He
salido huyendo de una panadería en la que me había metido a comerme un
bocadillo barato. Era tarde y no quería comer mucho, últimamente tengo menos
apetito, y tampoco quería gastarme los doce o trece euros de un menú porque a
mi dinero le pasa lo mismo que a mis ganas de comer, pero el lugar me ha
resultado demasiado deprimente. Era una de esas franquicias con el rótulo en
negro y dorado que aparecen de la noche a la mañana donde antes había una
oficina bancaria o la ferretería de toda la vida, con sus paredes tan
abarrotadas de objetos de nombre misterioso que me parecía imposible que
hubieran sido limpiados alguna vez: tornillos y alcayatas de mediados del siglo
XX compartiendo espacio con modernas manoplas de silicona para evitar
quemaduras en las manos y cronómetros con forma de huevo cocido. ¿Dónde habrán
ido a parar todas esas cosas?
No me he
acabado el horrible bocadillo de atún que he pedido. Ha sido por culpa de dos
voces. Intentaba leer, o pensar en mis cosas al ver que lo de leer iba a ser
complicado, pero esas voces han ido ocupando cada vez más espacio en mi cabeza
hasta impedirme concentrarme en nada más. Dos voces femeninas: la de una chica
joven y la de una mujer de unos cincuenta años. La adolescente hablaba con voz
demasiado aguda de sus exámenes, de su trabajo de cuatro horas diarias, del mal
trago de cruzarse con su ex cada dos por tres en la calle y de lo que soñaba
hacer con su nuevo novio economista cuando acabara sus estudios. Su tono era
molesto, pero ha sido la otra voz la que me ha resultado insufrible, la de
una mujer con acento argentino. Hablaba al hombre de ojos verdes que la acompañaba
con un desdén hiriente. Sus sarcasmos se colaban entre mis pensamientos y los
iba amargando. He dejado en el plato la mitad del bocata. No he podido aguantar
que por un oído me entrada la ilusión chillona de la juventud, mientras por el
otro se colaba el rencor bajo de la derrota. Un rencor peligroso porque suele
ser disparado a discreción contra cualquier diana. Al salir he cruzado la
mirada con la de ese hombre humillado. Tenía los ojos enrojecidos, como los
carrillos en los que se le marcaban los capilares dilatados, y de sus poros emanaba
un efluvio de alcohol barato. De la mujer sólo he podido apreciar su perfil, y
parecía que el odio le tiraba de las cejas hacía arriba.
Sueños y
pesadillas, principio y final, tomando café con leche en un local de suelo
sucio y resbaladizo, atendido por dependientas mal pagadas y demasiado
maquilladas que tocan con la punta de los dedos los bocadillos cuando les dices
que quieres ese no, el de atrás.
Me he
refugiado en una cafetería familiar que lleva en el barrio no tanto tiempo como
la ferretería desaparecida, pero el suficiente como para guardar el recuerdo de
alguna tarde antigua en ese lugar. He pedido un cortado, he sacado el IPad y me
he puesto a escribir. Cada tres o cuatro palabras, al acabar una frase con
suerte, miraba la pantalla del móvil por si había alguna novedad en Facebook,
Twitter, WhatsApp. Últimamente, sólo las encuentro ahí y no me pertenecen.
Hoy he
vuelto a ver a mi psiquiatra de manos delicadas. Debe de tener cinco, siete, años
más que yo y parece tan adulto. Yo no sé lo que parezco. Antes creía saberlo,
ahora ya no. Estoy mejor, me ha dicho. Quizás si le hubiera confesado que me da
pánico el otoño, que este año temo como nunca los árboles desnudos, porque sé que
las ramas secas no me servirán de escondite, no me lo habría dicho. Tampoco, si
le hubiera explicado que empiezo a evitar las primeras hojas muertas bajo mis
pies porque su crujido delataría mi huida.
¿En qué momento
entre la voz de pito y la envenenada estoy? ¿Mi voz formaba, en esa panadería,
el último vértice del triángulo en el que cabe toda una vida? Qué pena que me
haya dado por tomar un café justo después de que el psiquiatra me recomendara
procurar los cambios que tengo pensados, tal vez me podría haber contestado.
Hace
años, cuando Él y yo entrábamos en un restaurante, o en un bar, y veíamos a una
pareja que no se hablaba, que comía o bebía en silencio, mirando cada uno lo
que había detrás del hombro de su acompañante, no podíamos evitar observarles y
hablar sobre ellos. Él siempre me decía que le parecía algo insoportable y
triste, que no se imaginaba compartir su vida con una mujer con la que no
tuviera nada de qué hablar. Me reía y le susurraba que yo jamás había aguantado
más de cinco minutos callada, y añadía que quizás esos de la mesa de al lado
sólo estaban enfadados. No entendía que dos personas pudieran hacer planes, se
sentaran la una frente a la otra y dejaran pasar el tiempo casi sin mirarse.
Ahora empiezo a entender ese silencio y a mí también me parece insoportable y
triste. Cuando lo noto, miro el móvil en busca de alguna noticia, de alguna
conversación virtual, ajena. De momento, me sirve de consuelo, aún no se me ha
enquistado, aún no noto que me amargue la saliva.
Tampoco
le he hablado del silencio a mi psiquiatra de manos delicadas, hoy sólo
hemos hecho ruido.
No hay comentarios:
Publicar un comentario