domingo, 27 de diciembre de 2020

La mujer incompleta. La insolente resistencia del ser

Desaparecer como motor de toda acción. Los pasos que me llevan a la nada obligan a mi corazón a bombear la sangre que se me calienta en el cuerpo. Antítesis. Me asombra la terquedad de los cuerpos. 

Las manos me arden. Quemo. Mis manos abrasan con su fuego de dragón herido, de animal mitológico que se sabe irreal, extinto. La luz de mis manos atraen en la noche a cuerpos que se quedan adheridos a mis palmas y sus pieles hermosas acaban fundidas, arrugadas. Mis manos como lámparas incandescentes que atraen hacia su fin a las mariposas perdidas en la noche. Sin embargo, son mis manos las que quisieran hundirse en esa oscuridad de medianoche y desaparecer, tal vez devoradas por las bocas de esos insectos que me buscan. Sería esperanzador llegar al día sin esos apéndices que eran como garras. Ver su ausencia en el espejo por la mañana y sonreír porque el ser habría empezado a ceder ante la insistencia de la vida en arrasarme. 

Parece una imagen de pesadilla, aunque no es más que un deseo.

Últimamente tengo pesadillas. Anoche soñé con un hombre quemado de cara derretida, sin orejas, sin nariz, al que le hice hace un par de vidas la tarjeta de socio de Fnac. Yo, con mis ilusiones intactas y mi nombre en un cartelito de plástico colgado con un imperdible en el chalecho verde de la empresa. Imperdible. Siempre me ha parecido una palabra importante otorgada a un objeto mínimo y demasiado punzante. Aunque quizá en algo así, pequeño e hiriente, acaben esos recuerdos de momentos que consideré imperdibles; lo he pensado después de que a mi móvil, ese Iphone de pantalla estrellada contra el suelo que aún estoy pagando, le haya dado por recordarme fotografías más o menos antiguas de la vida que a la que acabo de renunciar sin preguntarme si quiera si lo consideraba oportuno. Cada vez que me asalta con uno de esos recuerdos en imagen fija siento un agujazo en la boda del estómago y pienso en las veces que me pinché la yema del dedo índice con aquel imperdible que fijaba mi nombre a un chaleco que me definía sin explicar nada de mí. 

Dos vidas menos. Resto sin saber cuántas me deben de quedar ni cuántas exactamente he dejado de vivir.

También soñé con un viaje. En este caso no era parte del pasado, sino de un futuro que no sé si existirá. Todo lo que vivo hoy lo hace posible. Todo lo que sé de la vida lo convierte en improbable. Un viaje que me llevaría lejos, a un paisaje desconocido, a una calidez húmeda y a un mar nuevo. En el sueño, el viaje iba a ser en barco. Desde que leí El amor en tiempos del cólera viajar en barco con una persona amada me parece maravilloso. Retrasar el momento de la llegada, dilatar la fantasía de lo impredecible y nuevo, de la ausencia de rutina y verdad, alejar todo lo posible la realidad para concentrarse en algo que no existe todavía, en un deseo. El sueño se transformó en pesadilla. El barco era demasiado grande y yo me perdia en él. Pero no era yo la que buscaba, yo solo desaparecía. Eran los otros los que intentaban encontrarme. 

Al despertarme pensé que nunca antes había desaparecido en un sueño. En la vida real lo he intentado desde niña, empecé a hacerlo cuando iba con mis padres al Pryca o al Baricentro, no sé, y me metía entre esas gigantescas alfombras que colgaban de perchas también enormes, como si fueran piezas de ropa. Aguantaba la respiración y disfrutaba al ver desde mi escondite a mi madre asustada e histérica buscándome por los pasillos. Cuando me encontraban, mi madre me pegaba en el culo muy fuerte. Recuerdo la rabia que me daba constatar a través de ese escozor que mi cuerpo seguía ahí, que no me había esfumado como yo quería.  

El dolor me recuerda que sigo aquí, también ahora. Cómo me fastidia esta insolente resistencia del ser.

lunes, 2 de noviembre de 2020

La mujer incompleta. Vaso roto

He vuelto a romper un vaso. Me quedan dos de la media docena que compré en el bazar chino cuando tuve que irme. Solo dos. Nunca antes había roto un vaso. Ni un plato. Ni nada. Siempre tuve cuidado con mis cosas, quizá porque siempre fui consciente de no tener demasiadas y de no tener demasiadas oportunidades de remplazar lo perdido o deteriorado. 

