sábado, 14 de mayo de 2016

Diario de la niña de fuego. Combustión espontánea

Empiezo a echar de menos la posibilidad de una visita quincenal de media hora justita con la psicóloga. Según ella estoy bien, recuperada del incendio y a salvo de fuegos fatuos, y ya no la necesito. Pero hoy me siento como el propietario de un coche con seguro a terceros que tiene que escuchar a través del hilo telefónico (¿se dice aún así? Es que en estas cosas se me notan las patas de gallo más que en la foto de perfil de Facebook) que su vehículo ardió por combustión espontánea y que esa incidencia no la cubre la póliza que tiene contratada. "¿Combustión espontánea?", me imagino que repetiría el frustrado conductor más para sí mismo que para la teleoperadora que, con un acento transatlántico, le anuncia una encuesta automática para valorar la atención recibida. "¿Es una broma?", podría ser otro de esos pensamientos en voz alta que el propietario de un churrasco metálico pronunciaría antes de que una robótica voz femenina le pida que puntúe del uno al diez la calidad del trato al cliente. "Un puto cero" será lo que se calle antes de colgar sin despedirse.
Pues hoy me siento un poco conductor angustiado (aún le quedan cinco años de letras de su precioso Nissan 4X4 blanco; esas son ignífugas y no hay desastre natural que las invalide) y un poco automóvil carbonizado. Entre impotente y quemada sin motivo aparente. Más o menos.
Tengo que pasarme la tarde trabajando en un feria internacional de ilustradores y tengo que lograr ser asertiva, estar positiva, sonreír sin rigidez, ser capaz de tocar a los conocidos sin sentir un escalofrío y no tener que disimular la tensión involuntaria que me hace parecer un palo de escoba cada vez que alguno de esos conocidos me toca. Y, si me sobra algo de tiempo, me gustaría empezar a escribir una historia antes de entrar, sin pensar cada tres o cuatro palabras que es una auténtica basura (aunque lo sea, que me lo diga otro).
Ayer, en el parque infantil en el que insisto en mi lumbago al pasarme eternos minutos encorvada delante del columpio mientras mi hija me grita "F U E R T E, F U E R T E", las madres hablamos de la pérdida de la virginidad. No sé muy bien cómo llegamos a ese tema tan íntimo mientras abríamos paquetes de galletas de cereales, consolábamos el llanto por cualquier cosa de nuestros mocosos, sacudíamos rodillas raspadas llenas de arena y ejercíamos de mediadoras en conflictos diplomáticos que ríete tú de la ONU. Creo que todo empezó por el vértigo que compartimos ante la amenaza fantasma de la adolescencia (nuestros hijos no suman entre todos ni doce años, pero solo imaginarlos desgarbados, contestones y adictos a las redes sociales, con suerte solo a las redes sociales, se nos ponen los pelos de punta). Los conflictos en potencia nos acabaron llevando a nuestra mala edad. Mi madre siempre se ha referido a la adolescencia como a La Edad Mala, mucho más oscura y chunga que la Edad Media. Una edad de mierda, en realidad. Las madres fueron todas muy precoces. La media dio dieciséis años y no todas son mucho más jóvenes que yo. Añado el detalle porque creo que las cosas han cambiado desde la época en la que disimulaba mis espinillas con un flequillo, tan recto que el repetidor guapo de la clase (en todos los cursos de secundaria hay uno, ¿no?) siempre me preguntaba si me lo diseñaba por ordenador para descojonarse un poco de mí. Es que no soportaba despeinarme, me sentía expuesta y ridícula, así que me lo fijaba con la laca apestosa de mi madre. Pero como no tenía ganas de contarle mis miserias, y tampoco podía porque los hoyuelos que se le marcaban en las mejillas cuando se reía de mí me distraían de mis penas, me limitaba a sonreírle de manera estúpida. Tenía catorce años y toda yo era como mi flequillo: contenida y recta, pero no por convicción, sino porque mi madre me rociaba con la laca del miedo y la inseguridad a todas horas.
