viernes, 27 de febrero de 2015

Ten cuidado

La vida es peligrosa. Ten cuidado.
Evita los callejones oscuros y los túneles solitarios.
No atravieses descampados tú sola, ni aguantes la mirada de un extraño.
Hay que vigilar porque la vida se nos va en un despiste y luego ya no vuelve.
Ten cuidado con las ramas de los árboles, te pueden arrancar un ojo.
Los días de viento camina pegada a las paredes porque te puede caer encima una maceta o un trozo de cornisa.
Los chicos son flechas de carne que se te quieren clavar entre las piernas. No te fíes, no les regales ni la piel que se te mete bajo las uñas cuando te rascas.
No te asomes, la baranda es muy baja y el precipicio no tiene fin.
Ten cuidado, no te bañes en el mar, es un monstruo que sólo quiere ahogarte para que pases el resto de la eternidad rodeada de peces, bichos fríos que ni siquiera saben acariciar.
No cruces en rojo.
No corras, porque te puedes caer y se te pueden pelar las rodillas.
No te rías tanto, ya sabes que luego te falta el aire por ese maldito asma que has heredado de tu padre.
Cuidado con la gente. Todo el mundo miente. A nadie le importas de verdad. Cállate tus secretos, disimula tus penas. No cuentes nada. Shhh. Silencio. Aprende a disfrutar de una soledad aislante.
Teme las tormentas. Los rayos siguen las corrientes de aire para meterse en las casas. Ten cuidado, cierra las ventanas cuando truene.

Métete en el armario y llora, porque ahí dentro no llueve ni hace viento ni nadie puede verte.

Cuando a tu madre le da pánico la vida, cuando, a pesar del amor, no puede evitar contagiarte de su miedo ni prevenirte de peligros invisibles es difícil atreverse.

Atreverse a ser atrevida.
Atreverse a vivir sin importar las heridas.





martes, 24 de febrero de 2015

Confesión en las alturas

Esta mañana me he confesado en las alturas ante un pecador de confianza. Las cristaleras que rodean la sala estaban tan limpias que me producían envidia. En casa todos los vidrios están llenos de pequeñas huellas de manos, y yo estoy tan empañada por dentro que por mucho que me pase un pañuelo por los ojos lo sigo viendo todo borroso. Mientras hablaba más de la cuenta, como siempre que se habla, observaba las azoteas cercanas, con sus sábanas tendidas como banderas de patrias verticales sin más himno que la melodía del agua sucia y la mierda al deslizarse por las tuberías. Veía también los desconchones en los muros resecos de tanto sol y un par de tórtolas que me miraban desde el otro lado del cristal después de apostarse en el alféizar. Pensaba en lo hermosa que es la palabra alféizar a la vez que se me iban escapando las penas. Me han durado en la boca el tiempo que ha tardado una mujer morena en tender sin cuidado una colada que no parecía suya. Mi deseo, insatisfacción, frustración, bloqueo, inseguridad, rabia y miedo aireándose entre calcetines húmedos desparejados y camisas caras que sin cuerpo que las rellene no son más que trapos desmayados. 
Escuchaba la absolución del confesor cuando he reparado en un hombre que pintaba con rodillo una fachada trasera. Estaba solo, subido en una plataforma elevadora algo rudimentaria que él mismo bajaba cada vez que acababa una planta, poco a poco, aflojando unas cuerdas aseguradas con poleas. Recortaba las ventanas de alguna casa vacía a esas horas para descender después unos cuantos centímetros más, hasta el siguiente piso, en el que posiblemente un par de abuelos se calentaba a sorbos de café hirviendo antes de quitarse el pijama. Supongo que creía que nadie le veía trabajar, pero una mujer cobarde, que sólo sabe masticar sus problemas, regurgitarlos y volvérselos a tragar, no le quitaba ojo. 
Me dejaron de importar las palabras, las propias y las ajenas. Daban igual las certezas o los consejos, sólo importaba la belleza clarificadora de la pintura blanca avanzando por ese muro, que los pies de ese hombre volvieran a tocar el suelo y que los míos se atrevieran a hacerlo por primera vez.