Pero aunque sigo siendo consciente de la imposibilidad de recuperar lo roto, se me rompen las cosas entre las manos. Si miro hacia atrás, desde hoy hasta hace un año, puedo ir enumerando las cosas rotas que he acabado tirando o escondiendo porque las dejé inservibles: cuatro vasos de cristal, un plato de cerámica, una botella de cava que estalló en el primer cajón del congelador y cuyos pedazos sigo retirando de vez en cuando de entre las bolsas de verduras congeladas, una hoja del libro de poemas de Joan Maragall que intento explicar a mis alumnos y que rasgué al pasarla demasiado rápido, el tirante de un vestido de verano que se quedará colgando hasta que vuelva el calor, la bolsa cuyas asas cedieron al peso del ordenador y de todos los papeles que me acompañan de arriba abajo, un dibujo que hizo mi hija y que rompí pensando que era basura, lo que provocó decepción y un llanto inconsolable que duró una tarde; la pantalla del móvil que aún estoy pagando, la luna de un espejo con sus siete años de mala suerte como condena, un paraguas, la letra r del teclado, un matrimonio y un corazón. 

Cuando rompí el último de los vasos me quedé mirando la grieta como si esperara encontrar algo en la rendija milimétrica que se había abierto en el vidrio. Tal vez estuviera allí escondido el invisible secreto de mis manos torpes. Pensaba que si miraba la raja atentamente podía llegar a entender cómo se habían llegado a extender las fisuras de mi relación, si lograba comprender cómo se había abierto esa cascadura solo con un pequeño golpe seco del cristal contra la base del microondas que tengo colgado en una de las paredes de la cocina, quizá podía llegar a entender el cuarteamiento que había sufrido mi vida. Pero sonó el timbre del móvil y me alejé de cualquier hipótesis a la que pudiera estar aproximándome. 

Siempre me alejo de las respuestas. He preferido las preguntas. Me mantienen en movimiento. Las respuestas son decepcionantes la mayoría de las veces. Me mueve la curiosidad. Y, como al gato, siempre ha estado a punto de matarme esta manía mía de indagar, de querer saber. Con lo bien que se debe de vivir sin tener ni idea de casi nada. Qué felicidad intuyo en el desinterés y el conformismo. Qué infelicidad en la insatisfacción y el deseo. La sed de Tántalo imposible de calmar ni con todo el agua arrojada por las Danaides. De los dioses airados también les hablo a mis alumnos. Pero casi no me escuchan. Me gusta explicarles historias. Es lo más bonito que puedo hacer. Ofrecerles mentiras, las mentiras que han acabado convertidas en arte, en literatura. Siempre es más agradable la mentira. La prefiero a la verdad. La verdad no suele ayudar a nadie. 

viernes, 12 de junio de 2020

La mujer incompleta. Un hombre que plantaba árboles

Una vez amé a un hombre que plantaba árboles con las manos. Me quedaba embobada mirando esas manos de hombre que sabían introducir vida en la tierra.
En realidad era un chico con cuerpo de hombre, con voz de hombre, con manos de hombre, que me hacía pensar que los relojes no sirven para mucho, o al menos, no para tanto.
Una vez amé. Y se me queda el verbo en pasado. Antes no, ahora, cuando escribo, el amor se me va al ayer. Se me queda lejos, como un perro que no quiere seguir caminando y se planta y espera a que su dueño le entienda y retroceda. Pero yo no puedo retroceder. La rebeldía de este verbo me ha pillado en medio de un descenso, justo cuando la pendiente te impulsa a correr para evitar la caída.
Al principio, cuando me salía el verbo en pasado, cuando escribía en una libreta, lo corregía, redondeaba la e. Tengo varías páginas llenas de oes que parecen tachadas. Ya no lo hago.

