miércoles, 19 de octubre de 2016

Mariposas nocturnas

Voy a nadar al gimnasio, sí, prácticamente todos los días,
bajo el agua parece que el fracaso no existe.
"Los nadadores nocturnos" (El hundimiento)
Manuel Vilas

Ha vuelto a anochecer a mi espalda. Últimamente todo pasa detrás de mí. Cuando oscurece veo mejor mi silueta en el cristal, no con tanta nitidez como para poder apreciar mi flequillo empapado en sudor o la flacidez de mis tríceps, pero sí con la necesaria para comprobar el buen efecto que logran las mallas reductoras que compré en el Decathlon por 17,99 €; una auténtica ganga, la mejor inversión que he hecho últimamente, bueno, junto con la licuadora a 19,99 € que conseguí la semana pasada, después de más de cuarenta y cinco minutos de cola a las puertas aún cerradas de un Lidl. Desde que me hice con ella me preparo unos zumos y unos batidos detox sanísimos a la hora del desayuno. Hoy no, no he tenido tiempo, esta mañana me he comido un pan de leche relleno de Nocilla, es mucho menos entretenido untar la crema de avellanas que quitarle hebras al apio y pelar zanahorias. Estaba preparando uno para el desayuno de Leo cuando sin darme cuenta he empezado a chupar los restos pegajosos del cuchillo y una cosa me ha llevado a la otra. Ayer tampoco usé la licuadora, no escuché el despertador y todo fueron prisas antes de salir de casa. Metí de un empujón a Leo por la rendija de la puerta de hierro colado que estaba cerrando el bedel del colegio; los goznes emitieron un rugido que me llevó a atender la llamada desconsolada de mi estómago vacío, así que paré en una cafetería que me pilla de camino al trabajo y pedí un cruasán de mantequilla relleno de jamón y queso y un café con leche. Total, tenía previsto quemar unas cuantas calorías en el gimnasio esa misma tarde.
Cuando he llegado ya no había plazas libres en ninguna clase, ni de zumba, ni de body combat, ni de nada, así que he decidido subirme a la cinta un rato. Busco una lista de reproducción de música más o menos movida en Spotify, le doy al play, me agarro a la barra y aprieto el botón. 5, 6, 6,7, 8, ya no me queda más remedio que correr. 8,5, 8,7, a ver si aguanto hasta el final a este ritmo... Mierda, se me ha metido en el ojo una gota de sudor y me escuece, seguramente se me pondrá rojo como un pimiento, pero a 8,7 no puedo parar para restregarme los párpados. Sigue corriendo, Marta, no te pares, pestañea fuerte, cierra los ojos un par de segundos y se te pasará el picor, total, para lo que hay que ver. Tengo que comprar líquido de lentillas, casi no hay. Las cintas están colocadas delante del cristal que separa la sala de fitness de la cancha de baloncesto, a la altura de las gradas, con lo que resulta imposible no fijar la mirada sobre el enorme reloj digital que queda delante de los ojos. Es un mal reloj, un reloj perverso que solo avanza despacio cuando estoy corriendo; cuando le doy la espalda parece contar los minutos de cinco en cinco. Acaba de pasar, he visto su camiseta blanca sin mangas en el cristal.
¿Por qué no logro evitar que se me tuerza la rodilla izquierda? ¿O es la derecha? Siempre me lío con las imágenes especulares. Es la izquierda. Rodilla bizca fue el diagnóstico de un traumatólogo. Estuve a punto de preguntarle si tenía que ponerle un parche a la derecha para que la vaga se esforzara más en apuntar al frente. Cómo me gustan estas mallas. Qué muslos más prietos se me ven. Prefiero la imaginativa vaguedad del reflejo en esta vidriera que la basta sinceridad del espejo de mi baño; me deprime más que la falta de tiempo. Aún no tengo cuarenta años, mis amigas me dicen que soy una exagerada, una pesimista, que estamos mejor que nunca, que la década que me resopla en el cogote es la de la seguridad, la serenidad y el sexo de calidad con ese marido que a estas alturas de la vida solo me sorprendería si me confesara, en un alarde de sinceridad suicida, que le ha dado por tirarse en parapente para distraerse de la tentación de tirarse a la becaria de metro ochenta que entró en su empresa hace unos meses y de la que no para de hablar en su grupo de amigotes de Whatsapp, aunque a mí no me haya dicho ni que existe. Pero qué necesidad hay de explicárnoslo todo, con lo bien que nos va ahora que ha cambiado la contraseña de desbloqueo de su móvil, pasamos el fin de semana en la montaña y no en el sofá de casa y Leo puede desfogarse corriendo de aquí para allá detrás de una pelota como si fuera un cachorro de perro. Con la ilusión que me hacía a mí recoger flores silvestres con un niña morena de cabello trenzado, pero la naturaleza quiso que fuera madre de un varón asalvajado y despreocupado. Nunca se sabe, quizá sea más fácil así.
