domingo, 16 de febrero de 2020

La mujer incompleta. Yogures griegos y monstruos marinos



Estoy en ese supermercado que no cierra ningún día del año y en el que atienden una serie de chavales jóvenes de ojos enrojecidos. Supongo que siempre trabajan fumados y que su ritmo lento e imperturbable se debe a los efectos de la maría o del hachís. No sé qué fumarán esos chavales. Son muy jóvenes, quizá tengan entre dieciocho y veinte o veintidós años. Me los imagino viviendo aún en casa de sus padres, sin ningún título que les permita optar a un puesto de trabajo mejor. Fracaso escolar, mucho parque y malas compañías en esa edad en la que la conciencia del yo es tan grande, tan inmensa, que no deja espacio para ninguna opinión ajena, para ningún consejo. Me imagino a unos padres primero desesperados y luego resignados, al fin y al cabo el futuro que están jodiendo no es sino el suyo, ellos ya se han peleado con la vida. Sus padres lo deben de pasar todo por alto a cambio de que no incordien demasiado en casa, de que dejen de gritar y de dar puñetazos en las paredes y las puertas. O quizá son chicos tranquilos sin ningún propósito, sin ningún plan. Cariñosos incluso, pero tan desmotivados que no le ven sentido a ningún esfuerzo. Mejor el camino fácil. Da igual el futuro, eso no importa mucho. No les importa a los chavales, ni tampoco a los padres. A mí me importaba. Mucho. Cuando dejé mi bonito y reluciente empleo de editora para empezar a trabajar en un instituto, cuando dejé el olor perfumado de los ascensores de espejos inmaculados y brillantes de la editorial por los pasillos salpicados de trozos de fuet y aulas que apestaban a zapatillas y feromonas, pensaba que la formación de los chavales era importante.
Para mí era importante que aprendieran cosas. Que fueran engrosando eso que algunos, los más interesados, empezaron a llamar su mochila. Sabían que la llevaban vacía, que dentro no había nada más que aburrimiento, tretas varias para ir tirando y pasando de curso, exámenes facilones, clases pesadas sobre temas que no eran de su interés y horas muertas. Para los chavales todo el tiempo que pasaban dentro del instituto es tiempo muerto. Tiempo muerto. Yo me espantaba cuando lo decían. Qué va a ser tiempo muerto el tiempo que pasáis en el aula. Con la de cosas que podéis aprender, con la de datos interesantes o curiosos que podemos ofreceros los profesores. Pero se me había olvidado que yo en el instituto era una friki de gafas enormes que amaba la lectura y que no entendía a esos que a mi ojos eran unos idiotas gamberros que solo hacían que molestar y que se suponía que molaban. Se me olvidó que yo era la excepción, juntos a tres o cuatro más, que confirmaban una norma no escrita: la humanidad es imbécil y no quiere que nadie se lo haga saber porque vive feliz en su idiotez. Y ahora me siento de nuevo sola. He vuelto al instituto y vuelvo a estar rodeada de gente normal que sube y baja escaleras formando bancos como los peces. Personas normales que se deslizan por la vida deseando ser exactamente igual que el de al lado y que lo único que las diferencia del resto es su particular manera de dañar o de atacar.

Se me había olvidado. Tanto tiempo rodeada de otros frikis amantes de la literatura y de la precisión del lenguaje en el mundo editorial, un mundo suspendido en una galaxia distinta, mucho más ingrávido gracias a su atmósfera de metáforas, palabras y belleza, en el que se puede observar cómo aquellos tan poco populares en el instituto, aquellos que recibían collejas y burlas, pasan a ser editores o responsables de marketing desacomplejados, listos y hasta atractivos en su manera de ser diferentes. De pardillos cuatrojos a triunfadores con zapatos caros.
Se me había olvidado que lo normal es no tener capacidad para conmoverse más allá de con el placer que aporta una nueva serie de Netflix o un yogur griego.
En el supermercado acababa de descubrir un nuevo sabor de griego de Danone: fresas con chocolate blanco. Y nueva textura: mousse. Se me hace la boca agua y el paladar se excita ante la promesa de una experiencia nueva. Los cojo. Tengo el paquete en la mano, pero cuatriplican la cantidad de calorías de las gelatinas de yogur que tengo en el cesto. Otro día, pienso y dejo el paquete donde estaba. Otro día en el que no recuerde lo que cené u olvide revisar la descripción del producto.

Cuarenta y un años y contando calorías.

