martes, 13 de diciembre de 2016

Diario de la niña de fuego. Vida extraterrestre

Me tocaba explicar la subordinación y no estaba en condiciones de hacerlo. La tarde anterior había vuelto a callar y acabé ardiendo por dentro mientras él me decía que no había logrado nada en la vida. No me explicaba cómo sus palabras seguían teniendo ese efecto abrasivo en mí después de tantos años de desprecio. Abrí la puerta del aula y ante la absoluta indiferencia de los alumnos preparé el vídeo que la profesora de ciencias me había pedido que proyectara. Los chavales se callaron cuando empezaron los dibujos animados que iban a hablarles sobre la posibilidad de vida en otros planetas. Astros de colores bailando, cápsulas con información sobre la humanidad que se lanzan al espacio por si las encuentra algún vecino de la estrella de al lado. Se meten sinfonías, palabras en todos los idiomas, mapas (debe de ser por si a los extraterrestres nos les funciona el GPS), fotografías de nuestros paisajes... Lo que no explicaba la grabación es si también introducen en esas cápsulas imágenes de las barbaries que se han cometido, que se comenten y que se cometerán hasta que nos extingamos. Disfruté del silencio azulado que me regaló el vídeo, pero no duró más de cinco minutos, así que tuve que afrontar que había llegado el momento de explicar los tipos de oraciones subordinadas a unos críos de quince años incapaces de escribir frases con verbos diferentes a "ser", "estar", "hacer" y quizá "salir" (por poner uno de cada conjugación). "Venga, va, sacad (con "d") el libro y abridlo por la página 63". Aproveché los eternos segundos que tardan en mover esos brazos tan lánguidos que parece que han cargado bloques de hormigón como para levantar una pirámide para lanzarles una pregunta con la que conseguir unos minutos más de tregua. "¿Quién cree que existe vida en otros planetas? Se alzaron un par de manos educadas, pero fue el chico tímido que siempre tamborilea los dedos en el pupitre cuando soporta las burlas de sus compañeros por ser el que sabe las respuestas, el que saluda, el que lee algún libro por placer, el feo quien respondió antes de que pudiera darle la palabra a otro alumno: "querrás decir vida inteligente, ¿no?". Sonreí por hacer algo. Solo había añadido un adjetivo, poca cosa, para muchos son superfluos, cargantes, redundantes, innecesarios en la mayoría de casos, propios de malos narradores, de esteticistas sin ideas. Una palabra y su voz resentida, y su mano derecha, que se arrugó, que se cerró en una amenaza y se guardó dentro toda la ira que no sabía por dónde sacar, me recordaron a él. "Yo no conseguiré nada, pero tú, ¿qué has hecho? Eres un burro de carga, un esclavo satisfecho que visita los hogares de muchos metros cuadrados de los amos como si llegaras por casualidad a casa de un marciano y volvieras para contar tu contacto con una especie alienígena de un universo paralelo al que no deberías haber cruzado". Aún no había acabado la carrera, sin embargo él ya me auguraba el fracaso, de nada importaban mis excelentes, mi matrícula de honor, mi pasión. Todo era poco. No dijo nada, pero supe lo que iba a pasar, vi cómo la furia le deformaba las manos llenas de cortes oscurecidos por la grasa. Mi padre se levantó y me cruzó la cara tan fuerte que se me cayeron las gafas al suelo y uno de los cristales se rompió en mil pedazos.
"Tienes razón, buena apreciación... Encended las luces, hoy voy a intentar explicaros la subordinación...".

miércoles, 23 de noviembre de 2016

El primer recuerdo

 El elástico del bañador me molesta en las ingles. Estoy en el octavo mes de embarazo y empieza a serme realmente difícil subírmelo más allá de las caderas. Me he ensanchando, mi cuerpo es un nido que se está acomodando a la criatura que crece dentro. Las costillas se me han abierto dolorosamente y mi pelvis empieza a convertirse en una salida. Madriguera y puerta. El agua está fría y tiene mucho cloro. Los ojos se me pondrán rojos y se me resecarán las lentillas hasta convertirse en dos estropajos transparentes y me pasaré todo el día pestañeando delante del ordenador. Desde mis años de instituto no había vuelto a hacer natación. Odio las piscinas, su olor, la temperatura siempre demasiado fría del ambiente, los gorros de silicona que ciñen las frentes de los nadadores que vacían sus cráneos al ritmo de sus brazadas. Esa necesidad alienante de ritmo. Uno, dos, respira. Uno, dos, coge aire sin tragar agua. Siempre trago agua. No sé mantener el orden de mi cuerpo dentro del agua. Parece sencillo, pero para mí no lo es. Tendré problemas de lateralidad, antes no nos miraban estas cosas, eras una cría torpe y punto.
Mi primer recuerdo es azul, de un azul subacuático. Es un recuerdo líquido, sin sonido sin palabras. Es un recuerdo de agua. No conservo memoria de nada de lo que viví antes de ese momento azul. Era pequeña y muy curiosa, bueno, eso es lo que me cuenta mis mayores porque yo de eso no me acuerdo. Tenía tres años, una hermana pequeña, a la que mis padres llevaban de un lado a otro en un cuco de mimbre como si fuera la compra semanal; una madre hermosa, como lo son todas las madres a ojos de sus hijas de tres años; y un padre con barba. No conservo nada que guarde relación con mi madre de aquel día: ni el peinado, ni el color de vestido ni un olor, ni siquiera el olor acre que probablemente despedían sus axilas a esa hora de la tarde de un día del mes de julio. Del pelo de mi padre si conservo algo: la imagen de pequeños ríos retorcidos de agua naciendo de la punta de sus mechones mojados, bajándole por la nuca, metiéndosele por el cuello de la camisa empapada. Pero esos recuerdos vienen después del primero, como el sabor del cloro o los gritos. Como he dicho, mi primer recuerdo es sordo. Es curioso cómo la intensidad puede alterar el orden de las cosas en la cabeza. Sé que primero fue la aventura, el querer llegar más allá del límite de seguridad que me habían marcado los adultos, caminar sobre flotadores hasta llegar a una canoa hinchable, como un jesucristo niño jugando a los milagros. Primero fue la transgresión y luego la consecuencia, pero mi primer recuerdo es acerca del resultado de mi atrevimiento. Con tres años casi muero ahogada en la piscina de unos amigos de mis padres. No sabía ni flotar y me hundí nada más caerme al agua. Recuerdo estar envuelta en ese azul artificial, la ingravidez y luego, el blanco. Otro color. Memoria sinestésica. La tela del vestido se convirtió en una red que me atrapaba. Subía hacia la superficie mientras yo me hundía, me tapaba la cara y me impedía mover con libertad los brazos. Recuerdo agitar las manos a lo loco para apartarme la tela de la cara. Blanco y azul, blanco y azul. No recuerdo la sensación que debió de producirme el agua al colarse por los orificios de la nariz o la boca, solo los colores. Y luego la bocanada de aire desesperada y los gritos. La voz de mi padre, las manos de mi padre, los zapatos mojados de mi padre, todo me golpeaba. Zarandeos, gritos, agua, el vestido adherido a la piel de mis muslos que se transparentaban a través de la tela que chorreaba. Creo que mantuve los ojos cerrados y la boca muy abierta hasta que cesó el ruido. Pasé del azul al amarillo del sol, que quemaba. Pasé de estar suspendida a pesar como una losa, a no poder despegarme del suelo.
Y después del recuerdo vino el relato. Podría dar tantos detalles de ese día que es imposible que yo recuerde. Me han contando tantas veces ese momento angustioso. Me lo repitieron tantas veces de pequeña para avisarme de los peligros. Cuidado, ten cuidado, recuerda que puedes ahogarte, romperte, morir. Creo que supe antes que ninguno de mis compañeros de clase que éramos mortales. Los niños también morían. Y morirse daba mucho miedo, era terrible, había que intentar no hacerlo. Llevo toda la vida intentando no morirme.
Toso, me agarro a la corchera. Me ha entrado agua por la nariz. Noto cómo se mueve la criatura que llevo dentro, cómo deforma mi barriga. También está nadando, pero ella aún no necesita respirar, no hasta que mi cuerpo le expulse y la obligue a vida. Me agarro el vientre con las manos mientras muevo con fuerza las piernas para no hundirme. Me cuesta tanto mantenerme a flote.

miércoles, 19 de octubre de 2016

Mariposas nocturnas

Voy a nadar al gimnasio, sí, prácticamente todos los días,
bajo el agua parece que el fracaso no existe.
"Los nadadores nocturnos" (El hundimiento)
Manuel Vilas