Las madres del parque a los dieciséis años ya se acostaban con chicos mientras que yo a los quince no sabía besar. No es que no hubiera dado un beso, lo había hecho, pero después de abrir la boca no sabía qué más había que hacer. Y mi cuerpo no me ayudaba porque el instinto no lograba aflojarme el corsé, no podía ni con el primer botón de la camisa. Ni siquiera cerraba los ojos porque temía perder el control de la situación y que una ola de placer inesperado desmoronara mis muros de arena reseca... Recuerdo que uno de mis primeros novietes intentó enseñarme. Notó mi falta de naturalidad, la incapacidad para sentir algo a parte de temores y me animó a tomar la iniciativa, a desearlo yo también, a divertirme. Me dijo: "el próximo beso dámelo tú" (jamás había tomado la iniciativa en los dos meses que llevábamos saliendo). Recuerdo su pelo negro, rizado y brillante; sus ojos, que tenían algo de pájaro; sus antebrazos. También recuerdo dónde estábamos, en una taberna decorada con mucha madera de pino en la que servían cervezas de importación y que, cuando por fin me atreví a sorprenderle con un beso, me dijo que justo en ese momento no era buena idea porque hacía escasos segundos que se había llenado la boca de las patatas fritas que te servían con la cerveza para que te entrara más sed y pidieras una segunda consumición. Me sentí imbécil. Guardé silencio y con la mano derecha comprobé que mi flequillo seguía perfectamente estructurado. Para entonces yo tenía dieciséis o diecisiete años y era virgen. Era más que virgen: tenía una inocencia modelada según las opiniones de una madre que resumió la clase de educación sexual en casa en una frase: "los hombres tienen un coño en la frente". Os prometo que debajo de mi flequillo sólo había espinillas y que aquel chico tenía un cutis estupendo.

Hoy parezco un puñado de estopa y pienso en mi psicóloga, delgadísima y bella. Envidio sus certezas, aunque sean solo teóricas. Al menos tiene un mapa. Sé que se habría reído con la historia de mi flequillo antes de insistirme en una idea que acostumbraba a salir en nuestras charlas: hay cosas que uno no puede controlar. Estupendo. A mí no me hace ni puñetera gracia.
No sé muy bien cómo he acabado en una cafetería de un centro comercial tan horrible como cualquier otro. O quizás un poco más. Este, además de ruidoso, atestado de gente y clónico hasta la pesadilla, es redondo. Una plaza de toros reconvertida en un circo romano en el que animales mansos se ofrecen en sacrificio al insaciable dios del consumo. Nada más entrar he sentido lástima, primero por el pobre Freddie Mercury, que se desgañitaba sin conseguir que alguien le escuchara. Después, por el chico que atendía en un puesto en el que se ofrecían muñecos de trapo con nombres propios bordados en sus panzas y que intentaba enhebrar, una y otra vez, la aguja de una máquina de coser.
Al menos ha llovido esta mañana. El aire se ha cargado de humedad y ha evitado que empezara a arder ante la mirada incrédula del italiano que ha querido entablar conversación conmigo. Estaba en una cafetería idéntica a todas las demás de ese franquiciado, sentada en un taburete frente a mi enésima libreta nueva. Me ha preguntado en inglés por la ubicación del Mercadona. Le he contestado que era la segunda vez en mi vida que entraba en ese centro comercial y que no tenía ni idea de dónde estaba. Me apetecía más depilarme las ingles con unas pinzas de las cejas que hablar con un desconocido con aspecto de llevar aburriéndose unos cuarenta y cinco años y que no despertaba, ni iba a despertar, ningún interés en mí, al menos más allá del de poder imaginarle, en silencio, la vida que había dejado fuera de la maleta granate que estaba a su lado. Ha vuelto a la carga y me ha preguntado por mi nacionalidad. En este punto del intento de conversación ha sido cuando me ha comentado su origen, después de mirarme las tetas durante un par de segundos. He apretado los labios y he empezado a respirar solo por la nariz. Me producía ansiedad imaginar la sucesión de círculos cada vez más estrechos que se iría sacando de la manga hasta encontrar uno en el que coincidiéramos los dos, no sé, algo como la práctica de algún deporte (muy improbable en mi caso), o una película favorita, o