I.
Querido
mío,
Cuánto
te echo de menos.
Añoro
aquellas conversaciones sobre cualquier nadería. Podíamos hablar durante horas
del cajón de madera que queríamos pintar para darle una segunda vida como cofre
de tesoros.
Ahora
es diferente, desde que me mudé a este lugar que sigue casi vacío no hablamos
apenas. Es difícil coincidir. Las rutinas, los horarios, las obligaciones
limitan el tiempo. Mucho.
Me
inquieta el eco que me sorprende cada vez que hablo sola. Ya sabes como soy, lo
indispensable lo coloqué rápido: el sofá, una mesa, un par de sillas y una cama
enorme siempre deshecha (no espero visitas)... Pero los detalles me cuestan,
los dejo para más tarde. Así que, imagínate, no hay cortinas, ni cuadros, ni
nada que amortigüe el golpe de mi voz contra las paredes. Me asusto al oírme y
entonces
me callo. Habito
un lugar que está empeñado en convertir la ausencia en una hoja de cuchillo.
¿Cómo
estás? ¿Eres feliz? Escríbeme pronto y cuéntame. La última vez que me llamaste
quise preguntártelo, pero después de resumir cómo me había ido aquella mañana
de prisas te despediste tan rápido que no tuve ocasión de hacerlo.
Estás
muy lejos y aun así soy capaz de oír el sonido de tu respiración al otro lado
de la pared. Llego, incluso, a percibir la vibración de tu nuez y cómo se
dilatan las aletas de tu nariz al paso del aire tibio que recorre tu cuerpo
dormido. En cambio, no logró imaginar las emociones que flotan en la bilis de
tu estómago. Sé que los ácidos de cada cena muda están corroyéndolas y puedo
intuir sus agujeros pero no lo que rodea los huecos.
Tus
emails son fríos y superficiales, prefiero escribir una carta. Escribirte me
ayuda a creer que te tengo enfrente, dispuesto a escucharme. Necesito que me
escuches. ¿Vas a escucharme ahora?
Escribir
una carta es otra cosa, exige concentración, permite reflexionar y obliga a ser
paciente. Primero me llega el amargor de la pega de la solapa del sobre en la
lengua, o del reverso del sello en el que un rey de perfil siempre acaba
babeado; luego, se me amarga la boca entera cada vez que abro el buzón y lo veo
lleno de facturas y propaganda, pero vacío de respuestas. No, no soy
paciente...
Aprovecho
el silencio de la medianoche para escribirte. La tele está encendida, sin voz.
A veces, oigo el llanto de un bebé al fondo del pasillo. Me asusto y me tapo
con una manta gris que me calienta mientras dura el frío. Y cada vez dura más.
Algunas
noches me pondría un vestido negro, me ahumaría lo ojos y me pintaría los
labios de rojo para salir a las calles de mi barrio a reírme de mi sombra. Pero
me preocupa que el llanto de pesadilla del bebé se convierta en un reclamo
inevitable de cría en peligro y no me muevo del sofá. Casi ni respiro. No
quiero que suceda, no ahora que me siento sola, que puedo escribir una carta.
El bebé se mueve, me llega el sonido del roce de su cuerpo contra las sábanas.
Cierro los párpados. Ahora no, ahora quiero estar sola.
Suelto
poco a poco, a través de los labios entreabiertos, el aliento que me dolía
dentro del pecho. No sé a quién contarle lo extraño que me resulta mi nuevo
lugar. Te lo estoy diciendo a ti, por escrito, lo sé, pero no confío demasiado
en que llegues a leerme. Ni siquiera confío en que recibas la carta. Sólo yo
tengo llaves del buzón. Además, nunca has esperado las palabras de nadie, no
las necesitas. Ofreces silencio y distancia como quien ofrece susurros y
abrazos. Te sirve, a mí no.
¿Sabes?
Creo que últimamente parezco el conejo de Alicia en el país de las
maravillas. No soy dueña del tiempo que se me escapa. Quisiera huir, pero
no puedo y siempre llego tarde a sitios en los que esperan a esa mujer
despeinada que no soy yo. O no sólo.
No te
he dicho que las puertas y ventanas de mi nuevo lugar tienen unas rejas con
filigranas pintadas de blanco que proyectan unas sombras hermosas en el suelo
cuando entra el sol. Algunas mañanas me creo un pájaro y siento el impulso de
echar a volar. Mi nuevo cuarto impropio es como una de esas jaulas hermosísimas
en las que las abuelas encierran a perpetuidad a un canario cantor o a un loro
gris de los que insultan a los nietos cuando las visitan y meten el dedo índice
entre los barrotes, cada vez menos a menudo. Estoy prisionera en este nuevo espacio.
Es fácil abrir la puerta desde dentro, el pasador del cerrojo es endeble, pero
aunque la puerta se abriera de par en par no sabría reconocer el trozo de cielo
que me perteneció una vez. Saldría agitada, mi cuerpo chocaría contra las
paredes y los vidrios y acabaría sentada en un brazo del sofá, agotada,
pensando que no estoy sola, que nunca más volveré a estar sola. Y lo que podría
servirme de consuelo, me sirve de precipicio. Pero no puedes entender mi
vértigo. Creo que poca gente podría. Tal vez alguna mujer que no se atreverá a
reconocerlo ante nadie porque queda feo confesar que añoras el vientre intacto
y nuevo de antes del parto de luz y de sombra, que sólo se llenaba de ese deseo
que te erizaba la piel y tensaba tus pechos. Da vergüenza confesar el vacío.
Enviaré
esta carta y tendré un margen para pensar en si quiero realmente que la leas.
Tardará unos días en volver a casa y cuando llegue, la descubriré en el buzón,
arrugada y expectante. Hoy, quiero que la leas; tal vez, dentro de tres días
haya cambiado de idea y la rompa en pedazos porque habré decidido, otra vez,
conformarme con tu silencio. Y después de tirar mis palabras a la basura,
recorreré de puntillas los pocos metros del pasillo que me lleva al otro lado
del muro con la esperanza de que la visión de mi horizonte dormido en su cuna
me devuelva a mi sitio.
No hay comentarios:
Publicar un comentario