viernes, 28 de junio de 2019

Ventana nueva

Es de noche. Hace calor y siento que se me pega la piel a las superficies que toco: los muslos a las sillas, los antebrazos al escritorio, el vientre a la tela del pijama. Estoy sentada en una silla vieja sobre un suelo que he pisado pocas veces y que todavía tiene restos de suciedad que no me pertenece. Pisadas, imprentas de yemas de dedos en espejos y en puertas lacadas. Olores que mi gato no reconoce y que le hacen frotar el lomo por esquinas y cantos para empezar a sentir como suyas estas paredes que le encierran. Huellas de otros que vivieron aquí antes. Frenesí de limpieza para borrarlas. Necesidad de conectar ambientadores para camuflar esa sensación animal de estar en territorio ajeno.
Estoy sentada frente a una ventana enorme que me ofrece vistas que no conocía. He dejado atrás mi parcela de cielo alquilado, mi vecino sin apenas dientes que me traía miel gallega cada vez que volvía de su pueblo. Hará una semana le vi. Me dijo que era una pena que marcháramos y me prometió un nuevo tarro de miel para cuando me viera por el barrio. Me incomoda tanto como me gusta hablar con él. Me incomoda su pelo grasiento con las líneas de las púas del peine demasido definidas, me incomoda su lucha por evitar mirarme los pechos mientras me habla, me incomodan sus bambas J'Hayber que me recuerdan una época antigua y mala, pero me encanta su manera de hablar, con ese uso inesperado y cálido de los tiempos verbales.
Le agradecí el detalle del tarro de miel, me deseó suerte.
Estoy cansada pero no puedo dormir. Llevo varias noches igual, desvelada, inquieta, con ganas de hacer muchas cosas para evitar desesperarme. Pero me desespero de todos modos. Y me duele la cabeza. Mucho. Las sienes me laten, me parece notar como la sangre espesada pasa por conductos muy estrechos. Y las ideas inesperadas.
Y tengo sed. Una sed que no se apaga con nada. Como si en vez de faltarme el líquido, tuviera en medio de la garganta las asquas de una hoguera de Sant Joan.
Estoy harta de esta sed, de este ansia que me lleva a desear lo que no tengo a mi alcance.
Cambio de lugar e inmediatamente empiezo a añorar el que dejo atrás. Incluso el más pequeño detalle. La aldaba de la puerta, el sol apareciendo en el patio sobre las diez de la mañana, las avispas que bajaban al desagüe a beber agua, los limones que a veces robaba del árbol de la vecina, el silencio.
Y si echo de menos una puñetera aldaba, cómo no voy a echar de menos a los que desaparecen de mi lado.
Estoy desubicada. Quizá sea por eso. Puede. Sin centro mi cabeza da tumbos por la periferia del deseo. Estoy en una habitación que no siento como mía, que aún me provoca esa misma sensación que tengo cuando duermo en hoteles. Todo flota un poco en las habitaciones de hotel, pierde gravedad. Hay que aprovechar siempre que se pueda esa levedad para despegarse un poco de la realidad.
Miro por la ventana nueva, se han ido apagando todas las luces a mi alrededor, pero justamente el vecino de delante resiste despierto. Es un chico joven que mira la tele con las piernas estiradas sobre una mesa de centro. La sala está poco iluminada, predomina la luz azulona que emite la pantalla. Imagino que estará enganchado a una serie. Las cortinas no están echadas del todo y una corriente de aire las hace bailar de dentro hacia fuera del balcón. Se inflan. Me embobo mirando esa danza. Pienso en que quizá su ritmo acompasado me traiga el sueño. Dejo de escribir y miro. De repente el chico se levanta y desaparece de mi vista. Cuando vuelve ya no está solo. Camina de espaldas abrazado a una chica. Ella le coge del cuello, le pasa las manos por el pelo. Puedo ver eso. Me incomodo. Siento que no debería estar mirando y pienso que la distancia entre edificios no es suficiente. No puedo apartar la mirada de ellos. Las manos de él se meten bajo la camiseta de tirantes de la chica y se la quitan. No tiene mucho pecho, está delgadísima, pero desprende un erotismo elegante y natural. Él la sienta en el sofá y se inclina sobre ella. Se acarician mucho. Sospecho que no se conocen demasiado. El tacto ayuda al reconocimiento y a la sorpresa, pero con el tiempo se vuelve vago.
Apago la luz y me voy a la cama con una punzada en el vientre. No quiero ensuciarles el momento.