Ha vuelto a anochecer a mi espalda. Últimamente todo pasa detrás de mí. Cuando oscurece veo mejor mi silueta en el cristal, no con tanta nitidez como para poder apreciar mi flequillo empapado en sudor o la flacidez de mis tríceps, pero sí con la necesaria para comprobar el buen efecto que logran las mallas reductoras que compré en el Decathlon por 17,99 €; una auténtica ganga, la mejor inversión que he hecho últimamente, bueno, junto con la licuadora a 19,99 € que conseguí la semana pasada, después de más de cuarenta y cinco minutos de cola a las puertas aún cerradas de un Lidl. Desde que me hice con ella me preparo unos zumos y unos batidos detox sanísimos a la hora del desayuno. Hoy no, no he tenido tiempo, esta mañana me he comido un pan de leche relleno de Nocilla, es mucho menos entretenido untar la crema de avellanas que quitarle hebras al apio y pelar zanahorias. Estaba preparando uno para el desayuno de Leo cuando sin darme cuenta he empezado a chupar los restos pegajosos del cuchillo y una cosa me ha llevado a la otra. Ayer tampoco usé la licuadora, no escuché el despertador y todo fueron prisas antes de salir de casa. Metí de un empujón a Leo por la rendija de la puerta de hierro colado que estaba cerrando el bedel del colegio; los goznes emitieron un rugido que me llevó a atender la llamada desconsolada de mi estómago vacío, así que paré en una cafetería que me pilla de camino al trabajo y pedí un cruasán de mantequilla relleno de jamón y queso y un café con leche. Total, tenía previsto quemar unas cuantas calorías en el gimnasio esa misma tarde.
Cuando he llegado ya no había plazas libres en ninguna clase, ni de zumba, ni de body combat, ni de nada, así que he decidido subirme a la cinta un rato. Busco una lista de reproducción de música más o menos movida en Spotify, le doy al play, me agarro a la barra y aprieto el botón. 5, 6, 6,7, 8, ya no me queda más remedio que correr. 8,5, 8,7, a ver si aguanto hasta el final a este ritmo... Mierda, se me ha metido en el ojo una gota de sudor y me escuece, seguramente se me pondrá rojo como un pimiento, pero a 8,7 no puedo parar para restregarme los párpados. Sigue corriendo, Marta, no te pares, pestañea fuerte, cierra los ojos un par de segundos y se te pasará el picor, total, para lo que hay que ver. Tengo que comprar líquido de lentillas, casi no hay. Las cintas están colocadas delante del cristal que separa la sala de fitness de la cancha de baloncesto, a la altura de las gradas, con lo que resulta imposible no fijar la mirada sobre el enorme reloj digital que queda delante de los ojos. Es un mal reloj, un reloj perverso que solo avanza despacio cuando estoy corriendo; cuando le doy la espalda parece contar los minutos de cinco en cinco. Acaba de pasar, he visto su camiseta blanca sin mangas en el cristal.
¿Por qué no logro evitar que se me tuerza la rodilla izquierda? ¿O es la derecha? Siempre me lío con las imágenes especulares. Es la izquierda. Rodilla bizca fue el diagnóstico de un traumatólogo. Estuve a punto de preguntarle si tenía que ponerle un parche a la derecha para que la vaga se esforzara más en apuntar al frente. Cómo me gustan estas mallas. Qué muslos más prietos se me ven. Prefiero la imaginativa vaguedad del reflejo en esta vidriera que la basta sinceridad del espejo de mi baño; me deprime más que la falta de tiempo. Aún no tengo cuarenta años, mis amigas me dicen que soy una exagerada, una pesimista, que estamos mejor que nunca, que la década que me resopla en el cogote es la de la seguridad, la serenidad y el sexo de calidad con ese marido que a estas alturas de la vida solo me sorprendería si me confesara, en un alarde de sinceridad suicida, que le ha dado por tirarse en parapente para distraerse de la tentación de tirarse a la becaria de metro ochenta que entró en su empresa hace unos meses y de la que no para de hablar en su grupo de amigotes de Whatsapp, aunque a mí no me haya dicho ni que existe. Pero qué necesidad hay de explicárnoslo todo, con lo bien que nos va ahora que ha cambiado la contraseña de desbloqueo de su móvil, pasamos el fin de semana en la montaña y no en el sofá de casa y Leo puede desfogarse corriendo de aquí para allá detrás de una pelota como si fuera un cachorro de perro. Con la ilusión que me hacía a mí recoger flores silvestres con un niña morena de cabello trenzado, pero la naturaleza quiso que fuera madre de un varón asalvajado y despreocupado. Nunca se sabe, quizá sea más fácil así.
Sí, es la camiseta del profesor de spinning. Veo su reflejo, pero no puedo girarme, si lo hago me iré al suelo. Llevo quince minutos corriendo, los mismos que me quedan para llegar hasta el final de programa quema grasas que pienso completar. Me escuece el ojo y me duele la rodilla torcida, pero tengo que correr más, ahora no puedo parar. Hoy no quedaba ninguna bicicleta libre en la clase de ciclistas noctámbulos que suben cuestas imaginarias al ritmo de una música hortera, fijados al suelo de una sala que apesta a sudor. Procuro subirme siempre a una de las bicicletas de la última fila, no me gusta que me miren y además desde esa posición me resulta más fácil disimular cuando me embobo con los muslos del profesor. Qué lástima que esta tarde tenga que conformarme con intuirlo a mi espalda, esperaba ver algo bonito en este día tan feo.
Es más joven que guapo y desde hace meses me paralizo cada vez que me sorprende la piel tersa de un adolescente. Es como si estuviera afectada por el síndrome Stendhal y viera en cada cuerpo joven un Duomo policromo o una Niké de Samotracia, toda fuerza y alas, qué importa la cabeza. Me asusta todo ese tiempo que ya no tengo, todas las posibilidades, las experiencias, los intentos; su juventud me provoca una ternura insoportablemente maternal. Supongo que ya no soy más que eso, otra madre que va al gimnasio para presentar batalla al tiempo con su armadura de licra negra y fucsia.
Me está entrando flato, qué dolor, no puedo correr más. 8,5, 8, 7,5, 6,8. Mejor así. Parece que hoy no entrena el equipo de baloncesto masculino del instituto, son chicas las que se deslizan por la pista del pabellón. Nunca las había visto hasta hoy. Un grupo de chicas en patines y pantalones minúsculos. Unas diez jóvenes con el pelo recogido hacia atrás y calentadores en los tobillos. Empiezan a dar vueltas, saltan en el aire, levantan una pierna, corren hacía atrás. Cada una hace lo que quiere, o eso parece, no siguen ninguna coreografía, creo que están practicando saltos. De vez en cuando se caen, pero se levantan enseguida y prueban de nuevo. Hay un par que se impulsan muy bien y logran girar en el aire. Vuelan unos instantes pero aterrizan como pueden, con un golpe brusco, sin gracia. Hay un hombre apoyado en la pared. No le oigo pero sé que les grita, solo a esas dos que despegan. Las otras revolotean a su alrededor, parecen mariposas nocturnas, torpes y desordenadas, casi hermosas. El hombre mueve sus brazos, los estira, rota un hombro, estira mucho las puntas de los dedos. Les enseña cómo deben desplegar las alas para ganar estabilidad y elegancia. Observo a la dos nikés coger velocidad e impulsarse con fuerza, aprieto los dientes, les deseo que lo consigan, que les salga una pirueta magnífica, perfecta. Volad, chicas, volad, hacedlo por mí, mostradme que es posible. Saltan a la vez, son tan bellas. Pero se caen, las dos. Me duele el golpe de sus nalgas contra el parqué. El reloj marca las nueve y veintitrés de la noche, aún me quedan siete minutos de carrera. Me miro en el cristal, parezco un hámster sudado corriendo dentro de una jaula y aún tengo flato. No puedo más. Stop.
Cuando se para la cinta me bajo despacio, me flojean las piernas, estoy agotada. Alguien me golpea el omoplato izquierdo, me desequilibro y caigo de rodillas, mi móvil sale disparado y se estrella contra el suelo. "Perdona, no te he visto", me dice el profesor de spinning. Su boca me parece el campanario de una catedral de muros compactos y sus brazos, dos contrafuertes macizos. "No pasa nada", le digo cuando oigo unas risas que vienen de atrás.


lunes, 3 de octubre de 2016

Diario de la niña de fuego. La caja de Pandora

Tenía los ojos muy abiertos, las pupilas dilatadas, el cuello estirado, la cabeza inclinada hacia atrás, la mirada atenta al pomo de la puerta. Observaba su cuerpo inmóvil y admiraba la determinación absurda que parecía llevarle a creer que era capaz de abrir la puerta solo con su mente. Sólo necesitaba tiempo y una mirada penetrante. Esperé unos minutos, tres o cuatro, quería ser testigo de esa capitulación para no sentirme tan sola, pero no se rindió, en realidad ni siquiera pestañeó. Me lo imaginé repitiéndose mentalmente aquel «Ábrete, Sésamo» de mi infancia, una y otra vez, como un mantra. Al final me apiadé de él, me levanté del sofá, le acaricié el lomo y abrí la puerta de cristal que separa el salón del patio. Fue hasta su caja de arena a la carrera. Pensé que no había estado bien hacer esperar a mi gato, a fin de cuentas es un animal tranquilo, poco amante de los maullidos pedigüeños y los zarpazos traicioneros y a cambio de su compañía suave y silenciosa solo pide latas de comida gourmet tres o cuatro veces a la semana y la satisfacción inmediata de sus deseos y necesidades. Solía ser una buena dueña, gozaba del peso de su cuerpo enroscado sobre mis muslos mientras intentaba leer o escribir algunas líneas, ver una serie, o perder el tiempo en Facebook, que se está convirtiendo en una de mis habilidades más y mejor desarrollada gracias a un entrenamiento duro y constante. Pero desde hace ya tres añitos he perdido muchos puntos como amante de las mascotas y no es que me haya dado por envenenar a las palomas que descansan en las cornisas del edificio de delante, aunque para ser honesta he de reconocer que he pensado en ello varias veces, sobre todo cuando se ponen todas en fila y emiten ese sonido monótono mientras manchan el suelo del patio con sus plumas y sus excrementos. Desde que nació mi hija no me siento con fuerzas para satisfacer ni una demanda más de las inevitables y cuando mi gato se me enreda entre las piernas, acariciándome zalamero, me entran ganas de gritar; sé que no es lógico pero no logro evitarlas. Y grito, sobre todo aquellos días en que también le gritaría a Él, a mi hija y al conductor del autobús que nunca me devuelve el saludo. Que nadie me pida nada más, por favor. Ya he dado mi cuerpo, mi piel, mi sangre, mis músculos, mi tiempo, incluso mechones de pelo, en aras de la perpetuación de la especie... Ya no me queda nada. Estoy vacía. Una caja que no esconde nada salvo aire y silencio. Quizá pueda volver a llenarme, aunque no sé aún con qué. ¿Palabras? ¿Sueños? ¿Otra vida? Recuerdo que en clase de mitología clásica nos hablaron mucho del mito de Pandora, de la contradicción que encerraba y de lo malo, malísimo, que era para los griegos antiguos que una mujer estuviera abierta. La caja de Pandora no era más que la metáfora que empleaban para referirse al cuerpo femenino, para que todos supieran que sin relleno era peligroso. Tener en casa una mujer preñada era mucho más seguro, ni es tentadora ni puede ir muy lejos. La cajita cerrada ayuda a controlar unas cuantas inseguridades.
Mi gato dio un salto enorme hasta el techo del trastero del patio. Había decidido darse una vuelta por los tejados de las casas colindantes. Tenía un amigo de pelaje blanco y cola peluda y elegante con el que quedaba para los paseos nocturnos. Iba a tardar un buen rato en volver, así que cerré la puerta y me senté de nuevo en el sofá. Estaba a punto de desbloquear el móvil cuando me di cuenta de que yo hacía exactamente lo mismo que mi gato: llevaba toda mi vida sentada frente a una puerta cerrada, mirándola fijamente, cada vez más enfadada, más rabiosa, porque no se abría, porque no cedía a mis deseos. «Ábrete, Sésamo, ábrete, Sésamo, ábrete de una jodida vez». ¿Por qué no se abre si pronuncio una y otra vez las palabras mágicas, si las conozco desde niña, si ya entonces me contaron que detrás de esa puerta se encuentra el tesoro que busco y que me hará enormemente feliz? «Ábrete, Sésamo, por favor». Que alguien me ayude. ¿Es que soy invisible? ¿Es que nadie me ve suplicando como veo yo a mi pobre gato? Quiero lo que hay detrás, me imagino una felicidad dorada a la que se le pueda sacar brillo cada vez que se empañe, la cura inmediata para mis incapacidades, mis inseguridades y al menos otro par de in-. Tal vez el tesoro no sea más que un apartamento en Torrevieja, un coche o, como poco, una habitación con una puerta blanca en la que habrá un precioso cerrojo atornillado por dentro. O un patio. Siempre he sido feliz en los patios de las casas humildes. El de casa de mi abuela, en el que saltaba a la comba mientras ella cantaba «Al cruzar la barca me dijo el barquero las niñas bonitas no pagan dinero», o disparaba la pistola de perdigones de mi tío sobre la diana de cartón que colgaba de un clavo fijado en el tronco del rosal más grande de todos. Mi tío me apretaba las manos para que aferrara bien el arma, pero nunca daba en el blanco y a veces destrozaba alguna de las flores. Cuando se gastaba la munición me pedía que me sujetara a su antebrazo y me levantaba del suelo a pulso. Era una niña y él un gigante bello y fuerte. En ese recuerdo yo debía de tener seis o siete años, los mismos que le quedaban a él de vida, aunque eso entonces no lo sabíamos no ėl ni yo.
En ese patio fui feliz a ratos, a verbenas, a juegos de primos, a huevos cogidos del gallinero, a camadas de gatos ciegos recién nacidos. También fui feliz a ratos en el sótano en el que viví buena parte de mi infancia. Un sótano colgado de una colina que daba al mar, un sótano con las vistas de un ático de zona alta y un patio cuadrado, invadido por las plantas de mi madre, en el que dejé, poco a poco, de jugar con mi hermana y empecé a tumbarme para tomar el sol en bikini y leer o estudiar, un patio al que los vecinos dejaban caer colillas encendidas, o las migas del mantel o un calcetín desparejado. A veces también se caían los pájaros y había que ayudarles a volar, aunque no todos los conseguían, como ese polluelo que no logró sobreponerse al golpe contra el suelo tras caerse del nido que construyeron unas golondrinas que, efectivamente, volvían cada año por primavera. En la casa en la que resido actualmente también hay patio y en él juego, me tumbo, riego las plantas, leo, escribo, barro las plumas que pierden las malditas palomas, tiendo la ropa, recojo la colada y los juguetes que deja Noa tirados por el suelo, limpio el cajón de arena de mi gato, devuelvo balones a los niños de los vecinos y abro y cierro a diario la reja que me mantiene dentro de casa, encerrada, a salvo, pero no sé si feliz; no tengo tiempo para averiguarlo.
Parece ser que la única puerta que abro a voluntad es la que da a mi patio. ¿Qué querían decir los griegos al afirmar que, cuando fue abierta, se escaparon del interior de la caja de Pandora todos los males menos la esperanza? ¿Para los antiguos griegos la esperanza era un mal? Después de parir te quedas vacía y lo único que retumba dentro es ese quizá, ese puede que sí, que todo sea ahora posible. Y así me siento, hueca como una caja de resonancia que no hace más que amplificar unos anhelos que permanecen quietos, a buen recaudo, tras mi puerta cerrada.


