimulaba cada vez mejor, pero sabía que Laura no soportaba estar cerca de la mujer que me volvió loco una vez y, por evitarle la tristeza que la envolvía siempre que retornaba al recuerdo de Clara, yo rabiaba de ganas de saludarla y sentir la curva de sus pechos al abrazarla.
Busqué de nuevo a Laura. Seguía hablando. Le vi esa expresión en los ojos y adiviné que le estaba hablando a Ese Hombre. Cuando lo hacía se le vaciaba la mirada como cuando observaba el mar y una paz melancólica hacía que la mantuviera fija en algún punto que no importaba demasiado porque en realidad se estaba viendo por dentro. No había querido decirme su nombre por mucho que le insistí, así que le había bautizado con ese apelativo que me servía para poder pronunciarlo con desprecio cuando me refería a su misteriosa relación. Di un trago largo al vino tinto y noté cómo me quemaba ligeramente la garganta y la rapidez con la que me calentaba el estómago, casi tan rápido como la ira. Abandoné la copa en una mesa alta de cóctel y fui directo hacia Clara. Le di dos besos que interrumpieron la conversación que mantenía. No pareció importarle. Saludé a su colega, que aprovechó mi presencia para darnos la espalda y salvar a un autor revelación que se aferraba a su vaso para no ahogarse entre tanto desconocido.  

- Ha salido todo estupendamente, Clara. Felicidades. 
- Gracias.
- ¿Cómo estás? Hacía tiempo que no hablábamos.
- Los nervios de siempre casi me matan, pero sí, parece que todo ha salido bien…   Tienes que leer la novela de Antón. Es buenísima. 
- Mándamela. Ya sabes donde vivo. – No pensaba leerla. Antón me parecía un pedante y me aburría su manierismo. Ni siquiera creía que su libro pudiera merecer ese premio.
- Te la mandaré. ¿Todo bien?
- Pregunté primero. – Clara sonrió y bajó la mirada hasta la pantalla de su móvil antes de decirme que estaba muy bien. Luego me miró y sonriendo me dijo que necesitaba unas vacaciones.
- Ya, siempre se necesitan unas vacaciones. Yo me marcharía hoy mismo a cualquier isla desierta. ¿Te vienes? 
- ¿Estás escribiendo? Hace tiempo que no publicas nada. 
- Me siento cada día a juntar letras. Me salen unas ristras retorcidas y feas. Hace tiempo que la musa no me visita. –Clara evitó mi mirada y volvió a usar el móvil como burladero. Odiaba esos trastos que robaban la atención y las miradas de la gente. Tenía uno, obviamente sin conexión a Internet, y lo miraba muy de tanto en tanto; no me llamaba casi nadie y con los pocos amigos que me quedaban me comunicaba a través de emails.
- ¿Has venido con Laura?
- Sí, está atendiendo una llamada... Lleva un buen rato hablando y me he quedado solo.
- Prefiero no saludarla. Y preferiría que me dieras ya dos besos de despedida y te fueras a buscarla. No puedo evitar que estés aquí, pero no tengo ganas de sentirme una miserable esta noche. Hoy no. Estoy demasiado cansada para aguantarlo. 
- Soy yo el miserable. No puedo dejar de pensar en ello y tú deberías recordarlo. Un miserable mediocre, por otro lado. Si al menos hubiera sabido ser el rey de los miserables. Pero no me atreví.-Me turbó la sonrisa indescifrable de Clara y su dedo índice arrastrando restos de pintalabios reseco acumulado en la comisura de sus labios, pero no respiré, seguí con mi patetismo, en el fondo me sentía cómodo en el género melodramático.- Me conformé con dejarme llevar para avergonzarme y entonar después un mea culpa ridículo. Claro que fue culpa mía follar contigo, de quién iba a ser si no… Clara, necesito verte tumbada una vez más. Sólo una. Con los ojos cerrados. Y que me dejes quitarte la ropa y bajarte las bragas hasta las rodillas. Necesito mirarte. Nada más. Sólo eso. 

Clara negó con la cabeza y me miró con sus enormes ojos negros llenos de tristeza después de comprobar que nadie nos había escuchado. Me fascinaba esa tristeza suya, tan elegante, tan digna y tan generosa. Se ponía triste por mí, no por ella. Le daba pena ver que no había cambiado, que seguía siendo el mismo gilipollas inflamado y con ganas de sexo. No le molestaban mis groserías, le daban igual. No era fácil escandalizar a Clara, pero sus emociones eran tan decentes que me daban ganas de ensuciarla ahí mismo, con el vino o con mis palabras obscenas. Elegí las palabras, las manchas que dejan suelen ser mucho más difíciles de limpiar.