Sí, es la camiseta del profesor de spinning. Veo su reflejo, pero no puedo girarme, si lo hago me iré al suelo. Llevo quince minutos corriendo, los mismos que me quedan para llegar hasta el final de programa quema grasas que pienso completar. Me escuece el ojo y me duele la rodilla torcida, pero tengo que correr más, ahora no puedo parar. Hoy no quedaba ninguna bicicleta libre en la clase de ciclistas noctámbulos que suben cuestas imaginarias al ritmo de una música hortera, fijados al suelo de una sala que apesta a sudor. Procuro subirme siempre a una de las bicicletas de la última fila, no me gusta que me miren y además desde esa posición me resulta más fácil disimular cuando me embobo con los muslos del profesor. Qué lástima que esta tarde tenga que conformarme con intuirlo a mi espalda, esperaba ver algo bonito en este día tan feo.
Es más joven que guapo y desde hace meses me paralizo cada vez que me sorprende la piel tersa de un adolescente. Es como si estuviera afectada por el síndrome Stendhal y viera en cada cuerpo joven un Duomo policromo o una Niké de Samotracia, toda fuerza y alas, qué importa la cabeza. Me asusta todo ese tiempo que ya no tengo, todas las posibilidades, las experiencias, los intentos; su juventud me provoca una ternura insoportablemente maternal. Supongo que ya no soy más que eso, otra madre que va al gimnasio para presentar batalla al tiempo con su armadura de licra negra y fucsia.
Me está entrando flato, qué dolor, no puedo correr más. 8,5, 8, 7,5, 6,8. Mejor así. Parece que hoy no entrena el equipo de baloncesto masculino del instituto, son chicas las que se deslizan por la pista del pabellón. Nunca las había visto hasta hoy. Un grupo de chicas en patines y pantalones minúsculos. Unas diez jóvenes con el pelo recogido hacia atrás y calentadores en los tobillos. Empiezan a dar vueltas, saltan en el aire, levantan una pierna, corren hacía atrás. Cada una hace lo que quiere, o eso parece, no siguen ninguna coreografía, creo que están practicando saltos. De vez en cuando se caen, pero se levantan enseguida y prueban de nuevo. Hay un par que se impulsan muy bien y logran girar en el aire. Vuelan unos instantes pero aterrizan como pueden, con un golpe brusco, sin gracia. Hay un hombre apoyado en la pared. No le oigo pero sé que les grita, solo a esas dos que despegan. Las otras revolotean a su alrededor, parecen mariposas nocturnas, torpes y desordenadas, casi hermosas. El hombre mueve sus brazos, los estira, rota un hombro, estira mucho las puntas de los dedos. Les enseña cómo deben desplegar las alas para ganar estabilidad y elegancia. Observo a la dos nikés coger velocidad e impulsarse con fuerza, aprieto los dientes, les deseo que lo consigan, que les salga una pirueta magnífica, perfecta. Volad, chicas, volad, hacedlo por mí, mostradme que es posible. Saltan a la vez, son tan bellas. Pero se caen, las dos. Me duele el golpe de sus nalgas contra el parqué. El reloj marca las nueve y veintitrés de la noche, aún me quedan siete minutos de carrera. Me miro en el cristal, parezco un hámster sudado corriendo dentro de una jaula y aún tengo flato. No puedo más. Stop.