lunes, 16 de febrero de 2015

Uno de esos días

Hoy ha sido uno de esos días. Un lunes despejado y soleado que me ha permitido contemplar cada arista de la pared escarpada del resto de días por subir. Ha sido también un día de cepillos de dientes olvidados en la encimera del lavabo, de bragas sucias arrugadas en un rincón y de cosas por hacer. Un día de voluntades domesticadas de vuelta al camino después de la suave rebelión dominical, un día de cuerpos repuestos tras la comida, las copas, la siesta y el sexo. De nuevo el primer lunes del resto de nuestra vida de espirales de tinta tatuadas en la piel.

lunes, 9 de febrero de 2015

Nunca más iba a estar sola.

Nunca más iba a estar sola. Nunca. 
Sentí vértigo ante esa certeza que no acababa de adecuarse a la necesidad de introversión que sentía después de ser madre. 
Me había vaciado en el parto, en el que saqué de mi vientre vida, líquido y pedazos de carne. Desde ese día mi cuerpo estaba hueco y tras varias semanas de haber parido no parecía que se hubiera cerrado ese espacio muerto. La herida seguía abierta y dolía la costura en mi piel. No me era fácil ver la cicatriz y al principio evitaba incluso rozarme cuando me duchaba, pero sentí curiosidad y un día miré. Nunca me habían cosido y me sorprendió descubrir un nudo de costurera de hilo de color negro. Me dio por pensar que si tiraba de ese hilo me desharía entera, como un jersey de lana al que se le escapa un punto.
Tardé bastante en atreverme a mirar. Temía no reconocerme tampoco en mi sexo. Nada me hablaba de mí, ni los espejos, ni mis zapatos menguantes, ni los sujetadores aburridos en el primer cajón de mi armario de tanto esperar a que mis pechos volvieran a ser los que fueron, ni mis pezones oscurecidos.
No me quedé embarazada sin más, simplemente porque era el siguiente escalón. Lo medité mucho, o quizás demasiado poco, ya no estoy segura. Siempre dije que no estaba hecha para ser madre, pero creí que cuando lo decía era demasiado joven para entender el sentido profundo de esas palabras y dejé de recordar que lo había dicho tantas veces. Llegamos a la conclusión de que queríamos un hijo. Los dos, aunque me pesaba saber que él lo deseaba más que yo. Nunca le confesé la inseguridad que me originaban los tópicos que yo no cumplía. No soñaba con ser madre, ni me imaginaba jugando con tres niños pequeños saltando sobre una cama de matrimonio luminosa de tan blanca, ni deseaba dar el pecho como cualquier hembra de cualquier mamífero. ¿Y si soy un ave o un pez? 
Me angustiaba ese vacío interno. Miraba a mi bebé y pensaba que ella tenía lo que a mí me faltaba. Tal vez en eso consista ser madre: entregar una parte de ti misma, regalar las entrañas a un pequeño ser que sólo tiene un cuerpo expuesto y un nombre que no ha elegido. ¿Y si no me sentía llena de nuevo? Miraba a mi hija y pensaba que no volvería a estar sola. Era una idea emocionante, aunque me daba miedo saber que ya no era libre de irme sin más, ahora avanzaba como siempre, a la deriva, pero con un ancla preciosa que iba levantando nubes de arena del fondo del mar con esas uñitas que aún no me había atrevido a cortar. Tan frágil y tan poderosa. 
Después de más de año y medio la cicatriz casi no se aprecia, no logro evitar dejarle picos en las uñas a Noa y el vacío sigue llenándome. Ya he aprendido que una vez que te has entregado del todo no puedes ser como eras. Es imposible ser árbol y sombra al mismo tiempo, a pesar del amor, a pesar de la sangre y del vínculo inevitable.