jueves, 24 de abril de 2014

Piernas

En dos días he visto tres perros a los que les faltaba una pata y me he cruzado con esa mujer sin piernas que lleva años pidiendo limosna cerca de Portal de l'Àngel. Las primeras veces que la vi sentada en la acera sólo pude fijarme en sus muñones, que acaban en un nudo de carne justo por encima de donde tendrían que haber estado sus rodillas. Poco a poco fui completando el retrato con la ausencia de sus dientes, con su pelo enmarañado recogido en lo alto de la cabeza y con su mirada huérfana de horizonte.
Me pregunto si a los perros también les duelen sus miembros fantasmas.
He visto los arañazos blanquecinos que las bolsas de cartón de las tiendas de ropa dibujan en los muslos de las turistas, que renuncian a las medias con el primer rayo de sol que les calienta la nuca. Y como un hombre de unos sesenta años clavaba los codos sobre sus piernas en un banco de un parque sin niños. Con una mano aguantaba una lata de cerveza barata y con la otra, todo el peso de su mala estrella.  
También me he dado cuenta de que la mancha rojiza de nacimiento que tiene Noa en un muslo ha crecido. Como ella, como su pelo, como sus dientes de leche, como su risa y mis ganas de oírla.
He visto algunas piernas de escritoras rematadas con tacones desgastados y pasos fuertes; otras, con tacones de marca andando de puntillas. He visto piernas cortas de escritores enormes y piernas largas de escritores guapos y famosos.
Y me he dado cuenta de que en dos días no he sido capaz de averiguar cómo llamar a alguien que no tiene piernas. Cojo no. El que cojea aún puede avanzar, aunque sea a trompicones.