Cuarenta y un años y renunciando al placer del sabor dulce del chocolate blanco fundiéndose con la acidez aromática de las fresas.

Cuarenta y un años y con más miedo que una niña de tres que se hubiera perdido entre el pasillo de lácteos y el de conservas. Aunque en realidad no sé lo que siente una niña de tres años perdida en un supermercado. Nunca me perdí siendo niña, a veces lo intenté, pero me fue imposible, mi madre siempre estaba atenta, siempre vigilante, siempre pegada a mí, aferrándome la muñeca cuando me resistía y no quería darle la mano. Recuerdo sus dedos, como una garra, cerrados entorno a mi brazo flacucho. Pero de nada sirvieron su prevención y sus manos y ahora ando perdida por la vida, tanto que casi entiendo a esos chavales sin rumbo.
Qué narices, pienso, y vuelvo a la nevera. Cojo el paquete cargado de calorías y uno de flanes de huevo de propina y me dirijo a la caja sin pensármelo dos veces. Cuando me pongo a la cola, me fijo en una mujer de unos setenta años que está esperando para pagar: cabello despeinado, teñido de rojo haría ya unas semanas, zapatillas de estar por casa, leggins de leopardo y chaquetón granate. Iba hecha un desastre. Me fijo en su compra y veo que no lleva nada más que una cebolla, un pimiento y dos cartones de vino tinto de mesa, de esos tan malos que vienen envasados en tetrabrik.

Miré mis yogures y su vino y me di cuenta de que eran lo mismo pero en diferente etapa. Miré a la señora y estuve a punto de echarme a llorar. Su vino malo de tetrabrik en sus manos de dedos gruesos y uñas mal pintadas era el futuro de mis yogures. Del azúcar al alcohol. Me vi como uno de esos protagonistas agobiados de Black Mirror, viviendo mi propia pesadilla distópica: allí estaba mi yo del futuro, pero en vez de lentillas con cámara o chips insertados bajo la piel tenía un asco de vino tinto alienante en la mano para mostrarme lo horrible de mi posible porvenir. Pobreza, soledad, descuido y necesidad de huida. Salí de allí y me vi reflejada en el cristal de la puerta de mi edificio y me puse a llorar.  

Cuarenta y un años. Crisis de la mediana edad. Eso debe de ser lo que estoy pasando. La doctora no me lo ha dicho, la doctora solo me ha recetado un ansiolítico y me ha dicho que entiende perfectamente la dificultad para soportar el estrés de la vida tal como está montada. Me estuvo explicando que tiene tres hijos, el tercero llegó de penalti cuando los dos mayores tenían seis y ocho años. No lo tenía previsto y no lo querían. Ni ella ni su marido, pero resultó que no se atrevieron a tomar ninguna decisión más drástica y decidieron tenerlo. Pero ahora estaban hasta los cojones de no dormir y de tener que correr a la guardería cuando los dos mayores ya están en el colegio y empiezan a ser independientes. Estuve escuchando las penas de la doctora hasta que se dio cuenta de que mis lágrimas, que no dejaban de brotar, no tenían que nada ver con sus penas y que necesitaba que me dieran algo ya para poder salir de allí con un mínimo de esperanza en la raza humana, o al menos en los descubrimientos que había realizado mi especie en el campo de la química.
No tengo nada. Bueno, mejor dicho, no poseo nada en esta sociedad que nos empuja a ser dueños de algo, a tener dinero o casa o coche o mascota o marido o hijos o familia.
No poseo nada. Solo una hija. SOLO. Y un agujero en mi cuenta y un peso en el pecho que creo que podría hundirme hasta el fondo si me metiera en el agua del mar. Podría llegar hasta donde están los calamares gigantes si me dejara llevar por el peso y por la llamada que siento de tanto en tanto. Hundida entre seres extraños con tentáculos y pico, con un cuerpo blando capaz de devorar un cachalote. Llegar al fondo oscuro en el que habitan los monstruos marinos. Una voz, esa voz que me llama y me dice que me asome. Intento no asomarme nunca. Me pongo los cascos y subo el volumen de la música cuando oigo esa voz que me surge del estómago. Subo mucho el volumen y busco en la lista alguna canción rítmica, de las que escucho cuando salgo a correr por la calle. Alguna con una base de percusión. Algo que me retumbe en el estómago y que se superponga a la voz de la dichosa sirena que quiere devorarme como si yo también fuera otro de esos monstruos del mar.