martes, 14 de junio de 2016

Diario de la niña de fuego. Inundación

Levantarme por la mañana y arrastrarme hasta el armario. Sacar en penumbras la ropa que me voy a poner y activar el automatismo que hará que llegue al sitio esperado sin saber cómo, del mismo modo que un perro abandonado encuentra el camino de vuelta al hogar donde habita el traidor. 
Un tanga negro de algodón con el elástico dado de sí, un sujetador con cazoleta para disimular la insolencia imbatible de los pezones, una camiseta no demasiado ajustada, una falda corta y unas medias. Todo en tonos marrones porque hoy me siento arena. Me visto en el lavabo, después de ducharme y de intentar encontrarme. Antes sabía perfectamente dónde tocar cuando quería liberarme un momento de la incapacidad para ser. Pero ahora no logro encender ninguna luz en mí. Estoy a oscuras, como cuando mi vecino de arriba se dejó un grifo abierto e inundó primero su piso y luego el mío. Mi falso techo se convirtió en un lago ciego hasta que el agua empezó a filtrarse por cualquier rendija, por los agujeros de las lámparas, por los cajetines de la luz, hasta que saltaron los plomos y nos quedamos a oscuras. Ese día volví a darme cuenta de algo que me inquieta últimamente. No siento bien. No siento lo que debiera. Mis emociones van desacompasadas con respecto al ritmo que me marca la vida. El día de la inundación miraba caer agua a chorros por cualquier rendija, veía cómo mis paredes lloraban un agua sucia que lo empapaba todo: mis muebles del Ikea, mis estanterías del Ikea, mi sofá de Ikea, mi colchón Flex, mi parqué del Leroy Merlin (siempre me ha gustado que una tienda de bricolaje tenga nombre de mago de saga artúrica), mis DVD de Fnac, mis elefantes de madera con la trompa hacia arriba. Todo echado a perder. Esa tarde me apoyé en mi mocho sobrepasado y no sentí nada. Me dije que tenía que estar frustrada, cabreada y triste por todo lo que el agua había destrozado, pero no, mi cabeza iba por otro camino, concretamente se entretuvo en un anuncio en el que Bruce Lee recomendaba ser agua. Me esforcé en recordar qué intentaba vender aquel spot. Un coche. Luego procuré recuperar la marca. ¿BMW? No sé si Bruce Lee se refería exactamente al agua escapada de una tubería pero creí comprender el mensaje: escapa por donde puedas, eres líquida y no estás hecha para permanecer contenida. Fluye, o huye, lo que prefieras, al fin y al cabo suenan casi igual. Antes de salir corriendo miré a Noa y no pude evitar la carcajada al descubrirla buscando las botas de agua para poder saltar en los charcos, pero mi risa tropezó con las puntas de los nervios de Él, que movía muebles como una hormiga esforzada saca las pequeñas piedras que un niño cabrón coloca una y otra vez en la boca de su hormiguero. 
Todo lo demás me provocaba indiferencia. Me sorprendió que el desapego por lo que está a punto de perderse hubiera llegado a los objetos. Hasta ese día sólo me había pasado con las personas y con algún animal; en cuanto sentía que se alejaban, física o sentimentalmente de mí, las eliminaba de mi mente. Se morían en mi cabeza antes de hacerlo en el plano real. Siempre me ha gustado adelantarme a los acontecimientos. Creía que así sufriría menos cuando la muerte fuera real. Ahora sé que me dolerá lo mismo, pero sigo manteniendo una distancia de seguridad emocional con los morituri. Será por eso que no me duelen las manchas amarillentas en el techo húmedo, ni el silencio subacuático de Él, ni el mutismo de mi cuerpo.
Mi cuerpo. ¿Es un objeto? No lo sé. Desde que parí lo siento extraño, no lo reconozco. Me he ido alejando paulatinamente de él. Si no hay espejos cerca, si no paso por delante de ningún escaparate, si es verano y la ropa ni pesa ni se me pega a la piel, creo que de mis clavículas cuelga el mismo envoltorio elástico y delgado de la adolescencia, con la piel de los muslos a punto de abrirse por la tensión de la musculatura. Cuerpo de bailarina, cuerpo de niña que descubre que su reflejo tiene hambre y quiere devorar el mundo. Y la niña deja de comer porque odia las líneas convexas y quiere convertirse en hueco y usar sus cavidades cóncavas para almacenar todo lo que no tiene nombre.
Ese es el cuerpo que me pertenece. Pero el de ahora... Desapego por lo que está a punto de perderse. Es eso lo que siento por mi carne blanda y convexa. Y desde el lugar que ocupo no me alcanzan las manos para tocarme. Y el placer sigue callado. O quizá sólo está expectante, aguardando esa llegada de unos dedos que siempre precede a la inundación que acaba con todos los incendios.



jueves, 2 de junio de 2016

Diario de la niña de fuego. Sobrevolar

5.50 h. Desayuno sentada en una barra en la que unas plantas de plástico y tela sirven de separador de ambiente entre los que se sientan a uno y otro lado. Dos euros por un café en vaso de porexpan. Odio el porexpan. Y un cruasán de otros dos euros sobre un plato de papel prensado. La cucharilla es de plástico. Y sospecho que el cruasán también lo es. Un trozo de plástico de color arena aromatizado con una mantequilla sintética que no desprende sabor. El olor conecta con nuestros recuerdos y nos creemos la ilusión como espectadores de un truco de magia. Pasa lo mismo con las plantas. Si les hago una foto y la cuelgo en Instagram parecerá que estoy en un sitio estupendo tomando un magnífico desayuno, salvo por el porexpan, no hay filtro que lo haga parecer otra cosa.

5.57 h. Dos chicas muy jóvenes se han deslizado por debajo de la reja de una tienda de ropa. Me han recordado a dos gatas colándose por la rendija de una puerta entreabierta o por el agujero de un muro de una casa abandonada.

6.05 h. La cafetería de atrezzo cada vez está más llena de gente que paga un 40% más por su consumición que en cualquier otro lugar y parece contenta.
Las chicas felinas suben la persiana de la tienda. Se han cambiado de ropa, ahora llevan uniforme: camiseta de rayas marineras y pantalón pirata, al menos antes se llamaban así, probablemente las revistas de moda los habrán bautizado de nuevo. Los pantalones son de color azul marino y tienen dos filas de botones dorados a cada lado de la cadera. Los botones no cierran nada, también son de adorno.
Dos hombres que viajan juntos se sientan frente a mí, a mi derecha. Una mujer sola ocupa un taburete a mi izquierda, también al otro lado de la barrera de plantas artificiales. Formamos un tablero de damas con sus fichas blancas y negras en casillas alternas, la silla que está justo delante de mí sigue vacía. No nos movemos, no vayamos a comernos.
Creo que me gustaría trabajar en el aeropuerto. Siempre se me han dado bien las personas de paso. Sé que se irán rápido y no me dan miedo. 

6.15 h. A pesar de no haber pegado ojo me siento despejada. Tomo notas. Podría quedarme toda la mañana sentada en el mismo sitio, escribiendo, mirando Facebook, leyendo sucesos en Internet. Me apasionan los sucesos. Si aún existiera El Caso les enviaría mi currículum junto con una carta de presentación en la que me definiría como una mujer morbosa y fascinada por la tensión de los antebrazos masculinos y la violencia de la que es capaz el ser humano. Sospecho que nunca lograré enviar una carta de presentación más entusiasta y sincera que esa. Y lo que es más triste, también intuyo que nada me hará más feliz que dedicarme a redactar noticias sobre asesinatos, violaciones y raptos con fatal desenlace. Una felicidad mediocre e insuperable. Pero no me atreví a concretar mi vocación. Sabía que en una familia en la que iba a ser la primera universitaria (no tengo en cuenta a la familia de mi abuelo porque nunca fue familia en realidad) decir que quería dedicarme a escribir habría sonado como el desvarío de un sonámbulo que farfulla algo mientras intenta volver a su cama a través del frigorífico, entre ininteligible y absurdo. Así que cuando me preguntaban qué quería ser de mayor respondía que abogada, pero siempre añadía, como una coletilla, "y artista". Después tenía que aguantar que me tararearán la segunda canción más famosa de Concha Velasco y me palmearan la cabeza como si fuera un perro mientras se decían unos a otros lo salerosa que era la niña. 
No entendían nada, se creían que me pirraba por una boa de plumas y unas medias de rejilla, mientras soñaba con contar la historia de una princesa secuestrada en un castillo umbrío con versos octosílabos en rima asonante en -ó, sólo en los pares. Y vaya si lo intentaba. Pero me guardaba mis vergüenzas y sonreía. Fue por esa época cuando empecé a usar una media sonrisa "solucionadora", aplacaba iras, respondía preguntas, ahorraba broncas e interrogatorios.

6.30 h El hombre que se ha sentado a mi lado me está mirando. Me he dado cuenta cuando he pasado de observar la preciosa gama cromática que creaban los gráficos de su IPad a fijarme en los topos de su corbata tornasolada. Me ha sonreído y yo he cerrado la libreta de golpe y he salido corriendo. Ha debido de pensar que era una loca maleducada, pero estaba a punto de empezar el embarque de mi vuelo y no sabía si la puerta asignada estaba cerca o lejos de donde me encontraba. Después de una carrera a través de pasillos flanqueados por las tiendas duty-free he llegado a la puerta 28A, a tiempo. Incluso he sido la primera de la fila 3, así he podido subir el bolso y la chaqueta al portaequipajes sin restregar mi pelvis contra un hombro extraño. Ventanilla. Al menos podré distraerme si no consigo dormirme. Un matrimonio de jubilados se ha parado justo a mi altura. Han revisado varias veces sus billetes. El hombre parecía conforme, fila 3, asientos D y E, pero la mujer no paraba de repetir "asiento D, cariño, asiento D, cariño, asiento D". Acompañaba la cantinela irritante con un gesto de las cejas pintadas en un tono marrón demasiado claro. Quería mi asiento y mis vistas. Me he hecho la distraída, ocupaba la butaca correcta y no pensaba moverme. No me iba a quitar mi trocito de luz resplandeciente y cegadora una vieja emperifollada que, por la cantidad de oro que lucía, no parecía estar falta de brillos dorados. Al final el hombre ha apretado sus ojos de bolsas pulposas y le ha pedido, con un maravilloso acento mexicano, que se sentara a mi lado y se callara de una vez. Le habría aplaudido, pero me he contenido.

7.45 h. Me he dormido. No me he enterado ni del despegue. He soñado con mi abuela. Tengo que llamarla, hace mucho que no lo hago. Creo que la mujer mexicana me ha hecho pensar en ella. En realidad fueron sus cejas la que me la recordaron. Mi abuela también se las pinta, una consecuencia de haber vivido la juventud en los años sesenta y setenta. Tanto arrancarse los pelos, habían dejado de crecerle, al menos sobre los ojos, porque en la barbilla le nacían nuevos cada pocas semanas. Mi abuela se pinta el asombro cada mañana. Sale a la calle con la expresión de alguien impresionable que ve las cosas por primera vez. Aunque hay días malos en los que se dibuja el asco y otros peores en los que se delinea el desprecio. Menuda capacidad expresiva la de dos simples rayas marrones en un rostro.
Creo que mi abuela solo ha cogido un avión en toda su vida. Siempre ha habitado en un mundo muy pequeño, como el de El Principito, pero sin tanta imaginación. Fue un aparato bimotor que la llevó hasta la tierra de su madre. Volaba acompañada de su marido, sus dos hijas y su primer hijo varón que nacería al poco tiempo de aterrizar. Viajaban sin billete de vuelta. Dejaban atrás casa, todos sus muebles, la mayor parte de su ropa, algunos conocidos y la posibilidad de ser alguien. Familia no tenían mucha. Ella, sólo una tía sorda y medio ciega que la había criado como a una hija, o eso decía ella sin poder saber a ciencia cierta a qué se refería porque no había podido parir. Supongo que alguna mala madre le explicó que su tarea debía consistir en hacerle la vida imposible a esa niña prestada y negarle cualquier posibilidad de ser feliz. 
Mi abuelo abandonaba la tierra sobre la que le parieron, poco más. No tenía nada, solo se llevó consigo los nombres de los que no le querían y ese agujero que debía de haber rellenado con una identidad, pero no supo cómo. Le dejó dentro el silencio y lo selló con la resina de los árboles a los que abrazaba cuando la soledad le dolía en el pecho. Al menos la posibilidad de ser nadie seguía intacta.

Al aterrizar los dos se encontraron con lo que buscaban, para bien o para mal: mi abuela llegó a casa de su madre de verdad, aunque después de tantos años solo supo hacerle ver que ya no podría quererla ni tampoco a esos nietos que tenían mala sangre. Mi abuelo consiguió ser nadie y logró que sus hijos desearan ser invisibles. 
El deseo de no ser como herencia familiar. Quién quiere paredes cuando se está condenado a ser aire.
Los dos sobrevolaron sus sueños una sola vez, la única que pudieron despegar los pies del suelo y tomar distancia y ni siquiera la escogieron ellos. Tocaba partir sin volver la mirada. No hubo elección; al menos, en vez de precipitarse al vacío pudieron pasarle por encima. 
Mi abuela me contó que mientras iba en el avión miró muchas veces por la ventana, pero que ahí abajo no había nada. Era de noche y no vio ni nubes, ni mar, ni esa luz que deslumbra en las alturas. Le daba miedo imaginarse ese hueco enorme y los calamares gigantes que nadaban en lo oscuro, con sus tentáculos de varios metros, sus ojos negros y su pico. Cada vez que se acuerda de su único vuelo me repite que era joven y le daban pánico los monstruos abisales. Ya no. Pasados los ochenta, todo lo pasado le parece fábula para niños y todo lo que le queda por delante le huele a muerto y a ese hedor no hay profundidad ni oscuridad que lo supere.
Después aterrizaron y llegaron a un pueblo que parecía un hoyo, encajado entre colinas, en el que las mujeres amenazaban con tirar al pozo a esa forastera que vestía con colores vivos, en el que los niños apedreaban a las niñas de pelo crespo y mala sangre que se defendían a zarpazos como gatas arrinconadas y donde las casas había que arañárselas a la montaña.

