lunes, 27 de marzo de 2017

Diario de la niña de fuego. Tierra en las rodillas

27 de marzo de 2017, 22.09 h. Estoy tan cansada que dejaría que se pararan todos los relojes. Estoy tan desengañada que volvería atrás sólo para asegurarme de que nadie me abriera los ojos. Estoy tan gastada que sé que se me rasgaría la piel con cualquier otro relleno que le quisiera meter. He probado ser niña y mujer y amante y madre, pero no he logrado ser nada. Y no sé hacer dos cosas a la vez. Es mentira eso que dicen de las mujeres, me refiero a eso de que pueden hacer dos cosas a la vez. No, no pueden, sólo que están obligadas a hacerlo. A los hombres se les disculpa, e incluso se hace broma con esa misma incapacidad. No pueden, pobrecitos, cambiar el canal de la tele y planchar una camisa. Es imposible que preparen una merienda que no venga envasada mientras contestan tres emails urgentes de trabajo. Pero no pasa nada. Ya lo sabemos, todos, ellos y nosotras. Yo sí que lo hago, preparo un bocadillo de pavo bajo en sal mientras paso las páginas de un libro que acabarán manchadas. El bocadillo me queda aceitoso, igual que la huella redonda y translúcida que está borrando la explicación sobre las oraciones impersonales. Más tarde me costará saber qué contarle a las otras mujeres del parque. Ellas parece que sí saben, parece que pueden; sin embargo, a mí se me nota tanto que yo no, que no soy como las demás madres que ofrecen, amorosas, panecillos de Viena rellenos con jamón del bueno a esos hijos que juegan como siempre imaginé que jugaban los niños en un poblado de indios navajos. Mechas y sonrisas brillantes. A mí me brilla sólo la frente porque tengo la zona T bastante grasa. Y mi hija no juega como las demás niñas que suben y bajan y corren y ríen. Ella sube y desde la cima de ese tobogán que o está muy frío o quema la piel mira a los demás. Se pasa el rato sola, mirando desde esa atalaya. Yo le grito, le pido que baje, que deje a los otros niños tirarse por la pendiente, pero no lo hago porque sea una madre ejemplar interviniendo para asegurar el cívico funcionamiento de los juegos infantiles, entre otras cosas porque pienso que deberían ser salvajes y estar libres de la presencia de los adultos. Yo lo hago porque temo que la altura le ayude a revelar lo que desde el suelo no se ve: que ella tampoco podrá hacer dos cosas a la vez. Creo que ya ha empezado a intuirlo. 
Los hombres son fuertes y tienen venas que les surcan los brazos como raíces y que nos recuerdan que la sangre les viaja por dentro con furia. Venas que se inflaman cuando comprenden que a las mujeres también nos laten los pulsos y los dos corazones. Los hombres son fuertes y pueden cogerte en volandas, o arrastrarte del cuello hasta que fallezcas tras caerte por una escalera y los medios lo cuenten como si se te hubiera complicado una gripe. Siempre miro los brazos de los obreros, fibrados a base de trabajo. Me excita el misterio de esa fuerza, me fascinan como esas hormigas que miraba de niña mientras cargaban en sus mandíbulas el peso de un mundo. Nosotras no podemos, nuestros brazos son lisos, suaves, porque sólo tienen que mecer la vida.