Cuando se para la cinta me bajo despacio, me flojean las piernas, estoy agotada. Alguien me golpea el omoplato izquierdo, me desequilibro y caigo de rodillas, mi móvil sale disparado y se estrella contra el suelo. "Perdona, no te he visto", me dice el profesor de spinning. Su boca me parece el campanario de una catedral de muros compactos y sus brazos, dos contrafuertes macizos. "No pasa nada", le digo cuando oigo unas risas que vienen de atrás.


lunes, 3 de octubre de 2016

Diario de la niña de fuego. La caja de Pandora

Tenía los ojos muy abiertos, las pupilas dilatadas, el cuello estirado, la cabeza inclinada hacia atrás, la mirada atenta al pomo de la puerta. Observaba su cuerpo inmóvil y admiraba la determinación absurda que parecía llevarle a creer que era capaz de abrir la puerta solo con su mente. Sólo necesitaba tiempo y una mirada penetrante. Esperé unos minutos, tres o cuatro, quería ser testigo de esa capitulación para no sentirme tan sola, pero no se rindió, en realidad ni siquiera pestañeó. Me lo imaginé repitiéndose mentalmente aquel «Ábrete, Sésamo» de mi infancia, una y otra vez, como un mantra. Al final me apiadé de él, me levanté del sofá, le acaricié el lomo y abrí la puerta de cristal que separa el salón del patio. Fue hasta su caja de arena a la carrera. Pensé que no había estado bien hacer esperar a mi gato, a fin de cuentas es un animal tranquilo, poco amante de los maullidos pedigüeños y los zarpazos traicioneros y a cambio de su compañía suave y silenciosa solo pide latas de comida gourmet tres o cuatro veces a la semana y la satisfacción inmediata de sus deseos y necesidades. Solía ser una buena dueña, gozaba del peso de su cuerpo enroscado sobre mis muslos mientras intentaba leer o escribir algunas líneas, ver una serie, o perder el tiempo en Facebook, que se está convirtiendo en una de mis habilidades más y mejor desarrollada gracias a un entrenamiento duro y constante. Pero desde hace ya tres añitos he perdido muchos puntos como amante de las mascotas y no es que me haya dado por envenenar a las palomas que descansan en las cornisas del edificio de delante, aunque para ser honesta he de reconocer que he pensado en ello varias veces, sobre todo cuando se ponen todas en fila y emiten ese sonido monótono mientras manchan el suelo del patio con sus plumas y sus excrementos. Desde que nació mi hija no me siento con fuerzas para satisfacer ni una demanda más de las inevitables y cuando mi gato se me enreda entre las piernas, acariciándome zalamero, me entran ganas de gritar; sé que no es lógico pero no logro evitarlas. Y grito, sobre todo aquellos días en que también le gritaría a Él, a mi hija y al conductor del autobús que nunca me devuelve el saludo. Que nadie me pida nada más, por favor. Ya he dado mi cuerpo, mi piel, mi sangre, mis músculos, mi tiempo, incluso mechones de pelo, en aras de la perpetuación de la especie... Ya no me queda nada. Estoy vacía. Una caja que no esconde nada salvo aire y silencio. Quizá pueda volver a llenarme, aunque no sé aún con qué. ¿Palabras? ¿Sueños? ¿Otra vida? Recuerdo que en clase de mitología clásica nos hablaron mucho del mito de Pandora, de la contradicción que encerraba y de lo malo, malísimo, que era para los griegos antiguos que una mujer estuviera abierta. La caja de Pandora no era más que la metáfora que empleaban para referirse al cuerpo femenino, para que todos supieran que sin relleno era peligroso. Tener en casa una mujer preñada era mucho más seguro, ni es tentadora ni puede ir muy lejos. La cajita cerrada ayuda a controlar unas cuantas inseguridades.