8.25 h. Aterrizo. Fin. Se acabó el paseo por el limbo. No sé si el vuelo ha sido demasiado corto, o si el sobrevolar una meseta y no un mar no da para tomar distancia ni para temer abismos. Al menos he recuperado una hora de sueño y he apagado el móvil y no he pensado en todo lo que no se moverá de su sitio en mi ausencia. Espero no haber roncado. El avión recorre lento los metros de pista que le llevan al lugar donde aparca el autobús que recoge al pasaje. Necesito estirar las piernas, se me han dormido, pero aún no debemos desabrocharnos el cinturón, no se han apagado las luces que indican que tenemos que ir atados, aunque no paran de oírse los chasquidos metálicos provocados por los impacientes. Resisto la tentación de imitarles, siempre tan disciplinada. Miro de reojo a la abuela mexicana. Tiene el bolso de marca cara abierto en el regazo y de un neceser ha sacado un par de lápices. Después de perfilarse los labios con el granate, se pinta una expresión parecida a la ilusión en la cara embotada con el de color terracota.
Por fin se apagan las luces. Me libero. Venga va, vieja, que quiero bajar.

sábado, 14 de mayo de 2016

Diario de la niña de fuego. Combustión espontánea

Empiezo a echar de menos la posibilidad de una visita quincenal de media hora justita con la psicóloga. Según ella estoy bien, recuperada del incendio y a salvo de fuegos fatuos, y ya no la necesito. Pero hoy me siento como el propietario de un coche con seguro a terceros que tiene que escuchar a través del hilo telefónico (¿se dice aún así? Es que en estas cosas se me notan las patas de gallo más que en la foto de perfil de Facebook) que su vehículo ardió por combustión espontánea y que esa incidencia no la cubre la póliza que tiene contratada. "¿Combustión espontánea?", me imagino que repetiría el frustrado conductor más para sí mismo que para la teleoperadora que, con un acento transatlántico, le anuncia una encuesta automática para valorar la atención recibida. "¿Es una broma?", podría ser otro de esos pensamientos en voz alta que el propietario de un churrasco metálico pronunciaría antes de que una robótica voz femenina le pida que puntúe del uno al diez la calidad del trato al cliente. "Un puto cero" será lo que se calle antes de colgar sin despedirse.
Pues hoy me siento un poco conductor angustiado (aún le quedan cinco años de letras de su precioso Nissan 4X4 blanco; esas son ignífugas y no hay desastre natural que las invalide) y un poco automóvil carbonizado. Entre impotente y quemada sin motivo aparente. Más o menos.
Tengo que pasarme la tarde trabajando en un feria internacional de ilustradores y tengo que lograr ser asertiva, estar positiva, sonreír sin rigidez, ser capaz de tocar a los conocidos sin sentir un escalofrío y no tener que disimular la tensión involuntaria que me hace parecer un palo de escoba cada vez que alguno de esos conocidos me toca. Y, si me sobra algo de tiempo, me gustaría empezar a escribir una historia antes de entrar, sin pensar cada tres o cuatro palabras que es una auténtica basura (aunque lo sea, que me lo diga otro).
Ayer, en el parque infantil en el que insisto en mi lumbago al pasarme eternos minutos encorvada delante del columpio mientras mi hija me grita "F U E R T E, F U E R T E", las madres hablamos de la pérdida de la virginidad. No sé muy bien cómo llegamos a ese tema tan íntimo mientras abríamos paquetes de galletas de cereales, consolábamos el llanto por cualquier cosa de nuestros mocosos, sacudíamos rodillas raspadas llenas de arena y ejercíamos de mediadoras en conflictos diplomáticos que ríete tú de la ONU. Creo que todo empezó por el vértigo que compartimos ante la amenaza fantasma de la adolescencia (nuestros hijos no suman entre todos ni doce años, pero solo imaginarlos desgarbados, contestones y adictos a las redes sociales, con suerte solo a las redes sociales, se nos ponen los pelos de punta). Los conflictos en potencia nos acabaron llevando a nuestra mala edad. Mi madre siempre se ha referido a la adolescencia como a La Edad Mala, mucho más oscura y chunga que la Edad Media. Una edad de mierda, en realidad. Las madres fueron todas muy precoces. La media dio dieciséis años y no todas son mucho más jóvenes que yo. Añado el detalle porque creo que las cosas han cambiado desde la época en la que disimulaba mis espinillas con un flequillo, tan recto que el repetidor guapo de la clase (en todos los cursos de secundaria hay uno, ¿no?) siempre me preguntaba si me lo diseñaba por ordenador para descojonarse un poco de mí. Es que no soportaba despeinarme, me sentía expuesta y ridícula, así que me lo fijaba con la laca apestosa de mi madre. Pero como no tenía ganas de contarle mis miserias, y tampoco podía porque los hoyuelos que se le marcaban en las mejillas cuando se reía de mí me distraían de mis penas, me limitaba a sonreírle de manera estúpida. Tenía catorce años y toda yo era como mi flequillo: contenida y recta, pero no por convicción, sino porque mi madre me rociaba con la laca del miedo y la inseguridad a todas horas.
Las madres del parque a los dieciséis años ya se acostaban con chicos mientras que yo a los quince no sabía besar. No es que no hubiera dado un beso, lo había hecho, pero después de abrir la boca no sabía qué más había que hacer. Y mi cuerpo no me ayudaba porque el instinto no lograba aflojarme el corsé, no podía ni con el primer botón de la camisa. Ni siquiera cerraba los ojos porque temía perder el control de la situación y que una ola de placer inesperado desmoronara mis muros de arena reseca... Recuerdo que uno de mis primeros novietes intentó enseñarme. Notó mi falta de naturalidad, la incapacidad para sentir algo a parte de temores y me animó a tomar la iniciativa, a desearlo yo también, a divertirme. Me dijo: "el próximo beso dámelo tú" (jamás había tomado la iniciativa en los dos meses que llevábamos saliendo). Recuerdo su pelo negro, rizado y brillante; sus ojos, que tenían algo de pájaro; sus antebrazos. También recuerdo dónde estábamos, en una taberna decorada con mucha madera de pino en la que servían cervezas de importación y que, cuando por fin me atreví a sorprenderle con un beso, me dijo que justo en ese momento no era buena idea porque hacía escasos segundos que se había llenado la boca de las patatas fritas que te servían con la cerveza para que te entrara más sed y pidieras una segunda consumición. Me sentí imbécil. Guardé silencio y con la mano derecha comprobé que mi flequillo seguía perfectamente estructurado. Para entonces yo tenía dieciséis o diecisiete años y era virgen. Era más que virgen: tenía una inocencia modelada según las opiniones de una madre que resumió la clase de educación sexual en casa en una frase: "los hombres tienen un coño en la frente". Os prometo que debajo de mi flequillo sólo había espinillas y que aquel chico tenía un cutis estupendo.

Hoy parezco un puñado de estopa y pienso en mi psicóloga, delgadísima y bella. Envidio sus certezas, aunque sean solo teóricas. Al menos tiene un mapa. Sé que se habría reído con la historia de mi flequillo antes de insistirme en una idea que acostumbraba a salir en nuestras charlas: hay cosas que uno no puede controlar. Estupendo. A mí no me hace ni puñetera gracia.
No sé muy bien cómo he acabado en una cafetería de un centro comercial tan horrible como cualquier otro. O quizás un poco más. Este, además de ruidoso, atestado de gente y clónico hasta la pesadilla, es redondo. Una plaza de toros reconvertida en un circo romano en el que animales mansos se ofrecen en sacrificio al insaciable dios del consumo. Nada más entrar he sentido lástima, primero por el pobre Freddie Mercury, que se desgañitaba sin conseguir que alguien le escuchara. Después, por el chico que atendía en un puesto en el que se ofrecían muñecos de trapo con nombres propios bordados en sus panzas y que intentaba enhebrar, una y otra vez, la aguja de una máquina de coser.
Al menos ha llovido esta mañana. El aire se ha cargado de humedad y ha evitado que empezara a arder ante la mirada incrédula del italiano que ha querido entablar conversación conmigo. Estaba en una cafetería idéntica a todas las demás de ese franquiciado, sentada en un taburete frente a mi enésima libreta nueva. Me ha preguntado en inglés por la ubicación del Mercadona. Le he contestado que era la segunda vez en mi vida que entraba en ese centro comercial y que no tenía ni idea de dónde estaba. Me apetecía más depilarme las ingles con unas pinzas de las cejas que hablar con un desconocido con aspecto de llevar aburriéndose unos cuarenta y cinco años y que no despertaba, ni iba a despertar, ningún interés en mí, al menos más allá del de poder imaginarle, en silencio, la vida que había dejado fuera de la maleta granate que estaba a su lado. Ha vuelto a la carga y me ha preguntado por mi nacionalidad. En este punto del intento de conversación ha sido cuando me ha comentado su origen, después de mirarme las tetas durante un par de segundos. He apretado los labios y he empezado a respirar solo por la nariz. Me producía ansiedad imaginar la sucesión de círculos cada vez más estrechos que se iría sacando de la manga hasta encontrar uno en el que coincidiéramos los dos, no sé, algo como la práctica de algún deporte (muy improbable en mi caso), o una película favorita, o la pasión por la Nutella (la enorme magdalena de chocolate rellena de chocolate que estaba esperándome junto al cortado le podía servir de indicio). La situación estaba empezando a agobiarme, pero seguía sonriéndole como si tuviera la obligación de hacerlo, como la camarera que me había cobrado hacía unos minutos con los ojos más tristes y la sonrisa más profesional que he visto en muchos días. El italiano seguía buscando algún lugar común mientras yo no dejaba de pensar en mi maldita incapacidad para mostrarme como soy. A final no se me ha ocurrido mejor manera de interrumpir su perorata que abalanzarme sobre la magdalena y destrozarla con los dedos. La he apretado hasta desmenuzarla y dejar que el chocolate fundido que la rellenaba chorreara y manchara el plato como una hemorragia espesa y calentona. Primero me he llevado a la boca los trozos empapados de la crema brillante; luego, los demás. Al acabar me he relamido como un gato. Puede que haya batido algún récord estúpido de comedor compulsivo de muffins. Lo más absurdo de todo es que ni siquiera me gusta mucho el chocolate. Había comprado esa montaña de cacao y harina con la idea de regalarla, pero una de dos, o dejaba que los nervios me devoraran o era yo la que devoraba la magdalena como si nunca antes hubiera probado algo tan delicioso. El italiano se ha limpiado las comisuras de los labios con la punta de una servilleta de papel áspero antes de despedirse. Le he vuelto a sonreír con los dientes manchados de negro. Adiós, señor Círculos Concéntricos.
Aún me quedaban treinta y siete minutos para empezar a trabajar. Me esperaba una mesa redonda con un inglés, un francés y un catalán. Y no es un chiste. Quería escribir, pero Fredie Mercury seguía gritando y no dejaba que me concentrara. Debía de ser la única persona que le prestaba atención, que no podía dejar de escucharle, en realidad. Tras juntar seis palabras y tachar dos, he salido de allí.
Después de dar un par de vueltas al ruedo, me he dirigido a la sala en la que iba a tener lugar la charla. Al llegar los ilustradores ya estaban sentados a la mesa, cada uno con su novedad reluciente y sus ganas de hacerse un nombre. Turnos de palabra, redes sociales, número de seguidores, horas de mayor tráfico, como si internet fuera la Gran Vía, un moderador agradable que traía los deberes hechos y un público variopinto: delante tenía sentada a Hiedra Venenosa, que intentaba sin éxito mantener un mechón de la peluca rojiza detrás de la oreja; a mi derecha, un chico escuchaba la charla atentamente, con los codos apoyados sobre el portafolio del que asomaban algunas muestras de sus dibujos; en la última fila, un abuelo con pinta de Quijote dormitaba con los ojos medio tapados por la visera de la gorra de lona que le cubría la cabeza y un Superman esmirriado que ha pasado volando entre las sillas plegables en busca de un sitio libre me ha tirado el móvil al suelo y me ha despeinado de un golpe de capa. La funda, la batería y el resto del teléfono han acabado en medio del pasillo. Estaba aún en cuclillas cuando se han parado a mi lado unos zapatos que me han resultado familiares. Al levantar la mirada me he topado con las piernas del italiano, que iba acompañado por una mujer y dos niños, de unos diez y doce años. Justo cuando iba a darme la vuelta, el tipo se ha girado y me ha mirado, primero el escote, que dada mi posición le ofrecía una estupenda panorámica; luego, a los ojos. Ha fingido no reconocerme, le ha pasado el brazo sobre los hombros a su mujer y ha señalado con la mano hacia otro de los pasillos del recinto ferial.
Cuando he vuelto a mi sitio, después de pasarme cuatro o cinco veces los dedos por el flequillo, he visto que la punta de la capa de mi flaco Superman descansaba sobre la silla que había ocupado antes. No lo he dudado, me he sentado encima de la tela roja con la esperanza de que me contagiara alguno de sus superpoderes. La charla ya estaba acabando y el moderador ha pedido a los asistentes que hicieran alguna pregunta. He estado a punto de pedir el micrófono y preguntar por qué narices no me dejaré crecer el flequillo de una vez.
Estoy segura de que a mi psicóloga le encantaría saber que he conocido a Superman. Estoy por pedirle cita para poder contárselo.