- Anda, Kim. Ves con Laura. Creo que ha colgado ya. 

Clara me dio dos besos y se marchó. Se cruzó sobre el pecho el bolso con un gesto que dejó al descubierto el inicio de un sujetador negro que para mi tortura reconocí, se dio la vuelta y se largó. Hubiera salido corriendo detrás de ella si no hubiera visto a Laura venir hacia mí.

- ¿Quieres una copa?
- Sí, por favor, de vino blanco. ¿Era Clara? — Me preguntó.
- Sí. Ahora vengo.

Y la dejé sola. No soportaba su sonrisa mentirosa. Quería insultarme, gritarme, abofetearme, pero me sonreía sin enseñar apenas los dientes, entornando un poco los ojos. Sólo sonreía así cuando no era sincera, cuando la furia contenida le tensaba la piel del labio superior y le afilaba la mirada. Su risa era enorme, blanca, sonora y siempre al borde de la carcajada; era lo que más me gustaba de ella, lo que no lograba que dejara de gustarme; pero no sabía sonreír, su sonrisa era un dique que estancaba la verdad hasta pudrirla.
Volví con un gintonic y la copa de vino blanco. Laura sabía que la ginebra me sentaba mal y me provocaba una tremenda resaca, así que únicamente la pedía cuando necesitaba emborracharme. Fue una manera de dejarle claro que no quería hablar de Clara, que no necesitaba reflexionar otra vez sobre mi gran error, sobre la irremediable pérdida de confianza, sobre su maldita sonrisa y su condescendencia. 
¿Por qué esas dos mujeres me hacían sentir que eran mejores que yo? ¿Cómo eran capaces de poner de manifiesto mi vileza con un puñetero gesto orquestado por un par de músculos faciales?

Empecé una discusión que nos acompañó hasta casa y que acabó en el dormitorio, con Laura llorando y tocando con las puntas de los dedos de sus pies helados el suelo y, supongo, que conmigo roncando boca arriba sobre el colchón. No hablamos tanto de Clara como del silencio que Laura había impuesto como precio por su perdón. Después de la tormenta inicial, me dijo que me perdonaba con la condición de no volver a hablar del incidente, como ella llamaba a Clara. Seguiríamos como si nunca hubiera sucedido, como si Laura no hubiera descubierto por error una serie de fotografías que le hice un mediodía a Clara. Sólo llevaba unas bragas negras. Podría haberle contado que eran fotos de Internet, pero en un par de ellas se veían mis zapatos. Al principio me pareció buena idea y mi respeto por Laura creció; sin embargo, ese silencio se fue haciendo cada vez más espeso, más incómodo, y pasó de significar un alivio a convertirse en un recuerdo constante de mi culpa. Laura parecía avanzar sin problemas, mientras yo sentía una necesidad cada vez mayor de pensar en Clara, de explicarme por qué lo hice, a la vez que buscaba momentos para encerrarme en el cuarto de baño y enviarle mensajes ansiosos a Clara. Me estaba volviendo loco, me creían al mismo ritmo la culpa y las ganas de pecar.

Le eché en cara sus conversaciones telefónicas misteriosas, le pregunté por Ese Hombre, la acusé, los celos me desbordaron y empecé a gritarle que la aborrecía casi tanto como la quería. La insulté, la llamé puta y le dije que al menos me podía alegrar de algo: por fin podía entenderme, gracias a esa voz sin rostro se habría dado cuenta de que el amor no frena el deseo, no te quita las ganas de salir de casa a cualquier hora en busca de un sexo ávido y nuevo, de un territorio desconocido, de unos susurros inesperados.