Este encierro coincide con mi huida. Las fases del confinamiento han coincidido, como una broma amarga de la vida, con mis fases de mujer lunar. Fase 0, la de mayor gravedad, la de aislamiento casi total, la de añorar el contacto de un abrazo tanto como el calor de un abrigo en la primera semana de marzo.
Fase 1. Incomprensión. Soledad. Frustración. Impotencia. Miedo. Mucho miedo. Miedos de distinta índole que se atraían y formaban una amalgama deforme y desagradable. Fase 2. Desesperación y luz. Dudas y puertas abiertas por fin. Y yo como un pájaro acostumbrado a su jaula que teme salir volando.
He salido al fin, pero noto las alas pegadas a los costados.
Soledad nueva envuelta en flores y colores cálidos.
Fase 2. Todo se vuelve nuevo de repente. Incluso las penas. Incluso la voz que me devuelven como un golpe las paredes también nuevas. O el silencio.
Deseaba silencio. Cuidado con lo que deseamos. Se puede convertir en la nueva normalidad.
Deseaba que las manos de ese chico con cuerpo de hombre plantaran flores y arbustos aromáticos en mi cintura, que sus dedos araran mi espalda y la preparan para ser sembrada con besos. Pero en la fase 2 los deseos flotan como embriones ingrávidos que aún no saben si acabarán naciendo o se perderán en sangre.
Llegará la fase 3. Solo espero aprender a desplegar las alas.













domingo, 16 de febrero de 2020

La mujer incompleta. Yogures griegos y monstruos marinos



Estoy en ese supermercado que no cierra ningún día del año y en el que atienden una serie de chavales jóvenes de ojos enrojecidos. Supongo que siempre trabajan fumados y que su ritmo lento e imperturbable se debe a los efectos de la maría o del hachís. No sé qué fumarán esos chavales. Son muy jóvenes, quizá tengan entre dieciocho y veinte o veintidós años. Me los imagino viviendo aún en casa de sus padres, sin ningún título que les permita optar a un puesto de trabajo mejor. Fracaso escolar, mucho parque y malas compañías en esa edad en la que la conciencia del yo es tan grande, tan inmensa, que no deja espacio para ninguna opinión ajena, para ningún consejo. Me imagino a unos padres primero desesperados y luego resignados, al fin y al cabo el futuro que están jodiendo no es sino el suyo, ellos ya se han peleado con la vida. Sus padres lo deben de pasar todo por alto a cambio de que no incordien demasiado en casa, de que dejen de gritar y de dar puñetazos en las paredes y las puertas. O quizá son chicos tranquilos sin ningún propósito, sin ningún plan. Cariñosos incluso, pero tan desmotivados que no le ven sentido a ningún esfuerzo. Mejor el camino fácil. Da igual el futuro, eso no importa mucho. No les importa a los chavales, ni tampoco a los padres. A mí me importaba. Mucho. Cuando dejé mi bonito y reluciente empleo de editora para empezar a trabajar en un instituto, cuando dejé el olor perfumado de los ascensores de espejos inmaculados y brillantes de la editorial por los pasillos salpicados de trozos de fuet y aulas que apestaban a zapatillas y feromonas, pensaba que la formación de los chavales era importante.
Para mí era importante que aprendieran cosas. Que fueran engrosando eso que algunos, los más interesados, empezaron a llamar su mochila. Sabían que la llevaban vacía, que dentro no había nada más que aburrimiento, tretas varias para ir tirando y pasando de curso, exámenes facilones, clases pesadas sobre temas que no eran de su interés y horas muertas. Para los chavales todo el tiempo que pasaban dentro del instituto es tiempo muerto. Tiempo muerto. Yo me espantaba cuando lo decían. Qué va a ser tiempo muerto el tiempo que pasáis en el aula. Con la de cosas que podéis aprender, con la de datos interesantes o curiosos que podemos ofreceros los profesores. Pero se me había olvidado que yo en el instituto era una friki de gafas enormes que amaba la lectura y que no entendía a esos que a mi ojos eran unos idiotas gamberros que solo hacían que molestar y que se suponía que molaban. Se me olvidó que yo era la excepción, juntos a tres o cuatro más, que confirmaban una norma no escrita: la humanidad es imbécil y no quiere que nadie se lo haga saber porque vive feliz en su idiotez. Y ahora me siento de nuevo sola. He vuelto al instituto y vuelvo a estar rodeada de gente normal que sube y baja escaleras formando bancos como los peces. Personas normales que se deslizan por la vida deseando ser exactamente igual que el de al lado y que lo único que las diferencia del resto es su particular manera de dañar o de atacar.