viernes, 8 de abril de 2016

Diario de la niña de fuego II. Las brujas

Ha empezado la primavera. Por fin. Este invierno no ha sido frío, pero la poca luz y la piel cubierta me provocan siempre tristeza y picor, dos sensaciones molestas que me distraen de mis objetivos. Los pierdo de vista. Cualquier propósito que requiera de mí una concentración mayor que escoger una crema corporal nutritiva entre la amplia oferta del estante del supermercado está condenado al fracaso. Lo saben mis propósitos, que tienden a la hibernación, y lo sé yo, que aparco la mayoría de los sueños hasta los primeros indicios de floración en los almendros del parque que hay detrás de casa.  
Soy un ser de luz preparado para soportar altas temperatura y los elevados niveles de radicación de los rayos UVA. Nací en la tierra, a la orilla del Mediterráneo, pero si hago caso de las exóticas creencias de mis progenitores no sería ni raro ni sorprendente que mi origen fuera extraterrestre. ¿No son las pirámides unas construcciones inverosímiles y su existencia sólo es explicable a través de la variable alienígena? Pues lo mismo podría pasar con mis particularidades. Voy sola en el autobús, pero no puedo evitar reírme al imaginarme a mi madre abducida y poseída por un marciano, o un ser de otra galaxia, bajo una luz blanca cegadora. Curioso que ese empeño por hacer del sexo un arma de conquista, y no precisamente en el sentido romántico de la palabra, traspase no sólo fronteras, sino también atmósferas. Hasta los extraterrestres se dedicarían a violentar a las hembras de otra especie para diluir la identidad y menoscabar la moral del enemigo.
Hay quien defiende que los antiguos egipcios, los de las pirámides, fueron una civilización híbrida, hoy extinta. Y ya se sabe, las mezclas de razas suelen dar frutos muy mejorados y hermosos. No hay más que ver a Lenny Kravitz o a Halle Berry. Aunque algo tuvo que fallar en el reparto de genes durante la concepción de Akenaton porque el resultado fue más bien raro, más marciano que humano.
Mi madre no sólo cree en las hipótesis favoritas de Iker Jiménez sobre vida en otros planetas, también comparte su opinión sobre los fantasmas. De joven vio alguno que otro en las paredes de casa. De niña la creía a pies juntillas, no tenía motivos para dudar de sus relatos. Es más, me encantaban sus historias de sombras, como aquella de la silueta con forma de señora vieja de pueblo deslizándose por la pared del pasillo de casa justo un par de días antes de la trágica muerte del jovencísimo hermano de mi padre. Me entretenían, aunque por su culpa nunca más pude recorrer aquel pasillo a oscuras. Mi bisabuela también vio esa sombra. Lo curioso es que las dos mujeres no compartían sangre, se trataba de la abuela de mi padre. Esa coincidencia reforzó mi fe en las historias para no dormir de mi madre. Y me duró años, aunque la acabé perdiendo con la estupefacción y confusión con la que se pierden las cosas irrecuperables, como la inocencia, como aquella amiga de pelo pobre que mentía sin parar, como la virginidad y alguna que otra ilusión.
Las mujeres de mi familia son especiales. En época de la Inquisición habrían corrido peligro de arder en una hoguera. Tengo una tía abuela, por ejemplo, que tuvo en su vientre un feto muerto durante años. Llevaba un bebé de unos cuatro meses momificado en el útero. Me contó mi abuela que su hermana sufrió un aborto, pero por vergüenza (ese tipo de vergüenza que se tenía en los pueblos andaluces de la posguerra en los que había más supersticiones que médicos) no se lo dijo a nadie. Sin embargo, cuando la gente le preguntaba cuántos hijos tenía, contestaba que seis, a pesar de tener sólo cinco varones vivos. Como eran bastantes, y muy movidos, la gente no echaba cuentas y no se percataba de que la mujer contaba de más. Y no sólo lo sumaba a la lista de descendientes, sino que le hablaba y le cantaba nanas. Llegó incluso a ponerle nombre. La llamaba Alba. Se ve que estaba segura de que ese bebé malogrado iba a ser su primera hija. En cuanto empezó a notar los síntomas de embarazo presintió que era una hembra y tenía tantas ganas de tener una niñaamigaconsuelodesuspenas que se resistió a aceptar lo inevitable. Su marido, que era pastor, no se enteró de nada. Bastante tenía con cuidar del rebaño, ayudar a parir a las ovejas y con escarmentar a los perros que mordían las patas del ganado como para tener también que preocuparse de las cosas de casa. Eran cosas de hembra. Y entre hembras se apañaban.
Un día sintió una punzada dolorosísima en el abdomen y decidió llamar a la partera del pueblo. No sé si creyó que después de más de cinco años iba a dar a luz por fin a esa niña, pero el caso es que llamó a la Josefa. Cuando la vieja llegó, le dijo que no entendía para qué la llamaban a esa casa en día de fiesta (el dolor coincidió con un Viernes Santo), así que mi tía abuela la invitó a café amargo y torrijas y, sentadas a una mesa camilla adornada con un tapete de ganchillo sobre el que caía el azúcar de las pastas, le explicó lo de su embarazo frustrado tanto tiempo atrás. La Josefa abrió mucho los ojos agrisados por las cataratas, se sacudió las migas de la falda con las dos manos y le preguntó dónde había una cama, cuando llegaron al cuarto le pidió que se tumbara y sirviéndose de su experiencia, de no sé qué hierbas y de algún instrumental que llevaba enrollado en una piel curtida, y que mi tía abuela evitó mirar, la limpió por dentro. Expulsó la pequeña momia que milagrosamente no le había causado ninguna infección ni ningún otro mal hasta ese momento. A partir de ese día, mi tía abuela miró con recelo a la Josefa porque la culpaba de la inmensa soledad que le rellenó las entrañas de repente vacías y que la acompañaría para siempre.
Mi abuela también me contó que su cuñado, el pastor, raptó a su hermana una noche y que a partir de ese día fueron a ojos de todo el mundo marido y mujer. Se ve que era una costumbre muy arraigada en ese pueblo tan civilizado. Se respetaban mucho los raptos nocturnos de jóvenes casaderas, aunque tenían al cura mosqueado porque oficiaba más entierros que bodas, y en los entierros no se comía.
A mi abuela no la raptaron, quizás porque cuando su madre la mandó al otro lado del mar para criarse con una tía que no conocía era casi una niña. Eran muchas las bocas que alimentar y esa bisabuela mía no tenía ganas de ir sumando niños a la lista de preocupaciones de una viuda pobre de un pobre rojo al que mató antes un cólico miserere que la guerra o el hambre. Mi abuela me ha descrito muchas veces aquella ciudad a la que se trasladó: siempre hacía sol, había muchos soldados y palmeras y dátiles y todas las mujeres con la cabeza cubierta se llamaban Fátima. También me ha hablado de esa tía suya a la que no conocía y que con toda probabilidad en la Edad Media habría sido perseguida por bruja. Tenía un carácter terrible, era independiente e incapaz de controlar la furia con la que fue amargando a un marido pusilánime y a una sobrinahija que soñaba con escapar. Recordaba sus andares de caballo que retumbaban por la casa y las coces con la que despachaba a los hombres que querían pisarla. También coceó a mi abuelo, que no se hubiera atrevido nunca a raptar a mi abuela con tremenda guardiana de su honra. Se ve que en aquella ciudad se estilaba más conversar. Mi abuela siempre me cuenta detalles de cuando le hablaba mi abuelo. Antes le había hablado un cartero y también un piloto de avión. Pero mi abuelo debía de pronunciar mejor las erres o usar de manera más natural el subjuntivo porque acabó escuchándole a él. Tuvo más de cincuenta años para escucharle. Pero resultó que después de casarse se convirtió en el gato del cuento de La ratita presumida: sólo dormía y callaba. Y ella rezaba para que no se despertara porque, como en el cuento, cuando estaba despierto era cuando sacaba las uñas, bufaba y amenazaba con devorar a sus hijos.


Es primavera y con la temperatura en ascenso sé que empiezo a estar al borde del incendio. Soy mujer de mar y hoguera de muebles viejos, fotos arrugándose entre llamas, sillas de mimbre rechinando, brasas latiendo como corazones. Vuelven a quemarme los sueños. Y justo ahora, justo cuando no sé qué hacer con tanto deseo desperezándose en mi cueva, me dice la psicóloga que estoy recuperada de mi último fuego y me da el alta como quien regala un cofre del tesoro. Pero me gustaba tanto que se riera en cada sesión de miedos con nariz de payaso que la voy a echar de menos. Además, ¿qué quiere decir que me da el alta, que estoy a salvo de arder en la hoguera?

lunes, 4 de abril de 2016

Diario de la niña de fuego. Hacia atrás

Sueño hacia atrás. Las últimas noches he sido la única protagonista de unas pesadillas lentas en las que me muevo de espaldas, retrocedo y miro directamente a la cámara del subconsciente como nunca antes había hecho, al menos que yo recuerde. Me observo como en un vídeo casero de aquellos que grababan mis padres en momentos que se convertían automáticamente en especiales por el hecho de ser atrapados con aquel armatoste negro, la cámara de Súper 8, que no captaba el sonido.
Siempre llegaba el día de la reunión familiar en la que tocaba ver las cintas. Se reproducían los movimientos algo ralentizados que daban una perfecta sensación de pasado atrapado en la tela blanca frente a la que mis tíos y abuelos se reían, sentados a oscuras en el salón de casa.
Hoy es diferente. Ahora los teléfonos móviles permiten grabar cualquier instante, cientos de vídeos, y parece que nunca nada deja de ser presente. Noa hace monadas delante del objetivo sin ser consciente de que quiero, de que necesito, que se quede así para siempre en un desafío infantil a la inevitable acuosidad de mi mala memoria. La Noa niña eterna fija en un soporte que ni siquiera se puede guardar en un estuche negro como aquel en el que mis padres guardaban la cámara de Súper 8 y que se fue impregnando del olor del tiempo, un olor a cajón mohoso y ayeres cerrados.
Una vez, después de muchos años sin sacarlas de su funda, toda la familia volvió a ocupar el salón para ver aquellas cintas. Mi madre las había pasado a VHS y se decidió a airear el pasado. Apagamos las luces y mi padre accionó el vídeo. Lo primero que apareció en la pantalla de la televisión fue mi rostro con apenas unos meses de edad, más pequeña de lo que Noa es ahora. Una bola morena de ojos enormes. Estaba sentada en una piedra a la orilla del río al que habíamos ido a pasar el día. Hoguera rodeada de pedruscos enormes, fuego y paella cuando aún no estaba prohibido quemar el monte. Aparecíamos todos los que estábamos en el salón de casa esa tarde, más un ausente que volvió a tener piel y músculos y mirada. Nos cogió por sorpresa verle feliz. Sabíamos que saldría, pero no recordábamos lo alegre que podía mostrarse. En el vídeo todos pretendían que me riera. Era la primera hija, nieta y sobrina de los que estaban medio desnudos en las imágenes. Todo era sol, chapoteos, verde, brazos bronceados, sonrisas y gestos exagerados, mientras que en la sala a oscuras aguantábamos la respiración como si las náyades furiosas nos hubieran arrastrado al fondo de su río y pretendieran ahogarnos o enloquecernos por habernos atrevido a enfrentarlas a su belleza pasada. Sólo un carraspeo áspero de mi abuelo logró sacarnos a la superficie. Mi tío muerto debía de tener quince o dieciséis años en ese vídeo. También nos sorprendió su juventud. Me cogía, me mojaba los pies en el agua que imaginé helada. Era la niña eterna que deseaba que fuera Noa en brazos de un muerto. Lloré y gracias a las lágrimas pude coger aire, igual que al nacer.

