La niña de fuego
Te llama la gente
Y te están dejando
Que mueras de sed.
(La niña de fuego, copla de Quintero, León y Quiroga
La
niña de fuego soy yo. Es una metáfora, claro, porque ni soy hace tiempo una
niña ni sufro de combustión espontánea. Mi incendio fue prendiendo poco a poco
hasta llegar a consumir el oxígeno que necesitábamos ambos para seguir
creciendo. Yo me quedé sin aire y mi
fuego se ahogó a sí mismo. Aún tengo la piel llagada, aún me duele la tráquea
al respirar y, cada vez que me decido a vestirme para salir a la calle, camino
por encima de ascuas al rojo que parecen corazones calientes emponzoñados, con
su tizne negro por fuera que me mancha los pies desnudos antes de abrasarme las
plantas.
No lo
sabía. Siempre anduve sobre un sendero amarillo que refulgía en la noche, pero
no pisaba baldosas como creía. No sabía que el mío era un terreno áspero de fósforo
que a la menor fricción ardería como la brea. Mi abuelo siempre usaba esa
expresión, me gustaba que lo hiciera y yo la empleo a la mínima oportunidad. Al
final me caí, rodé y me vi envuelta en llamas como una bruja condenada.
Mi
abuelo también se quemó muchas veces. Pero a él le gustaba el fuego. Le
encantaba sostener una cerilla entre dos dedos ante mi mirada atónita de niña
curiosa y dejar que se consumiera hasta que la llama le quemaba las yemas. La
soltaba con un gesto reflejo de retroceso de su brazo derecho. Le gustaba el
riesgo y el juego. Le gustaba ganar y no le importaba perder. De muy joven una guerra
le obligó a renunciar a todo. Lo que vino después no consiguió sentirlo demasiado
suyo porque no tenía muy claro si seguía vivo. Ni mujer, ni hijos, ni trabajos,
ni dinero, ni sueños. Todo prestado. Todo ajeno. Poco apego. Lo recuerdo
siempre doblado, con ambos antebrazos apoyados en la mesa redonda del comedor.
Siempre adoptaba esa postura. Creo recordar que cuando no estaba incorporado no
sentía ciertos dolores que le acompañaban desde una caída antigua. Parecía un
gorila sin pelo. Bajito y ancho. Simpático, pero con una voz que raspaba como
una lengua de gato y que sonaba sorprendentemente bien cuando cantaba aquellas
coplas en blanco y negro. Siempre tenía cerca del oído un pequeño transistor color
humo del que salían distorsionadas aquellas canciones de hombres que suplicaban
el amor de una mujer de fortuna, o de mujeres que se arrancaban a voces y
golpes de cadera el corsé de la moral pacata de la época. Se sabía las letras.
Entonaba y le salía de la garganta la tristeza que está detrás de todas esas
canciones. La gente del barrio le pedía que cantara. La copla que más le
gustaba era La niña de fuego, de Manolo
Caracol. Mi abuelo nos chistaba para que nos calláramos cada vez que la emitían
por la radio. Tiempo después, en el televisor, descubrí que mientras Manolo
Caracol cantaba, una auténtica niña de fuego, una Lola Flores jovencísima, le
respondía con la melodía de sus tacones, con el vuelo de su falda y con el
descaro de sus muñecas. Ella no movía los labios, sólo bailaba, zapateaba, se
revolvía, chasqueaba los dedos, se inventaba un lenguaje con sus manos. Ella
estaba ardiendo y él deseaba quemarse con su piel.
Cuando
me caí y ardí, recordé esta copla y pensé que yo también soy una niña de fuego
que quisiera sacudirse los males a golpe de melena.
Pero
como no sé bailar, empecé a escribir.
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