Se me había olvidado. Tanto tiempo rodeada de otros frikis amantes de la literatura y de la precisión del lenguaje en el mundo editorial, un mundo suspendido en una galaxia distinta, mucho más ingrávido gracias a su atmósfera de metáforas, palabras y belleza, en el que se puede observar cómo aquellos tan poco populares en el instituto, aquellos que recibían collejas y burlas, pasan a ser editores o responsables de marketing desacomplejados, listos y hasta atractivos en su manera de ser diferentes. De pardillos cuatrojos a triunfadores con zapatos caros.
Se me había olvidado que lo normal es no tener capacidad para conmoverse más allá de con el placer que aporta una nueva serie de Netflix o un yogur griego.
En el supermercado acababa de descubrir un nuevo sabor de griego de Danone: fresas con chocolate blanco. Y nueva textura: mousse. Se me hace la boca agua y el paladar se excita ante la promesa de una experiencia nueva. Los cojo. Tengo el paquete en la mano, pero cuatriplican la cantidad de calorías de las gelatinas de yogur que tengo en el cesto. Otro día, pienso y dejo el paquete donde estaba. Otro día en el que no recuerde lo que cené u olvide revisar la descripción del producto.

Cuarenta y un años y contando calorías.

Cuarenta y un años y renunciando al placer del sabor dulce del chocolate blanco fundiéndose con la acidez aromática de las fresas.

Cuarenta y un años y con más miedo que una niña de tres que se hubiera perdido entre el pasillo de lácteos y el de conservas. Aunque en realidad no sé lo que siente una niña de tres años perdida en un supermercado. Nunca me perdí siendo niña, a veces lo intenté, pero me fue imposible, mi madre siempre estaba atenta, siempre vigilante, siempre pegada a mí, aferrándome la muñeca cuando me resistía y no quería darle la mano. Recuerdo sus dedos, como una garra, cerrados entorno a mi brazo flacucho. Pero de nada sirvieron su prevención y sus manos y ahora ando perdida por la vida, tanto que casi entiendo a esos chavales sin rumbo.
Qué narices, pienso, y vuelvo a la nevera. Cojo el paquete cargado de calorías y uno de flanes de huevo de propina y me dirijo a la caja sin pensármelo dos veces. Cuando me pongo a la cola, me fijo en una mujer de unos setenta años que está esperando para pagar: cabello despeinado, teñido de rojo haría ya unas semanas, zapatillas de estar por casa, leggins de leopardo y chaquetón granate. Iba hecha un desastre. Me fijo en su compra y veo que no lleva nada más que una cebolla, un pimiento y dos cartones de vino tinto de mesa, de esos tan malos que vienen envasados en tetrabrik.

Miré mis yogures y su vino y me di cuenta de que eran lo mismo pero en diferente etapa. Miré a la señora y estuve a punto de echarme a llorar. Su vino malo de tetrabrik en sus manos de dedos gruesos y uñas mal pintadas era el futuro de mis yogures. Del azúcar al alcohol. Me vi como uno de esos protagonistas agobiados de Black Mirror, viviendo mi propia pesadilla distópica: allí estaba mi yo del futuro, pero en vez de lentillas con cámara o chips insertados bajo la piel tenía un asco de vino tinto alienante en la mano para mostrarme lo horrible de mi posible porvenir. Pobreza, soledad, descuido y necesidad de huida. Salí de allí y me vi reflejada en el cristal de la puerta de mi edificio y me puse a llorar.  

Cuarenta y un años. Crisis de la mediana edad. Eso debe de ser lo que estoy pasando. La doctora no me lo ha dicho, la doctora solo me ha recetado un ansiolítico y me ha dicho que entiende perfectamente la dificultad para soportar el estrés de la vida tal como está montada. Me estuvo explicando que tiene tres hijos, el tercero llegó de penalti cuando los dos mayores tenían seis y ocho años. No lo tenía previsto y no lo querían. Ni ella ni su marido, pero resultó que no se atrevieron a tomar ninguna decisión más drástica y decidieron tenerlo. Pero ahora estaban hasta los cojones de no dormir y de tener que correr a la guardería cuando los dos mayores ya están en el colegio y empiezan a ser independientes. Estuve escuchando las penas de la doctora hasta que se dio cuenta de que mis lágrimas, que no dejaban de brotar, no tenían que nada ver con sus penas y que necesitaba que me dieran algo ya para poder salir de allí con un mínimo de esperanza en la raza humana, o al menos en los descubrimientos que había realizado mi especie en el campo de la química.
No tengo nada. Bueno, mejor dicho, no poseo nada en esta sociedad que nos empuja a ser dueños de algo, a tener dinero o casa o coche o mascota o marido o hijos o familia.
No poseo nada. Solo una hija. SOLO. Y un agujero en mi cuenta y un peso en el pecho que creo que podría hundirme hasta el fondo si me metiera en el agua del mar. Podría llegar hasta donde están los calamares gigantes si me dejara llevar por el peso y por la llamada que siento de tanto en tanto. Hundida entre seres extraños con tentáculos y pico, con un cuerpo blando capaz de devorar un cachalote. Llegar al fondo oscuro en el que habitan los monstruos marinos. Una voz, esa voz que me llama y me dice que me asome. Intento no asomarme nunca. Me pongo los cascos y subo el volumen de la música cuando oigo esa voz que me surge del estómago. Subo mucho el volumen y busco en la lista alguna canción rítmica, de las que escucho cuando salgo a correr por la calle. Alguna con una base de percusión. Algo que me retumbe en el estómago y que se superponga a la voz de la dichosa sirena que quiere devorarme como si yo también fuera otro de esos monstruos del mar.