Anoche volví a tener un sueño raro, como si rebobinara una escena que aún no ha sucedido. Me veía mirar a un objetivo y caminar hacia atrás hasta que me hundía en un agua oscura y espesa. No la veía, todo estaba negro, pero notaba mi cuerpo envuelto en un líquido caliente y espeso. No tenía miedo, me producía placer dejarme arrastrar por esa cálida y deliciosa corriente de chocolate fundido. Y me abandoné mientras relamía las yemas dulces de mis dedos.
Me desperté justo cuando la corriente se convertía en torbellino y entendí que iba a verme desaparecer por un sumidero.

martes, 8 de marzo de 2016

Diario de la niña de fuego. Querido mío

I.                   Querido mío,

Cuánto te echo de menos.
Añoro aquellas conversaciones sobre cualquier nadería. Podíamos hablar durante horas del cajón de madera que queríamos pintar para darle una segunda vida como cofre de tesoros.
Ahora es diferente, desde que me mudé a este lugar que sigue casi vacío no hablamos apenas. Es difícil coincidir. Las rutinas, los horarios, las obligaciones limitan el tiempo. Mucho.
Me inquieta el eco que me sorprende cada vez que hablo sola. Ya sabes como soy, lo indispensable lo coloqué rápido: el sofá, una mesa, un par de sillas y una cama enorme siempre deshecha (no espero visitas)... Pero los detalles me cuestan, los dejo para más tarde. Así que, imagínate, no hay cortinas, ni cuadros, ni nada que amortigüe el golpe de mi voz contra las paredes. Me asusto al oírme y entonces me callo. Habito un lugar que está empeñado en convertir la ausencia en una hoja de cuchillo.
¿Cómo estás? ¿Eres feliz? Escríbeme pronto y cuéntame. La última vez que me llamaste quise preguntártelo, pero después de resumir cómo me había ido aquella mañana de prisas te despediste tan rápido que no tuve ocasión de hacerlo.
Estás muy lejos y aun así soy capaz de oír el sonido de tu respiración al otro lado de la pared. Llego, incluso, a percibir la vibración de tu nuez y cómo se dilatan las aletas de tu nariz al paso del aire tibio que recorre tu cuerpo dormido. En cambio, no logró imaginar las emociones que flotan en la bilis de tu estómago. Sé que los ácidos de cada cena muda están corroyéndolas y puedo intuir sus agujeros pero no lo que rodea los huecos.
Tus emails son fríos y superficiales, prefiero escribir una carta. Escribirte me ayuda a creer que te tengo enfrente, dispuesto a escucharme. Necesito que me escuches. ¿Vas a escucharme ahora?
Escribir una carta es otra cosa, exige concentración, permite reflexionar y obliga a ser paciente. Primero me llega el amargor de la pega de la solapa del sobre en la lengua, o del reverso del sello en el que un rey de perfil siempre acaba babeado; luego, se me amarga la boca entera cada vez que abro el buzón y lo veo lleno de facturas y propaganda, pero vacío de respuestas. No, no soy paciente...
Aprovecho el silencio de la medianoche para escribirte. La tele está encendida, sin voz. A veces, oigo el llanto de un bebé al fondo del pasillo. Me asusto y me tapo con una manta gris que me calienta mientras dura el frío. Y cada vez dura más.
Algunas noches me pondría un vestido negro, me ahumaría lo ojos y me pintaría los labios de rojo para salir a las calles de mi barrio a reírme de mi sombra. Pero me preocupa que el llanto de pesadilla del bebé se convierta en un reclamo inevitable de cría en peligro y no me muevo del sofá. Casi ni respiro. No quiero que suceda, no ahora que me siento sola, que puedo escribir una carta. El bebé se mueve, me llega el sonido del roce de su cuerpo contra las sábanas. Cierro los párpados. Ahora no, ahora quiero estar sola.
Suelto poco a poco, a través de los labios entreabiertos, el aliento que me dolía dentro del pecho. No sé a quién contarle lo extraño que me resulta mi nuevo lugar. Te lo estoy diciendo a ti, por escrito, lo sé, pero no confío demasiado en que llegues a leerme. Ni siquiera confío en que recibas la carta. Sólo yo tengo llaves del buzón. Además, nunca has esperado las palabras de nadie, no las necesitas. Ofreces silencio y distancia como quien ofrece susurros y abrazos. Te sirve, a mí no.
¿Sabes? Creo que últimamente parezco el conejo de Alicia en el país de las maravillas. No soy dueña del tiempo que se me escapa. Quisiera huir, pero no puedo y siempre llego tarde a sitios en los que esperan a esa mujer despeinada que no soy yo. O no sólo.
No te he dicho que las puertas y ventanas de mi nuevo lugar tienen unas rejas con filigranas pintadas de blanco que proyectan unas sombras hermosas en el suelo cuando entra el sol. Algunas mañanas me creo un pájaro y siento el impulso de echar a volar. Mi nuevo cuarto impropio es como una de esas jaulas hermosísimas en las que las abuelas encierran a perpetuidad a un canario cantor o a un loro gris de los que insultan a los nietos cuando las visitan y meten el dedo índice entre los barrotes, cada vez menos a menudo. Estoy prisionera en este nuevo espacio. Es fácil abrir la puerta desde dentro, el pasador del cerrojo es endeble, pero aunque la puerta se abriera de par en par no sabría reconocer el trozo de cielo que me perteneció una vez. Saldría agitada, mi cuerpo chocaría contra las paredes y los vidrios y acabaría sentada en un brazo del sofá, agotada, pensando que no estoy sola, que nunca más volveré a estar sola. Y lo que podría servirme de consuelo, me sirve de precipicio. Pero no puedes entender mi vértigo. Creo que poca gente podría. Tal vez alguna mujer que no se atreverá a reconocerlo ante nadie porque queda feo confesar que añoras el vientre intacto y nuevo de antes del parto de luz y de sombra, que sólo se llenaba de ese deseo que te erizaba la piel y tensaba tus pechos. Da vergüenza confesar el vacío.

Enviaré esta carta y tendré un margen para pensar en si quiero realmente que la leas. Tardará unos días en volver a casa y cuando llegue, la descubriré en el buzón, arrugada y expectante. Hoy, quiero que la leas; tal vez, dentro de tres días haya cambiado de idea y la rompa en pedazos porque habré decidido, otra vez, conformarme con tu silencio. Y después de tirar mis palabras a la basura, recorreré de puntillas los pocos metros del pasillo que me lleva al otro lado del muro con la esperanza de que la visión de mi horizonte dormido en su cuna me devuelva a mi sitio.


Diario de la niña de fuego.

La niña de fuego
Te llama la gente
Y te están dejando
Que mueras de sed.
(La niña de fuego, copla de Quintero, León y Quiroga

La niña de fuego soy yo. Es una metáfora, claro, porque ni soy hace tiempo una niña ni sufro de combustión espontánea. Mi incendio fue prendiendo poco a poco hasta llegar a consumir el oxígeno que necesitábamos ambos para seguir creciendo. Yo me quedé sin aire y  mi fuego se ahogó a sí mismo. Aún tengo la piel llagada, aún me duele la tráquea al respirar y, cada vez que me decido a vestirme para salir a la calle, camino por encima de ascuas al rojo que parecen corazones calientes emponzoñados, con su tizne negro por fuera que me mancha los pies desnudos antes de abrasarme las plantas.
No lo sabía. Siempre anduve sobre un sendero amarillo que refulgía en la noche, pero no pisaba baldosas como creía. No sabía que el mío era un terreno áspero de fósforo que a la menor fricción ardería como la brea. Mi abuelo siempre usaba esa expresión, me gustaba que lo hiciera y yo la empleo a la mínima oportunidad. Al final me caí, rodé y me vi envuelta en llamas como una bruja condenada.
Mi abuelo también se quemó muchas veces. Pero a él le gustaba el fuego. Le encantaba sostener una cerilla entre dos dedos ante mi mirada atónita de niña curiosa y dejar que se consumiera hasta que la llama le quemaba las yemas. La soltaba con un gesto reflejo de retroceso de su brazo derecho. Le gustaba el riesgo y el juego. Le gustaba ganar y no le importaba perder. De muy joven una guerra le obligó a renunciar a todo. Lo que vino después no consiguió sentirlo demasiado suyo porque no tenía muy claro si seguía vivo. Ni mujer, ni hijos, ni trabajos, ni dinero, ni sueños. Todo prestado. Todo ajeno. Poco apego. Lo recuerdo siempre doblado, con ambos antebrazos apoyados en la mesa redonda del comedor. Siempre adoptaba esa postura. Creo recordar que cuando no estaba incorporado no sentía ciertos dolores que le acompañaban desde una caída antigua. Parecía un gorila sin pelo. Bajito y ancho. Simpático, pero con una voz que raspaba como una lengua de gato y que sonaba sorprendentemente bien cuando cantaba aquellas coplas en blanco y negro. Siempre tenía cerca del oído un pequeño transistor color humo del que salían distorsionadas aquellas canciones de hombres que suplicaban el amor de una mujer de fortuna, o de mujeres que se arrancaban a voces y golpes de cadera el corsé de la moral pacata de la época. Se sabía las letras. Entonaba y le salía de la garganta la tristeza que está detrás de todas esas canciones. La gente del barrio le pedía que cantara. La copla que más le gustaba era La niña de fuego, de Manolo Caracol. Mi abuelo nos chistaba para que nos calláramos cada vez que la emitían por la radio. Tiempo después, en el televisor, descubrí que mientras Manolo Caracol cantaba, una auténtica niña de fuego, una Lola Flores jovencísima, le respondía con la melodía de sus tacones, con el vuelo de su falda y con el descaro de sus muñecas. Ella no movía los labios, sólo bailaba, zapateaba, se revolvía, chasqueaba los dedos, se inventaba un lenguaje con sus manos. Ella estaba ardiendo y él deseaba quemarse con su piel.
Cuando me caí y ardí, recordé esta copla y pensé que yo también soy una niña de fuego que quisiera sacudirse los males a golpe de melena.

Pero como no sé bailar, empecé a escribir.

lunes, 7 de marzo de 2016

Caperucita en pelotas

"Caperucita en pelotas"