9 de marzo de 2017. El día después de proclamar la necesidad de igualdad. Ya la conocíamos, pero queda bien mostrar esa voluntad políticamente correcta mientras los chavales de catorce años hacen mofa en los colegios de la efeméride y relacionan el trabajo femenino con el trabajo sexual y chicas de la misma edad se refieren a su pelo como a lo más sagrado que poseen mientras ponen morritos a la cámara de su móvil para conseguir esa foto perfecta en la que se vean casi iguales que esos ídolos televisivos o de YouTube que no deben de tener el título de la ESO pero que ganan una pasta por hablar sobre chorradas o por desvelar cómo se ligan a no sé cuántos tíos. 
Amor cortés. Trovadores y damas orgullosas y desdeñosas. Literatura medieval y feminismo. ¿Oxímoron? Puede, pero resulta que hasta esa posibilidad de despreciar al hombre que lisonjea y pretende llevarte al huerto era más moderna que esta moda de suspirar por cualquier adicto a las pesas y a Instagram. Esa capacidad para negar, para el no que es respetado y no será combatido sino con palabras está mucho más cercana a la feminidad que a la masculinidad, imperiosa a esa edad en la que no se puede nada contra las hormonas.
Mi desafortunado Guillem de Cabestany, mi Conde Olinos, mi Celestina frente a estos chicos que alaban el reaggeton y creen que la máxima expresión de un sentimiento amoroso es un perreo en toda regla o una ristra de emoticonos agramaticales que colorean las pantallas de ese móvil con conexión a toda la desinformación del mundo que los padres regalan en Navidad, porque aunque ya no creen en la magia y contestan con insultos a las prohibiciones siguen ronroneando ante la posibilidad de recibir algo a cambio de nada. Mis códigos de honor medievales en un mundo en el que hasta la empollona repeinada de la clase lleva una camiseta con el eslogan de un anuncio de la tele que ha triunfado tanto por la cancioncilla pegadiza como por la bailarina joven y guapa que se marca un twerking que hace dudar de la incapacidad para rotar de las vértebras lumbares de una mujer. Padres que ríen con la capacidad de una niña de tres años de cantar esa dichosa cancioncilla mientras la cría mueve la cintura con esa arritmia infantil tan entrañable. "Pero canta más alto, cariño, que no te oyen estos señores". 
Purpurina, unicornios voladores con melenas que trenzar, personajes de Disney disfrazados de mujeres independientes que acaban felices al encontrar al maromo musculoso que las levanta del suelo con su fornido brazo; eso sí, porque ellas quieren ser levantadas. 
Pienso todo esto mientras vigilo a los chavales de catorce años que contestan un examen de lengua tipo test porque no están acostumbrados a escribir ni a razonar sus respuestas, y si les obligas es asumiendo una debacle académica que, como sustituta, no ves como algo deseable. Intento comprender el susurro casi inaudible de una de las alumnas que tiene un tipo de autismo y que escribe con letras mayúsculas, todas equidistantes entre sí, relatos más complejos que los de otros compañeros sin ningún tipo de diagnóstico. "Sí, claro, coge solo los pequeños y no hagas ruido porque tus compañeros no han acabado aún el examen". Apoyo la cabeza en la pared y miro cómo saca, uno a uno, sus dinosaurios de plástico y cómo empieza la batalla entre un Rex y un Ptelodáctilo que acaba preso de las mandíbulas del mayor depredador del Cretácico. Me gustaría llevarla de la mano a un parque para que se pudiera manchar las rodillas de tierra. Los chicos dejan de escribir para burlarse, las chicas siguen marcando casillas mientras miran de reojo y sonríen. 
Tal vez, al fin y al cabo, las mujeres sí que somos capaces de hacer más de una cosa a la vez. 

miércoles, 15 de marzo de 2017

Diario de la niña de fuego. Hasta ahora, todo está bien

Creía que ya no era capaz de sentir cosas nuevas sin la ayuda de la química. Creía que ya había probado todas las montañas rusas emocionales posibles, estaba convencida de haber disfrutado de los sentimientos más sublimes y de haber disimulado los más mezquinos. Pero me equivocaba. Ayer por la tarde sentí algo inesperado. A las cuatro empezaba el examen de tercero de ESO sobre la oración simple y sobre literatura de la Edad Media para el que llevaba preparando a los chavales durante más de dos meses. Y he intentado ganármelos. He procurado acercarles a la literatura medieval aprovechando escenas de películas, les he relacionado las características de un cantar de gesta con algunas escenas de Braveheart, les he explicado lo que es una bella dama "sans merci" y luego han visto un momento de Juego de Tronos en el que Daenerys ejerce su poder sobre el traidor enamorado (y caballero y culto como un trovador) de Jorah Mormont. Y poco a poco lo he ido consiguiendo. Mi mayor logro, motivar (poco pero algo, cosa que es mucho) dos de los chicos más perdidos de la clase. Son listos, pero han decidido no hacer nada para evitar el golpe. Como en aquella película francesa protagonizada por Vincent Cassel, "El odio", están cayendo desde un piso cincuenta y mientras se acercan al asfalto van pensado "Hasta ahora, todo está bien; hasta ahora, todo está bien", pero no tienen edad suficiente para entender que lo que importa no es la caída sino el aterrizaje. Esos dos chicos habían dado muestras de estar vivos, habían levantado la mano para que les ayudara a entender por qué una escena de teatro popular en la calle de Juego de Tronos valía para su parte del trabajo sobre las maneras de transmisión de la literatura en aquella época. Incluso uno, el que parece dejar su cuerpo en el aula para disimular que en realidad no está ahí, como en las películas de fugas carcelarias en las que un reo que se va a escapar siempre tapa un par de almohadas con unas sábanas para que los carceleros piensen que está durmiendo calentito, me ha hecho cómplice al tomar la iniciativa para contarme que ya hay fecha de estreno de la séptima temporada de esa serie, que le encanta. Y yo me había creído que con eso valía, que ya los había atrapado, que lograría sacar algo de ellos en el examen que no puedo no hacerles.
Pero nada más abrir la puerta del aula les he mirado y he sabido, sin lugar a dudas, que los dos estaban fumados. Sus ojos rojos, su mirada lenta, su cuerpo sin esqueleto. Y ha sido en ese momento, nada más abrir la puerta, cuando me he sorprendido sintiendo una tristeza diferente, más física, como si mi gato me hubiera lamido el corazón. Era decepción. Y no es que no me hubieran decepcionado antes, pero hasta ahora quien me ha decepcionado ha sido alguien igual a mí, o superior en la jerarquía familiar, pero no un joven adolescente ciego que no es capaz de ver que lleva dentro de sí todas las posibilidades. Nunca había sentido ese tipo de tristeza dolorosa. Supongo que ese raspón distinto lo produce la impotencia, ya que no se trata de un fallo propio que enmendar ni de cualquier mal en mi propia piel, sino en la de un casi niño que me había parecido que percibía mis ganas de ayudar. Yo no soy su madre, y no me importa de esa manera que se fumen un porro. Sé que la vida es una repetición constante del esquema del método científico de "ensayo - error". Todos tenemos que practicar y equivocarnos una y otra vez para acertar de tanto en cuando. Pero la torpeza de esos chicos para escoger el momento ha supuesto un desprecio. Y, sin embargo, era tan fácil corresponderme. Con hacerme saber que aceptaban el reto era suficiente. Me he esforzado por hacerles entender la diferencia en lírica y narrativa medieval, pero también entre obligación y responsabilidad. Ayer, a las cuatro de la tarde, supe que había fracasado, al menos de momento.

