Tumbada boca arriba en la cama miro la sombra que un ventilador antiguo
proyecta en la pared de enfrente mientras oigo voces al otro lado de la puerta, aunque no
entiendo lo que dicen. Sé
que están hablando de mí, de lo mal que lo hago. Todo. Es más
fácil generalizar que entrar a listar los detalles. Y, por supuesto, menos aburrido.
Prefiero no oír. El ventilador está apagado. Las aspas oblongas llevan en la misma posición estos últimos cuatro días y, por el polvo acumulado sobre la rejilla
protectora, diría que no han movido el aire húmedo
de esa habitación con olor a río en mucho tiempo. Noa duerme a mi lado,
por fin. Le suda la cabeza y tiene una pierna entrelazada con la de su muñeco de trapo preferido. Ha estado llorando desde las diez de la noche, gritando, pataleando, lanzando sus objetos preferidos con rabia, convirtiéndome en un animal furioso y descubriéndome ante los demás como una madre falta de recursos,
pegatinas de colores y premios a la buena actitud. Son las doce pero no tengo sueño. Además de los cuchicheos, escucho los ladridos de un perro que alguien mantiene durante todo el día atado con una cadena a una tapia que separa una casa de un campo de arroz. Yo no ladro, pero también quisiera escapar.
Estoy rodeada de arrozales y agua: charcas, acequias,
canales y el mar como destino último. Será
por eso que tengo la sensación de estar ahogándome despacio. Hacía tiempo que no me sentía prisionera, quizás desde que dejé
de ser una niña.
Conseguí
arrinconar la ansiedad de aquella época al convencerme de que se debía
a las hormonas y de que todo era cuestión de tiempo. Esa era
la frase preferida de mi madre: 'no te desesperes, hay tiempo para todo'. Al final crecí
y dejé de necesitar el
ventolín y de enamorarme cada vez que decidía
mirar a un hombre a los ojos.
Pero estos días
he vuelto a ahogarme.
Con el amado pasodeltiempo de mi madre descubrí que aquella ansiedad no se había debido a mi edad, o no del todo. Lo escribo junto porque es la medida temporal que marcó mi paso de la infancia a la juventud. En casa no se miraban los relojes, ni existían las horas, ni las semanas, ni los meses. Sólo podía sentarme, leer y hartarme de esperar a que el puto tiempo pasara para poder salir huyendo. Entendí que vivir rodeada de mi familia me producía
sensación de asfixia. Hay quién se pone nervioso en
un ascensor o en una cueva o en lo alto de un edificio; a mí mi familia me produce claustrofobia. Creo que nunca he estado en
un espacio tan reducido. Y les estoy agradecida por mucho, pero no por todo.
Me han enseñado que a ser feliz también
se aprende. Creía que el instinto te obligaba a pretenderlo, sabía que como mucho se es feliz a momentos: a orgasmos, a postres, a
risas, a besos, a lecturas, a amaneceres y mares; sin embargo, las mujeres de mi
familia no saben ser felices, les hicieron creer que es peligroso. Creo que podrían redactar una tesis doctoral sobre el miedo y la infelicidad sin
haber estudiado Filosofía. Saben conseguir un blanco perfecto en
la lavadora, pero no tienen ni idea de pisar la tierra descalzas y mancharse de
polvo y llevarse arena entre los dedos de los pies a casa para meterla luego en
un sobre y escribir en el reverso: “recuerdo de aquella playa y de aquel verano”.
No saben ser libres. La libertad les asusta
más que la infinitud de los matices. Y sin libertad no se puede ser feliz. De niña me harté de escuchar "No hagas esto. ¡Aquí, a mi lado! ¡Cuidado, no corras! no, no
puedes subir ahí. No vas a salir. Relaciónate sólo con la tribu,
somos tus iguales, los demás son diferentes y
extraños, sus camisetas blancas están grisosas, hablan muy alto, beben alcohol, se drogan, se carcajean y no piden las cosas por favor, son peores. No te acerques, ten cuidado, ¿no te dan miedo? Está oscuro. Se ha escuchado un ruido". Todo es peligroso en potencia, así que mejor evitar el daño. Y a fuerza de evitar han ido cada vez ocupando menos espacio; su existencia se ha reducido hasta convertirse en supervivencia. Creo que ya no les caben ni sueños en los bolsillos.
Me metieron su miedo en la cabeza, y me fui convenciendo sin darme cuenta de que si no había aprendido a ir en
bicicleta, tampoco podría conducir un
coche; o de que si no sabía nadar, menos lograría volar; o de que si no podía ir sola a ningún sitio, tampoco podría vivir una vida independiente.
Me di cuenta tarde del efecto de su
miedo en mí. Luego he intentado ser
diferente. Lo procuro en cada paso que doy: me bajo a la calzada en vez de
caminar por la acera porque es arriesgado, dejo que Noa se suelte de mi mano y se caiga, lloriquee y se levante por sí sola. Me encantan las calles desiertas a las tantas de la madrugada, hablo con desconocidos, me he tatuado la piel, he levantado la voz, he gritado de placer, me he raspado las rodillas, me despeino... Pero todo lo hago con esfuerzo. Esa que ríe, esa que se tira de cabeza al mar, en realidad no soy yo, sino la mujer que quisiera ser. Cuando me quedo sola me echo a temblar. Temo no ser capaz. Y generalizo. No ser capaz, sin más.
Soy una mujer de mi familia, y ahora tengo que enseñar a Noa a no serlo. Y temo no ser capaz. Y estoy sola.
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