Hace ya unos días (una eternidad en términos de actualidad noticiosa) se hablaba mucho de la infancia, de lo real y lo imaginado, del bebé de Bescansa y su crianza con apego. Esos comentarios coincidieron con la celebración del aniversario poco redondo del nacimiento de Charles Perrault, del que nadie habría escrito ni una línea si no hubiera sido por el doodle de Google. Días de muestra del poder de las redes sociales y de la Wikipedia. 
En la misma semana se abordó por todos los flancos posibles la decisión de una mujer de llevar a su bebé a su puesto de trabajo, y no precisamente para enseñar a sus compañeros los rollizos mofletes de la criatura, a la vez que se mencionaban de pasada los crueles finales rebozados en azúcar por Disney de los cuentos infantiles de Perrault. No sé hasta qué punto la diputada seguía una estrategia, aunque obviamente su gesto era político y detrás estaba la voluntad de conseguir, después de que la riada de comentarios a favor y en contra hubiera pasado de largo, desnudar una pobre verdad a la vista de todos: en este país hay muchas cosas que mejorar, también en cuanto a conciliación familiar. 
Aquellos días escuché, sorbiendo mi cortado matutino, a más de una mujer criticar a Bescansa porque ellas no pueden llevar a sus hijos al trabajo y sentarlos en su falda, principalmente porque están de pie las ocho horas de su jornada. Algunas, las más detallistas, le echaban en cara sus ganas indisimuladas de salir en la foto y añadían algún comentario sobre las prisas matutinas, las manchas blanquecinas de leche en la ropa oscura y la incompatibilidad de ser una madre trabajadora de verdad con la cantidad de botones que llevaba el vestidito beige de la criatura en la espalda. "¡Si con los tres corchetes del body interior me hago un lío!", exclamaba la detallista. 
Este es el primer invierno en el que mi hija no lleva body. Su barriga fría me permite ganar un par de minutos en mi carrera matutina. Yo también huyo de las hileras de botones y amo el velcro y los cuentos de Perrault por igual. Pero al caer la noche, cultivo la pausada tradición ancestral de transmitir oralmente mitos y leyendas y le explico a mi hija un cuento. El mismo cada noche (en la crianza todo va por etapas): La Caperucita roja. A mi hija le apasiona esa historia y me apoyo en versiones adaptadas para críos de dos o tres años; sin embargo, lleva unos días pidiéndome que no siga a pies juntillas el texto impreso sobre el hermoso rojo veneciano que abunda en las páginas del álbum ilustrado. También me pide que me salte el rollo de la madre, la cesta llena de viandas y la casa de la abuelita. Quiere llegar al lobo. Se queda muy callada cuando le explicó que el animal estaba hambriento y engulló enteras, como una constrictor, a la abuela y a la niña. Y se asombra y hace gestos de incredulidad cuando el leñador le raja la panza al lobo dormido y reaparecen por la herida las mujeres desaparecidas. Vuelve a callarse cuando la inocente Caperucita lo rellena de piedras y le da unos puntos de sutura. El libro que tenemos acaba aquí, aunque cuando yo era niña se consideraba que los críos eran capaces de escuchar sin traumatizarse cómo se ahogaba el cánido feroz en el río. Y se lo narro a mi hija. Ella busca las representaciones gráficas de mis palabras, pero le aclaro que no están ahí, en el papel, sino en mi cabeza. 
En mi cabeza caben todos esos finales terribles, como el que realmente ideó Perrault para la pobre Caperucita, que era devorada por el lobo después de desnudarse y meterse en la cama con él. También recuerdos sueltos. Después de estos días de conversaciones sobre los niños y sus madres, he recordado una frase que me dijo una mujer mayor en el ascensor del metro una de esas mañanas de contrarreloj y ojeras después de hablarme de su época, de su hija y de los nietos que había criado: "Nos contaron un cuento y nos lo creímos". 
Quizás, mientras nada cambie, no seremos más que Caperucitas en pelotas.

martes, 2 de febrero de 2016

Diario de una ansiosa XXII. Sol de invierno

Desde la semana pasada hace un sol inesperado en invierno. No sólo ilumina, sino que me hace sudar bajo el abrigo. Da igual las pocas capas que lleve debajo, sudo. Son los nervios. Y las prisas. Antes, cuando era niña, no sudaba nunca. En realidad siempre tenía frío e, incluso en verano, dormía tapada con una manta, o un edredón de los de antes. Aún no se usaban los nórdicos, no existía Ikea y el gran lugar al que todo el mundo acudía para vestir las camas de su hogar era La Casa de las Mantas (nombre tan poco original como efectivo). Menos mal que todavía no había acaecido la revolución republicana del menaje y del mobiliario urbano porque yo necesitaba sentirme entre arropada y atrapada bajo las sábanas. Por aquel entonces, todo era para toda la vida: el oscuro e inmenso mueble lacado del salón, la vajilla duralex, la batería de cocina (había que frotar mucho para conseguirlo) y el matrimonio. Todo sobrevivía al paso del tiempo y se mostraban sin vergüenza los desconchones porque eran cicatrices de la batalla presentada a la vida. Quizás por eso todo era tan macizo y pesado, sobre todo el mueble del salón y el matrimonio. Pero también las mantas.
Pasé de sentirme sepultada bajo la ropa de cama, a estar protegida del frío por una ligera capa de plumas que son capaces de escaparse por cualquier mínimo descosido. Ya me he acostumbrado, pero de tan joven necesitaba el peso de las mantas, incluso en verano. Sentía que estaba en peligro y me helaba por dentro si no me aplastaban contra el colchón, así que pedía a mi madre cada noche que las remetiera hasta dejarlas tirantes. Daba igual si estábamos a ocho de enero o a quince de agosto. Cuando me destapaba, mi organismo me avisaba con un sueño recurrente: me caía por un precipicio oscuro de suelo indefinido. Sólo importaba la caída, no había detalles ni colores en la pesadilla. Me despertaba, salía de la cama y volvía a remeter las sábanas todo lo que podía. Luego, me sentaba en la almohada y entraba poco a poco desde el embozo, con cuidado de no aflojarlas demasiado, sólo lo justo para poder deslizarme dentro. Me encantaba sentirme contenida. Cerraba los ojos y suspiraba.
Hace años que duermo casi desnuda bajo una capa de plumas. Mi madre no se lo cree. Podría parecer que me he acostumbrado a la levedad si no fuera por mi mano izquierda delatora. Siempre se agarra al nórdico porque el miedo a que salga volando y me abandone a merced de mi abismo y mi frío sigue vivo.
Aprendí, mientras me retorcía intentando desprenderme de mi piel adolescente, que un calefactor enfocado a los dedos de mis pies desnudos puede protegerme en los peores momentos. O un saco de esos rellenos de semillas que se calientan en el microondas ardiendo sobre mis hombros. O tu cuerpo caliente de animal en reposo. Todo lo que me quema me salva.
Menos mal de este sol de invierno y del olor a fósforo de esos incendios controlados de papeles rotos consumiéndose en un cenicero.

miércoles, 20 de enero de 2016

Diario de una ansiosa XXI. Dejarse llevar

Estos días de viento en Barcelona me he dado cuenta de que no opongo mucha resistencia. Ayer, por la calle, intentaba ver por entre los mechones de pelo enredado que me cruzaban la cara mientras el fuerte aire que soplaba a mi espalda me desplazaba unos centímetros. Una vez, otra y otra más antes de llegar a la cafetería en la que el hombre sin sonrisa me preguntó una vez más cómo quiero la leche del cortado. Es una pregunta marca, detalle de atención a sus clientes de una franquicia que procura evitar esos cortados con leche natural no deseada, tan frustrantes en una mañana fría. Cada día respondo algo distinto, para fastidiar un poco al señor. No suelo ser así, pero el invierno me congela por dentro y, además de provocarme el agarrotamiento de los músculos de la espalda, me vuelve proclive a la crueldad. Y me molesta que el señor no me haya sonreído ni una sola vez de las muchas que llevo dándole los buenos días, tratándole de usted y despidiéndome en voz más alta de lo normal para evitar que se piense que me he ido a la francesa. Así que me vengo de su mala educación mareándole con la proporción. Es una venganza íntima, pequeña, que atraviesa apenas la línea del pensamiento. Los lunes le pido sólo leche muy caliente, que me queme (me encanta quemarme, pero este punto merece un desglose aparte); los martes le digo que tengo prisa y que me la ponga natural y me lo bebo de un trago, haciendo muecas, porque en realidad odio el café templado y el resto de días improviso: hoy la he pedido más caliente que natural; ayer, mitad y mitad; mañana... Mañana le diré que me eche sólo caliente pero le obligaré a interrumpir el chorro humeante para pedirle unas gotitas de leche fría justo en el momento en el que relaje el bíceps izquierdo y baje la jarra hacia el tablero de la barra. Siempre coge la jarra de aluminio de la leche fría con la mano izquierda, supongo que en verano será al revés. Me imagino que será diestro y que a las ocho de la mañana de estos días ventosos y fríos poca gente querrá el cortado helado.
Hoy, de nuevo, soplaba un aire que ponía a danzar las hojas con los restos de envoltorios, hojas de periódicos y demás basura ligera y me he dejado llevar hasta la cafetería. Un golpe de viento, dos, tres y ya estaba sentada en la barra pensando que también la camarera es seca. Nunca me atiende ella, aunque esté frente a mí sin hacer nada. Deben de repartirse los clientes porque, eso sí, el señor se acuerda siempre de lo que tomo. Ella sí sonríe, no a mí, pero a algunas clientas sí. Hoy bromeaba con una mujer con los labios muy pintados y los pies metidos en unas botas de plástico de color verde militar enormes. Cruzando la calle está el mercado y muchos de los trabajadores de las paradas compran en esta cafetería la dosis de cafeína necesaria para empezar con la jornada de preguntas tipo: ¿Cuánto quieres, reina?; tengo las merluzas muy frescas, guapa, ¿no quieres una, que no hacen el quilo y te pongo la cabeza para el caldo? La mujer debía de ser pescadera, las escamas tornasoladas pegadas en la caña de las botas me ayudaron en la deducción.
Cada día me pregunto por qué voy ahí si me da tanta rabia la poca amabilidad de los camareros. El café es bueno, los cruasanes huelen como tienen que oler a esas horas de la mañana, pero no sé si son motivos suficientes. Creo que me acodo en esa barra porque me dejo llevar. No me rebelo. Es como con el viento, me desplaza de la línea imaginaria que pretendo seguir y no me resisto, acepto el movimiento, calculo una nueva línea recta y sigo hacia delante, aunque ya no esté siguiendo exactamente el mismo camino.
Y así me van pasando los días, desviándome a pequeños empujones de la ruta que tracé en su día.

martes, 12 de enero de 2016

La llamada

—Perdona.

Laura me dejó con la palabra en la boca y se apartó lo bastante para que no pudiera escuchar su conversación. Sacó su móvil del bolso y marcó un número justo antes de alejarse de mí y del resto de asistentes a la velada literaria. Buscó refugio entre la mesa sobre la que habían colocado una plancha enorme en la que se habían calentado los pinchos de langostinos y el carro de la fideuá de la cena. No era la primera vez que lo hacía. Su descortesía dio pie a la mía y me perdí entre los asistentes. Hubiera podido quedarme apoyado en la pata de la carpa que habían habilitado para el cóctel en el jardín de aquel palacete que se alquilaba por horas y que iba perdiendo la policromía de su tejado abovedado según pasaban los años, pero no lo hice. 
La primera vez que nos invitaron a la fiesta del premio todo brillaba: la cerámica con la que estaba recubierta la cúpula, las uñas recién pintadas de las escritoras rebeldes, la corbata tornasolada de aquel gerente gordo que se jubiló al poco tiempo de que me contratasen el libro y las sonrisas de mis editoras que todavía no se creían que aquella historia de amor adolescente hubiera vendido como lo hizo. Era mi primera novela y el brillo de su éxito me deslumbró durante bastante tiempo.
Me acerqué a la barra de bebidas para darme unos minutos y situarme. 
A pesar de que me apetecía una cerveza, pedí una copa de vino. Casi todo el mundo sostenía copas de vino tinto o de blanco afrutado y preferí mimetizarme con el entorno. Miré a mi alrededor: Laura seguía hablando por teléfono al fondo y, a unos pasos de ella, un editor pasó su mano por la espalda de una chica del departamento de marketing que llevaba poco en la empresa. No fue una caricia, más bien pretendía que la chica se moviera hacia delante, pero la presión de sus dedos a la altura de la cintura del vestido corte años cincuenta que le marcaba el talle duró unos segundos más de la cuenta. Ella le miró abriendo ligeramente los ojos y golpeó un par de veces con la punta de una uña el primer botón de la camisa que cumplía con su función. El editor pegó la barbilla al pecho y se abotonó uno más. No pronunciaron ni una palabra, pero sus manos mantuvieron un diálogo muy elocuente.
Descubrí a Clara cerca del escenario sobre el que se había leído el fallo del jurado. Charlaba con la jefa de prensa de otra editorial, una chica con espíritu de rubia de Hitchcock a la que las raíces de su pelo empezaban a traicionar. Se la veía más relajada que al principio de la ceremonia. Todo había salido bien; ya podía respirar tranquila y tomarse una copa. Recordé lo nerviosa que se ponía en los momentos previos a cualquier acto público que le tocara organizar, como aquella tarde en la que no asistieron más de veinte personas a la presentación de mi tercera novela. Por aquel entonces había recibido varias críticas negativas que me habían ayudado a bajar la inflamación de mi ego y, aunque me sentía un poco frágil, no me importó. Se lo dije cuando empezó a hablarme del fútbol, de la lluvia, de la presentación de un autor americano de visita por Barcelona. Me acompañó a mi hotel, en la entrada le comenté que se presionaba demasiado y me permitió abrazarla por primera vez. 
Hacía tiempo que no hablábamos con la confianza que una vez tuvimos. ¿Nueve meses? Si Laura estaba cerca me veía obligado a fingir que no la veía, la incomodidad que le provocaba su presencia me llevaba a situarme de manera que el cuerpo de Clara quedara alineado con el punto ciego de mis ojos. Entonces la imaginaba mirarme, la veía en mi cabeza entreabrir los labios, sonreírme de aquella manera. Disimulaba cada vez mejor, pero sabía que Laura no soportaba estar cerca de la mujer que me volvió loco una vez y, por evitarle la tristeza que la envolvía siempre que retornaba al recuerdo de Clara, yo rabiaba de ganas de saludarla y sentir la curva de sus pechos al abrazarla.
Busqué de nuevo a Laura. Seguía hablando. Le vi esa expresión en los ojos y adiviné que le estaba hablando a Ese Hombre. Cuando lo hacía se le vaciaba la mirada como cuando observaba el mar y una paz melancólica hacía que la mantuviera fija en algún punto que no importaba demasiado porque en realidad se estaba viendo por dentro. No había querido decirme su nombre por mucho que le insistí, así que le había bautizado con ese apelativo que me servía para poder pronunciarlo con desprecio cuando me refería a su misteriosa relación. Di un trago largo al vino tinto y noté cómo me quemaba ligeramente la garganta y la rapidez con la que me calentaba el estómago, casi tan rápido como la ira. Abandoné la copa en una mesa alta de cóctel y fui directo hacia Clara. Le di dos besos que interrumpieron la conversación que mantenía. No pareció importarle. Saludé a su colega, que aprovechó mi presencia para darnos la espalda y salvar a un autor revelación que se aferraba a su vaso para no ahogarse entre tanto desconocido.  

