miércoles, 23 de noviembre de 2016

El primer recuerdo

 El elástico del bañador me molesta en las ingles. Estoy en el octavo mes de embarazo y empieza a serme realmente difícil subírmelo más allá de las caderas. Me he ensanchando, mi cuerpo es un nido que se está acomodando a la criatura que crece dentro. Las costillas se me han abierto dolorosamente y mi pelvis empieza a convertirse en una salida. Madriguera y puerta. El agua está fría y tiene mucho cloro. Los ojos se me pondrán rojos y se me resecarán las lentillas hasta convertirse en dos estropajos transparentes y me pasaré todo el día pestañeando delante del ordenador. Desde mis años de instituto no había vuelto a hacer natación. Odio las piscinas, su olor, la temperatura siempre demasiado fría del ambiente, los gorros de silicona que ciñen las frentes de los nadadores que vacían sus cráneos al ritmo de sus brazadas. Esa necesidad alienante de ritmo. Uno, dos, respira. Uno, dos, coge aire sin tragar agua. Siempre trago agua. No sé mantener el orden de mi cuerpo dentro del agua. Parece sencillo, pero para mí no lo es. Tendré problemas de lateralidad, antes no nos miraban estas cosas, eras una cría torpe y punto.
Mi primer recuerdo es azul, de un azul subacuático. Es un recuerdo líquido, sin sonido sin palabras. Es un recuerdo de agua. No conservo memoria de nada de lo que viví antes de ese momento azul. Era pequeña y muy curiosa, bueno, eso es lo que me cuenta mis mayores porque yo de eso no me acuerdo. Tenía tres años, una hermana pequeña, a la que mis padres llevaban de un lado a otro en un cuco de mimbre como si fuera la compra semanal; una madre hermosa, como lo son todas las madres a ojos de sus hijas de tres años; y un padre con barba. No conservo nada que guarde relación con mi madre de aquel día: ni el peinado, ni el color de vestido ni un olor, ni siquiera el olor acre que probablemente despedían sus axilas a esa hora de la tarde de un día del mes de julio. Del pelo de mi padre si conservo algo: la imagen de pequeños ríos retorcidos de agua naciendo de la punta de sus mechones mojados, bajándole por la nuca, metiéndosele por el cuello de la camisa empapada. Pero esos recuerdos vienen después del primero, como el sabor del cloro o los gritos. Como he dicho, mi primer recuerdo es sordo. Es curioso cómo la intensidad puede alterar el orden de las cosas en la cabeza. Sé que primero fue la aventura, el querer llegar más allá del límite de seguridad que me habían marcado los adultos, caminar sobre flotadores hasta llegar a una canoa hinchable, como un jesucristo niño jugando a los milagros. Primero fue la transgresión y luego la consecuencia, pero mi primer recuerdo es acerca del resultado de mi atrevimiento. Con tres años casi muero ahogada en la piscina de unos amigos de mis padres. No sabía ni flotar y me hundí nada más caerme al agua. Recuerdo estar envuelta en ese azul artificial, la ingravidez y luego, el blanco. Otro color. Memoria sinestésica. La tela del vestido se convirtió en una red que me atrapaba. Subía hacia la superficie mientras yo me hundía, me tapaba la cara y me impedía mover con libertad los brazos. Recuerdo agitar las manos a lo loco para apartarme la tela de la cara. Blanco y azul, blanco y azul. No recuerdo la sensación que debió de producirme el agua al colarse por los orificios de la nariz o la boca, solo los colores. Y luego la bocanada de aire desesperada y los gritos. La voz de mi padre, las manos de mi padre, los zapatos mojados de mi padre, todo me golpeaba. Zarandeos, gritos, agua, el vestido adherido a la piel de mis muslos que se transparentaban a través de la tela que chorreaba. Creo que mantuve los ojos cerrados y la boca muy abierta hasta que cesó el ruido. Pasé del azul al amarillo del sol, que quemaba. Pasé de estar suspendida a pesar como una losa, a no poder despegarme del suelo.
Y después del recuerdo vino el relato. Podría dar tantos detalles de ese día que es imposible que yo recuerde. Me han contando tantas veces ese momento angustioso. Me lo repitieron tantas veces de pequeña para avisarme de los peligros. Cuidado, ten cuidado, recuerda que puedes ahogarte, romperte, morir. Creo que supe antes que ninguno de mis compañeros de clase que éramos mortales. Los niños también morían. Y morirse daba mucho miedo, era terrible, había que intentar no hacerlo. Llevo toda la vida intentando no morirme.
Toso, me agarro a la corchera. Me ha entrado agua por la nariz. Noto cómo se mueve la criatura que llevo dentro, cómo deforma mi barriga. También está nadando, pero ella aún no necesita respirar, no hasta que mi cuerpo le expulse y la obligue a vida. Me agarro el vientre con las manos mientras muevo con fuerza las piernas para no hundirme. Me cuesta tanto mantenerme a flote.