Al día siguiente me encontré el ordenador portátil encendido sobre la cama. En un papel Laura me pedía que miraba mi email. No estaba. No vi su cepillo de dientes en el lavabo ni encontré sus zapatillas. Dos objetos de lo cotidiano que dejan agujeros enormes en una casa cuando desaparecen de golpe. 
Estuve un rato inmóvil mirando por la ventana hasta que me decidí a entrar en mi buzón de correo. Había un email de Laura, me lo había enviado por Wetransfer. El asunto era ‘A Ese Hombre’. Lo abrí, pero no había nada escrito, sólo varios archivos adjuntos. Eran archivos de audio. No entendía nada. Estaban numerados, del 1 al 10. Abrí el primero. Escuché la voz de Laura pronunciar un ‘Erase un vez’, como si fuera a explicar un cuento:

“Érase una vez un hombre que vivía en un castillo aislado por un foso muy ancho y profundo: el foso de las palabras muertas. Ese hombre se sentía a salvo en esa construcción de piedras y hierros a pesar de las corrientes de aire que hacían volar los papeles que tenía siempre desordenados sobre su mesa y apagaban las velas que iluminaban su oscuridad. Por eso sólo abría las ventanas cuando sentía la necesidad de oír los ecos lastimeros de las palabras moribundas del foso que lo mantenía protegido de las amenazas del mundo. Y entonces no lograba evitar apiadarse de las palabras hermosas, sentía debilidad por su sufrimiento y, cuando más le desesperaba el desorden de sus papeles, mayor era su necesidad de salvar a las menos heridas. Las invitaba a subir a la torre en la que estaba su estudio y se enamoraba de ellas, sobre todo de las más delicadas y condenadas. Yacía con ellas. Suspiraba por ellas. Pretendía acariciarlas como si estuvieran hechas de otra materia que no fuera su propio aliento, pero todas expiraban entre sus labios. 
Una vez invitó a la Verdad. Estaba tan pálida y era tan frágil que no sobrevivió demasiado. Ese hombre le acarició los hombros, el vientre y le susurró al oído que la amaría siempre. Esa promesa la mató”.

Abrí el siguiente archivo y todos los demás. En cada grabación Laura narraba la historia de una palabra hermosa:

“Una noche sin luna intentó salvar a la Pasión. Sus aullidos conmovieron de tal modo a Ese Hombre que procuró socorrerla. La ayudó a tumbarse, le ofreció vino, uvas, le leyó un poema que estaba escribiendo y se quemó las manos con el calor febril que emitió su cuerpo enfermo al ondularse de placer. A ese hombre le sobrecogió el descubrimiento inesperado de su ausencia de pliegues 
Un día seco en el que los pomos de las puertas le producían pequeñas descargas eléctricas en los dedos, el viento le trajo los gritos de la Belleza. No aguantó oír alaridos tan desesperados con una voz tan hermosa. La ayudó a subir a su torre y quedó deslumbrado por su rostro joven y la mirada nueva. La llevó a su habitación y decidió pasar el resto de su vida contemplándola, tocándola, y se olvidó del mundo, de sus papeles y de las demás palabras. La belleza era una joven condenada que desconocía el significado de muchas cosas y, aunque no sabía qué era una traición ni qué un compromiso, intuía su levedad y su fugacidad y esa certeza le producía un sufrimiento indecible. Un día ese hombre le prometió que la amaría para siempre. Ese promesa la mató”.

Laura contaba ese cuento que parecía no tener fin sobre Ese Hombre mudable e infantil. Comprendí que se refería a mí y sospeché que nunca había habido otro hombre, que Laura se apartaba a un rincón cuando el tedio y el resentimiento le hacían insoportable mi cercanía. El silencio nos había aislado, no éramos capaces de hablar de lo que nos pasaba. Y lo que fuera que nos sucedía empeoraba día tras día. Sin embargo, no nos habíamos detenido a ponerle un nombre. Yo creí que no le importaba el frío y esa manera de no reconocerse que tenían nuestras manos cuando se tocaban. Creí que lo nuestro era un limbo emocional, un tiempo nublado y confuso, y me equivoqué al confiar en que la niebla se levantaría cualquier mañana, sin más. Y no sospeché que Laura, la que insistió en no hablar, la que suplicó no volver a mencionar los nombres, se había refugiado en las palabras y se había dado cuenta antes que yo de que un día se nos moriría la última, y luego ya no habría nada más que decir. 
La última fue su propio nombre. En el archivo número diez su voz contaba cómo Ese Hombre, un día tranquilo, se dejó acariciar por el Aura al amanecer (me hizo gracia que no hubiera podido evitar el guiño a su admirado Petrarca) y cómo la condenó al procurar salvarla, al susurrarle que la amaría para siempre.