Mi gato dio un salto enorme hasta el techo del trastero del patio. Había decidido darse una vuelta por los tejados de las casas colindantes. Tenía un amigo de pelaje blanco y cola peluda y elegante con el que quedaba para los paseos nocturnos. Iba a tardar un buen rato en volver, así que cerré la puerta y me senté de nuevo en el sofá. Estaba a punto de desbloquear el móvil cuando me di cuenta de que yo hacía exactamente lo mismo que mi gato: llevaba toda mi vida sentada frente a una puerta cerrada, mirándola fijamente, cada vez más enfadada, más rabiosa, porque no se abría, porque no cedía a mis deseos. «Ábrete, Sésamo, ábrete, Sésamo, ábrete de una jodida vez». ¿Por qué no se abre si pronuncio una y otra vez las palabras mágicas, si las conozco desde niña, si ya entonces me contaron que detrás de esa puerta se encuentra el tesoro que busco y que me hará enormemente feliz? «Ábrete, Sésamo, por favor». Que alguien me ayude. ¿Es que soy invisible? ¿Es que nadie me ve suplicando como veo yo a mi pobre gato? Quiero lo que hay detrás, me imagino una felicidad dorada a la que se le pueda sacar brillo cada vez que se empañe, la cura inmediata para mis incapacidades, mis inseguridades y al menos otro par de in-. Tal vez el tesoro no sea más que un apartamento en Torrevieja, un coche o, como poco, una habitación con una puerta blanca en la que habrá un precioso cerrojo atornillado por dentro. O un patio. Siempre he sido feliz en los patios de las casas humildes. El de casa de mi abuela, en el que saltaba a la comba mientras ella cantaba «Al cruzar la barca me dijo el barquero las niñas bonitas no pagan dinero», o disparaba la pistola de perdigones de mi tío sobre la diana de cartón que colgaba de un clavo fijado en el tronco del rosal más grande de todos. Mi tío me apretaba las manos para que aferrara bien el arma, pero nunca daba en el blanco y a veces destrozaba alguna de las flores. Cuando se gastaba la munición me pedía que me sujetara a su antebrazo y me levantaba del suelo a pulso. Era una niña y él un gigante bello y fuerte. En ese recuerdo yo debía de tener seis o siete años, los mismos que le quedaban a él de vida, aunque eso entonces no lo sabíamos no ėl ni yo.
En ese patio fui feliz a ratos, a verbenas, a juegos de primos, a huevos cogidos del gallinero, a camadas de gatos ciegos recién nacidos. También fui feliz a ratos en el sótano en el que viví buena parte de mi infancia. Un sótano colgado de una colina que daba al mar, un sótano con las vistas de un ático de zona alta y un patio cuadrado, invadido por las plantas de mi madre, en el que dejé, poco a poco, de jugar con mi hermana y empecé a tumbarme para tomar el sol en bikini y leer o estudiar, un patio al que los vecinos dejaban caer colillas encendidas, o las migas del mantel o un calcetín desparejado. A veces también se caían los pájaros y había que ayudarles a volar, aunque no todos los conseguían, como ese polluelo que no logró sobreponerse al golpe contra el suelo tras caerse del nido que construyeron unas golondrinas que, efectivamente, volvían cada año por primavera. En la casa en la que resido actualmente también hay patio y en él juego, me tumbo, riego las plantas, leo, escribo, barro las plumas que pierden las malditas palomas, tiendo la ropa, recojo la colada y los juguetes que deja Noa tirados por el suelo, limpio el cajón de arena de mi gato, devuelvo balones a los niños de los vecinos y abro y cierro a diario la reja que me mantiene dentro de casa, encerrada, a salvo, pero no sé si feliz; no tengo tiempo para averiguarlo.
Parece ser que la única puerta que abro a voluntad es la que da a mi patio. ¿Qué querían decir los griegos al afirmar que, cuando fue abierta, se escaparon del interior de la caja de Pandora todos los males menos la esperanza? ¿Para los antiguos griegos la esperanza era un mal? Después de parir te quedas vacía y lo único que retumba dentro es ese quizá, ese puede que sí, que todo sea ahora posible. Y así me siento, hueca como una caja de resonancia que no hace más que amplificar unos anhelos que permanecen quietos, a buen recaudo, tras mi puerta cerrada.