viernes, 10 de enero de 2020

La mujer incompleta. Un cadáver en una caja de zapatos

Se me ha muerto el amor esta semana.
Ahora no sé qué hacer con su cadáver pequeñito.
Llevaba tiempo enfermo y estaba consumido, ya no ocupaba demasiado espacio. Era todo ojos y miradas desesperadas.
Mi madre me hubiera dicho que mi amor moribundo se parecía a un saltón del jamón.
De niña me reía cuando me hablaba de aquel vecino enjuto y huesudo que bajaba siempre a les 15.35 h en el ascensor y volvía a subir a su piso de la tercera planta a las 14.05 h. Exactamente. Cada día. Puntualidad de alcohólico que acudía a su cita con el fondo de una copa de tulipa y que al subir dejaba un olor amaderado y dulzón en el ambiente del cubículo. Era olor a coñac. Mi madre me decía que ese hombre parecía un saltón del tocino. Todo ojos y pliegues en la ropa que no rellenaba
Siempre me los he imaginado, sin haberlos visto jamás a través del aumento de una lente, como un ser gelatinoso de barbilla estrecha, nariz roma y ojos enormes de mirada desencajada.
Mi amor moribundo parecía un saltón del tocino, que no es más que un tipo de ácaro. Y soy alérgica a los ácaros. Me provocan asfixia.
Mi amor se me ha muerto. He metido su cadáver en una caja de zapatos con cuatro o cinco sobres con el remite escrito con tinta azul en el fondo. Palabras mudas, plegadas sobre sí mismas y selladas con pega y saliva como lecho de muerte. Secretos que van a descomponerse y dejar de tener importancia junto a aquel a quien le fueron negados.
También palabras amantes que van a arder junto al que fue amado.
En vida me pidió alguna vez no ser enterrado si moría y menos si moría joven. Le daba pena la oscuridad y miedo convertirse en un fantasma atrapado dentro de mi pecho negro.
Quería arder en una pira como un viejo héroe vikingo y que el aire se llevara volando sus restos.
He mirado a mi amor muerto en la caja de cartón y he pensado en aquella gata que me amaba más que a ningún otro miembro de la familia y que siempre dormía a los pies de mi cama. También se me murió la gata. Y también la metimos en una caja de cartón. Pero no la quemamos. Mi padre la enterró en la tierra del Parque Güell. Me pareció bien y por aquel entonces no estaba concurrido por hordas de turistas que ven el parque a través de las pantallas de sus móviles. Con el tiempo a mi madre se le escapó la verdad. No la enterraron, la tiraron al contenedor de basuras que teníamos justo en frente de casa. Sentí un dolor extraño en la boca del estómago ese día. Se me juntó la mentira, con mi credulidad en peligro, con la tristeza que me dio imaginarme la gata triturada entre desechos.
¿Qué hago ahora con el cadáver de mi amor? Tampoco se merece acabar en la basura.
Tengo cerillas. Siempre guardo en algún cajón una caja de cerillas. A veces, cuando me siento muy mal, enciendo una, aspiro hondo el olor de la pólvora y la dejo arder hasta que me quema la punta de los dedos. Es un ritual absurdo que me ayuda a recordar que sigo viva y que conservo la capacidad de sentir, aunque sea el dolor lo que me lo recuerda.
Tengo papeles garabeteados que iba a tirar. Tengo el mar cerca.
Qué pena me dará ver arder a mi amor en su pira.