martes, 5 de enero de 2016

Diario de una ansiosa XX. Queridos Reyes Magos

Queridos Reyes Magos,

He empezado a escribir mi carta como cada año. No aprendo, sé que hace más de dos décadas que en la Seguridad Social me dijeron que ya no podía visitarme mi pediatra, un hombre que me resultaba amable a pesar de su frondoso y negro bigote. Siempre creí que debía de usarlo como despensa para guardar los Sugus que me daba después de clavarme una aguja. De repente era adulta y mi nuevo doctor fumaba unos puros apestosos en el despacho de la consulta a la vez que fingía que escribía en un papel. No llevaba bigote, poco más puedo decir de su rostro porque siempre estaba mirando hacia su escritorio y no llegué a averiguar si tenía los ojos marrones o azules. Mi recuerdo de él es más amargo que aquellas vacunas bebibles que me recetó para el asma y creo que se debe principalmente a que me hizo ver lo ridículo de mi empeño en chupar aquellas piruletas cilíndricas que se suponía que curaban las aftas en la boca. Eso sí, mucho burlarse pero a mí no me curó de mi propensión a las llagas. Me siguen saliendo y cada vez que me duele una incrusto mi lengua contra su pared blanquecina y recuerdo el sabor de aquel remedio infantil. Y, de paso, me acuerdo un poco de en qué consistía ser niña en aquella época.

Y cada víspera de Reyes vuelvo a recordarlo. 
Y escribo en un papel mi listado de objetos deseados. Hoy me he dado cuenta a tiempo, antes de doblar el folio en tres rectángulos iguales, meterlo en un sobre, amargarme la lengua con la pega de la punta de la solapa y tirarlo a un buzón. Me he dado cuenta de que mi carta no tiene nada de magia, de que podría ser una lista de la compra.
He cambiado de idea. Lo primero, no la voy a tirar. En todo caso la lanzaré al aire como un boomerang a la espera de que vuelva a casa cuando haya hecho su viaje elíptico. Lo segundo, he reescrito mis deseos:
Queridos Reyes Magos, 

No quiero cosas. Estoy harta de las cosas. Vivo en un piso pequeño en el que no me caben más trastos; ni siquiera puedo guardar mis secretos, imaginaos qué inconveniente sería recibir una bicicleta estática o un jarrón de esos de forma poliédrica. 
Si no os parece mal, traedme palabras, frases, conversaciones, una historia, unos brazos calientes, unos labios que crean en mí y un ungüento creceego. 
También me gustaría que me ayudarais a averiguar el lugar que ocupo y que me aliviarais las ganas de huir hacia una isla inexistente. Y, por favor, también necesito aprender a no convertir a los demás en excusas. 
Queridos Reyes Magos, cumplid alguno de estos deseos, con un par me conformo, como cuando era una niña y pedía en mi carta una Nancy patinadora y una granja de Playmovil y una muñeca con alas de purpurina y al final sólo me traíais la muñeca. Yo me conformaba y jugaba con ella, hablaba con ella hasta que no sabía qué más contarle porque había ya depositado en ella todos mis secretos. Quizás por eso fabrican las muñecas huecas, porque son el lugar en el que las niñas depositan sus anhelos.
Por favor, concededme sólo uno de mis deseos y volveré a creer en vosotros.
Sería una manera de conseguir mi perdón por no haberme traído aquella Barbie bailarina. En realidad nunca tuve muchas Barbies, sólo dos. Y siempre jugaba a secuestrarlas. Les ataba los bracitos escuálidos a su espalda mínima y las colocaba en un lugar de difícil acceso de mi habitación. El juego consistía en averiguar dónde estaban escondidas y liberarlas. No tengo ni idea de por qué jugaba a eso y no a mamás y papás, tal vez porque nunca me trajisteis un Ken repeinado (tendré que sacarle este tema a la psicóloga, seguro que le encanta). Puede que empezara a intuir el conflicto entre la belleza y la cosificación, entre la feminidad y la desigualdad y esa fue mi extraña manera de asimilarlo.
Acababa liberándolas y peinando sus rubias cabelleras de plástico, aunque nunca supe quién las secuestraba ni por qué. No me inventé un villano. ¿Quién era el malo? ¿Contra quién jugaba?
¿Acaso sería ese el mayor de los regalos que me podéis traer esta noche? 
Querido Reyes Magos, 
quiero que me traigáis el nombre de mi enemigo, que me contéis contra quién jugaba, contra quién sigo perdiendo la partida.