- Ha salido todo estupendamente, Clara. Felicidades. 
- Gracias.
- ¿Cómo estás? Hacía tiempo que no hablábamos.
- Los nervios de siempre casi me matan, pero sí, parece que todo ha salido bien…   Tienes que leer la novela de Antón. Es buenísima. 
- Mándamela. Ya sabes donde vivo. – No pensaba leerla. Antón me parecía un pedante y me aburría su manierismo. Ni siquiera creía que su libro pudiera merecer ese premio.
- Te la mandaré. ¿Todo bien?
- Pregunté primero. – Clara sonrió y bajó la mirada hasta la pantalla de su móvil antes de decirme que estaba muy bien. Luego me miró y sonriendo me dijo que necesitaba unas vacaciones.
- Ya, siempre se necesitan unas vacaciones. Yo me marcharía hoy mismo a cualquier isla desierta. ¿Te vienes? 
- ¿Estás escribiendo? Hace tiempo que no publicas nada. 
- Me siento cada día a juntar letras. Me salen unas ristras retorcidas y feas. Hace tiempo que la musa no me visita. –Clara evitó mi mirada y volvió a usar el móvil como burladero. Odiaba esos trastos que robaban la atención y las miradas de la gente. Tenía uno, obviamente sin conexión a Internet, y lo miraba muy de tanto en tanto; no me llamaba casi nadie y con los pocos amigos que me quedaban me comunicaba a través de emails.
- ¿Has venido con Laura?
- Sí, está atendiendo una llamada... Lleva un buen rato hablando y me he quedado solo.
- Prefiero no saludarla. Y preferiría que me dieras ya dos besos de despedida y te fueras a buscarla. No puedo evitar que estés aquí, pero no tengo ganas de sentirme una miserable esta noche. Hoy no. Estoy demasiado cansada para aguantarlo. 
- Soy yo el miserable. No puedo dejar de pensar en ello y tú deberías recordarlo. Un miserable mediocre, por otro lado. Si al menos hubiera sabido ser el rey de los miserables. Pero no me atreví.-Me turbó la sonrisa indescifrable de Clara y su dedo índice arrastrando restos de pintalabios reseco acumulado en la comisura de sus labios, pero no respiré, seguí con mi patetismo, en el fondo me sentía cómodo en el género melodramático.- Me conformé con dejarme llevar para avergonzarme y entonar después un mea culpa ridículo. Claro que fue culpa mía follar contigo, de quién iba a ser si no… Clara, necesito verte tumbada una vez más. Sólo una. Con los ojos cerrados. Y que me dejes quitarte la ropa y bajarte las bragas hasta las rodillas. Necesito mirarte. Nada más. Sólo eso. 

Clara negó con la cabeza y me miró con sus enormes ojos negros llenos de tristeza después de comprobar que nadie nos había escuchado. Me fascinaba esa tristeza suya, tan elegante, tan digna y tan generosa. Se ponía triste por mí, no por ella. Le daba pena ver que no había cambiado, que seguía siendo el mismo gilipollas inflamado y con ganas de sexo. No le molestaban mis groserías, le daban igual. No era fácil escandalizar a Clara, pero sus emociones eran tan decentes que me daban ganas de ensuciarla ahí mismo, con el vino o con mis palabras obscenas. Elegí las palabras, las manchas que dejan suelen ser mucho más difíciles de limpiar.

- Anda, Kim. Ves con Laura. Creo que ha colgado ya. 

Clara me dio dos besos y se marchó. Se cruzó sobre el pecho el bolso con un gesto que dejó al descubierto el inicio de un sujetador negro que para mi tortura reconocí, se dio la vuelta y se largó. Hubiera salido corriendo detrás de ella si no hubiera visto a Laura venir hacia mí.

- ¿Quieres una copa?
- Sí, por favor, de vino blanco. ¿Era Clara? — Me preguntó.
- Sí. Ahora vengo.

Y la dejé sola. No soportaba su sonrisa mentirosa. Quería insultarme, gritarme, abofetearme, pero me sonreía sin enseñar apenas los dientes, entornando un poco los ojos. Sólo sonreía así cuando no era sincera, cuando la furia contenida le tensaba la piel del labio superior y le afilaba la mirada. Su risa era enorme, blanca, sonora y siempre al borde de la carcajada; era lo que más me gustaba de ella, lo que no lograba que dejara de gustarme; pero no sabía sonreír, su sonrisa era un dique que estancaba la verdad hasta pudrirla.
Volví con un gintonic y la copa de vino blanco. Laura sabía que la ginebra me sentaba mal y me provocaba una tremenda resaca, así que únicamente la pedía cuando necesitaba emborracharme. Fue una manera de dejarle claro que no quería hablar de Clara, que no necesitaba reflexionar otra vez sobre mi gran error, sobre la irremediable pérdida de confianza, sobre su maldita sonrisa y su condescendencia. 
¿Por qué esas dos mujeres me hacían sentir que eran mejores que yo? ¿Cómo eran capaces de poner de manifiesto mi vileza con un puñetero gesto orquestado por un par de músculos faciales?

Empecé una discusión que nos acompañó hasta casa y que acabó en el dormitorio, con Laura llorando y tocando con las puntas de los dedos de sus pies helados el suelo y, supongo, que conmigo roncando boca arriba sobre el colchón. No hablamos tanto de Clara como del silencio que Laura había impuesto como precio por su perdón. Después de la tormenta inicial, me dijo que me perdonaba con la condición de no volver a hablar del incidente, como ella llamaba a Clara. Seguiríamos como si nunca hubiera sucedido, como si Laura no hubiera descubierto por error una serie de fotografías que le hice un mediodía a Clara. Sólo llevaba unas bragas negras. Podría haberle contado que eran fotos de Internet, pero en un par de ellas se veían mis zapatos. Al principio me pareció buena idea y mi respeto por Laura creció; sin embargo, ese silencio se fue haciendo cada vez más espeso, más incómodo, y pasó de significar un alivio a convertirse en un recuerdo constante de mi culpa. Laura parecía avanzar sin problemas, mientras yo sentía una necesidad cada vez mayor de pensar en Clara, de explicarme por qué lo hice, a la vez que buscaba momentos para encerrarme en el cuarto de baño y enviarle mensajes ansiosos a Clara. Me estaba volviendo loco, me creían al mismo ritmo la culpa y las ganas de pecar.

Le eché en cara sus conversaciones telefónicas misteriosas, le pregunté por Ese Hombre, la acusé, los celos me desbordaron y empecé a gritarle que la aborrecía casi tanto como la quería. La insulté, la llamé puta y le dije que al menos me podía alegrar de algo: por fin podía entenderme, gracias a esa voz sin rostro se habría dado cuenta de que el amor no frena el deseo, no te quita las ganas de salir de casa a cualquier hora en busca de un sexo ávido y nuevo, de un territorio desconocido, de unos susurros inesperados.

Al día siguiente me encontré el ordenador portátil encendido sobre la cama. En un papel Laura me pedía que miraba mi email. No estaba. No vi su cepillo de dientes en el lavabo ni encontré sus zapatillas. Dos objetos de lo cotidiano que dejan agujeros enormes en una casa cuando desaparecen de golpe. 
Estuve un rato inmóvil mirando por la ventana hasta que me decidí a entrar en mi buzón de correo. Había un email de Laura, me lo había enviado por Wetransfer. El asunto era ‘A Ese Hombre’. Lo abrí, pero no había nada escrito, sólo varios archivos adjuntos. Eran archivos de audio. No entendía nada. Estaban numerados, del 1 al 10. Abrí el primero. Escuché la voz de Laura pronunciar un ‘Erase un vez’, como si fuera a explicar un cuento:

“Érase una vez un hombre que vivía en un castillo aislado por un foso muy ancho y profundo: el foso de las palabras muertas. Ese hombre se sentía a salvo en esa construcción de piedras y hierros a pesar de las corrientes de aire que hacían volar los papeles que tenía siempre desordenados sobre su mesa y apagaban las velas que iluminaban su oscuridad. Por eso sólo abría las ventanas cuando sentía la necesidad de oír los ecos lastimeros de las palabras moribundas del foso que lo mantenía protegido de las amenazas del mundo. Y entonces no lograba evitar apiadarse de las palabras hermosas, sentía debilidad por su sufrimiento y, cuando más le desesperaba el desorden de sus papeles, mayor era su necesidad de salvar a las menos heridas. Las invitaba a subir a la torre en la que estaba su estudio y se enamoraba de ellas, sobre todo de las más delicadas y condenadas. Yacía con ellas. Suspiraba por ellas. Pretendía acariciarlas como si estuvieran hechas de otra materia que no fuera su propio aliento, pero todas expiraban entre sus labios. 
Una vez invitó a la Verdad. Estaba tan pálida y era tan frágil que no sobrevivió demasiado. Ese hombre le acarició los hombros, el vientre y le susurró al oído que la amaría siempre. Esa promesa la mató”.

Abrí el siguiente archivo y todos los demás. En cada grabación Laura narraba la historia de una palabra hermosa:

“Una noche sin luna intentó salvar a la Pasión. Sus aullidos conmovieron de tal modo a Ese Hombre que procuró socorrerla. La ayudó a tumbarse, le ofreció vino, uvas, le leyó un poema que estaba escribiendo y se quemó las manos con el calor febril que emitió su cuerpo enfermo al ondularse de placer. A ese hombre le sobrecogió el descubrimiento inesperado de su ausencia de pliegues 
Un día seco en el que los pomos de las puertas le producían pequeñas descargas eléctricas en los dedos, el viento le trajo los gritos de la Belleza. No aguantó oír alaridos tan desesperados con una voz tan hermosa. La ayudó a subir a su torre y quedó deslumbrado por su rostro joven y la mirada nueva. La llevó a su habitación y decidió pasar el resto de su vida contemplándola, tocándola, y se olvidó del mundo, de sus papeles y de las demás palabras. La belleza era una joven condenada que desconocía el significado de muchas cosas y, aunque no sabía qué era una traición ni qué un compromiso, intuía su levedad y su fugacidad y esa certeza le producía un sufrimiento indecible. Un día ese hombre le prometió que la amaría para siempre. Ese promesa la mató”.

Laura contaba ese cuento que parecía no tener fin sobre Ese Hombre mudable e infantil. Comprendí que se refería a mí y sospeché que nunca había habido otro hombre, que Laura se apartaba a un rincón cuando el tedio y el resentimiento le hacían insoportable mi cercanía. El silencio nos había aislado, no éramos capaces de hablar de lo que nos pasaba. Y lo que fuera que nos sucedía empeoraba día tras día. Sin embargo, no nos habíamos detenido a ponerle un nombre. Yo creí que no le importaba el frío y esa manera de no reconocerse que tenían nuestras manos cuando se tocaban. Creí que lo nuestro era un limbo emocional, un tiempo nublado y confuso, y me equivoqué al confiar en que la niebla se levantaría cualquier mañana, sin más. Y no sospeché que Laura, la que insistió en no hablar, la que suplicó no volver a mencionar los nombres, se había refugiado en las palabras y se había dado cuenta antes que yo de que un día se nos moriría la última, y luego ya no habría nada más que decir. 
La última fue su propio nombre. En el archivo número diez su voz contaba cómo Ese Hombre, un día tranquilo, se dejó acariciar por el Aura al amanecer (me hizo gracia que no hubiera podido evitar el guiño a su admirado Petrarca) y cómo la condenó al procurar salvarla, al susurrarle que la amaría para siempre.