la pasión por la Nutella (la enorme magdalena de chocolate rellena de chocolate que estaba esperándome junto al cortado le podía servir de indicio). La situación estaba empezando a agobiarme, pero seguía sonriéndole como si tuviera la obligación de hacerlo, como la camarera que me había cobrado hacía unos minutos con los ojos más tristes y la sonrisa más profesional que he visto en muchos días. El italiano seguía buscando algún lugar común mientras yo no dejaba de pensar en mi maldita incapacidad para mostrarme como soy. A final no se me ha ocurrido mejor manera de interrumpir su perorata que abalanzarme sobre la magdalena y destrozarla con los dedos. La he apretado hasta desmenuzarla y dejar que el chocolate fundido que la rellenaba chorreara y manchara el plato como una hemorragia espesa y calentona. Primero me he llevado a la boca los trozos empapados de la crema brillante; luego, los demás. Al acabar me he relamido como un gato. Puede que haya batido algún récord estúpido de comedor compulsivo de muffins. Lo más absurdo de todo es que ni siquiera me gusta mucho el chocolate. Había comprado esa montaña de cacao y harina con la idea de regalarla, pero una de dos, o dejaba que los nervios me devoraran o era yo la que devoraba la magdalena como si nunca antes hubiera probado algo tan delicioso. El italiano se ha limpiado las comisuras de los labios con la punta de una servilleta de papel áspero antes de despedirse. Le he vuelto a sonreír con los dientes manchados de negro. Adiós, señor Círculos Concéntricos.
Aún me quedaban treinta y siete minutos para empezar a trabajar. Me esperaba una mesa redonda con un inglés, un francés y un catalán. Y no es un chiste. Quería escribir, pero Fredie Mercury seguía gritando y no dejaba que me concentrara. Debía de ser la única persona que le prestaba atención, que no podía dejar de escucharle, en realidad. Tras juntar seis palabras y tachar dos, he salido de allí.
Después de dar un par de vueltas al ruedo, me he dirigido a la sala en la que iba a tener lugar la charla. Al llegar los ilustradores ya estaban sentados a la mesa, cada uno con su novedad reluciente y sus ganas de hacerse un nombre. Turnos de palabra, redes sociales, número de seguidores, horas de mayor tráfico, como si internet fuera la Gran Vía, un moderador agradable que traía los deberes hechos y un público variopinto: delante tenía sentada a Hiedra Venenosa, que intentaba sin éxito mantener un mechón de la peluca rojiza detrás de la oreja; a mi derecha, un chico escuchaba la charla atentamente, con los codos apoyados sobre el portafolio del que asomaban algunas muestras de sus dibujos; en la última fila, un abuelo con pinta de Quijote dormitaba con los ojos medio tapados por la visera de la gorra de lona que le cubría la cabeza y un Superman esmirriado que ha pasado volando entre las sillas plegables en busca de un sitio libre me ha tirado el móvil al suelo y me ha despeinado de un golpe de capa. La funda, la batería y el resto del teléfono han acabado en medio del pasillo. Estaba aún en cuclillas cuando se han parado a mi lado unos zapatos que me han resultado familiares. Al levantar la mirada me he topado con las piernas del italiano, que iba acompañado por una mujer y dos niños, de unos diez y doce años. Justo cuando iba a darme la vuelta, el tipo se ha girado y me ha mirado, primero el escote, que dada mi posición le ofrecía una estupenda panorámica; luego, a los ojos. Ha fingido no reconocerme, le ha pasado el brazo sobre los hombros a su mujer y ha señalado con la mano hacia otro de los pasillos del recinto ferial.
Cuando he vuelto a mi sitio, después de pasarme cuatro o cinco veces los dedos por el flequillo, he visto que la punta de la capa de mi flaco Superman descansaba sobre la silla que había ocupado antes. No lo he dudado, me he sentado encima de la tela roja con la esperanza de que me contagiara alguno de sus superpoderes. La charla ya estaba acabando y el moderador ha pedido a los asistentes que hicieran alguna pregunta. He estado a punto de pedir el micrófono y preguntar por qué narices no me dejaré crecer el flequillo de una vez.
Estoy segura de que a mi psicóloga le encantaría saber que he conocido a Superman. Estoy por pedirle cita para poder contárselo.