miércoles, 1 de marzo de 2017

Diario de la niña de fuego. Carnaval, desconocidos, ratones y cucarachas

5.50 h. Noche cerrada. No hay nadie en la calle, salvo el hombre que reparte el pan precocinado a las panaderías, la señora de la limpieza que adecenta la biblioteca pública y de la que hoy solo veo el palo de la fregona atravesado en el dintel de una puerta y el vagabundo joven y alto que se está desayunando con vino blanco de cartón dentro del cajero automático que hoy le han dejado abierto. Vuelve a hacer frío y los del banco, aunque interesado, tienen su corazoncito. Los edificios están a oscuras, salvo por alguna salpicadura de luz aquí y allá. Algún insomne, algún condenado que empieza a empujar su piedra cuesta arriba.
Me siento frente al hombre de pelo cano con el que coincido a diario en el metro. Otro condenado, aunque su condena parece mejor que la mía: buen corte de pelo, deportivas de una de esas marcas que gustan a aquellos que fingen no estar interesados en las marcas, libros de no ficción de tapa dura y esa apariencia tranquila que suele aportar una cuenta corriente ajena a los números rojos. Me gusta ese hombre. Me gusta encontrármelo y sentarme delante. Siempre lo hago. Prefiero el paisaje de su rostro tan parecido al de esos actores argentinos, los Alterio, y que por edad se situaría entre el padre y el hijo, a las miradas polvorientas de los currantes. Libros sobre historia para horas en las que la ficción parece una mala broma. Y revistas dominicales. Las ojea siempre, da igual que estemos ya a miércoles. Quizá sea periodista y revise con cuidado su trabajo o el de otros. O quizá se reserva las pequeñas píldoras edulcoradas de realidad que guardan las páginas de papel estucado para los ratos en los que el ensayo histórico o filosófico se hace demasiado difícil de digerir.
El día de Carnaval me lo crucé por la calle, la primera vez que nuestro encuentro no era subterráneo. Yo iba disfrazada de Olivia Newton John en "Grease", con una peluca rubia y la dignidad enfundada en unos pantalones de plástico negro que me constaron casi ocho euros en un bazar chino. Estuve a punto de saludarle, pero recordé que a pesar de haber cruzado muchas miradas alternas no nos conocemos. Sólo somos dos desconocidos acostumbrados a vernos a diario. Al final su mirada, después de detenerse ese instante de reconocimiento inesperado imposible de evitar, también pasó de largo. Hoy, los dos hemos fingido ser todavía un poco más desconocidos.
Más tarde, en el tren, me he sentado detrás de dos mujeres de más de cuarenta años disfrazadas de Minnie Mouse a las que el rímel corrido les acentuaba el cansancio. Volvían a casa después de una fiesta. Sus orejas negras de ratón, sus bigotes medio borrados y sus falditas de lunares contrastaban con su conversación: mechas, cambios de look, celulitis, ingesta masiva de líquidos, cláusula suelo, agua con limón en ayunas, metabolismo, un vecino deportista, masajes y cartucheras. Cuando han llegado al pan, la leche y ese pecado nocturno llamado queso he empezado a pensar que nos merecemos todos los males que nos depare el destino como género (femenino) y como especie (humana, en general). Si estuviera a su lado, si tuviera que hablar con ellas, si fueran compañeras de algo, sus palabras me convertirían en una figura de cera sonriente y muda. Empiezo a desear que se bajen en la siguiente parada con una fuerza cercana a la agresividad. Me salvan los auriculares y Spotify. Me salvan Silvia Pérez Cruz y Cécile McLorin. Me salvan mujeres con voz de diosas, y las "Paraules d'amor" de Serrat y el Alba de Aute que coincide con el cielo rosa que veo a través de la ventanilla del vagón. Sin embargo, al final la botella de Chavela Vargas me recuerda que en realidad no te salva ni dios.
Las ratonas y yo nos hemos bajado en la misma estación. Han salido primero ellas. Bostezaban y se tambaleaban un poco. Al poner el pie en el andén casi piso una enorme cucaracha de color whisky. He tenido que dar un salto ridículo para evitar mancharme con las tripas del bicho la suela de las botas que he conseguido estas rebajas al 50% y que precisamente estrenaba hoy.