lunes, 29 de octubre de 2018

La chica muerta que se llama como yo

Esta semana han matado a una chica que se llamaba como yo. Una cría de 16 años. La prensa la presenta como una drogadicta con el mono mendigando una dosis en lugares nada recomendables. Después de presentárnosla en un titular de fineza y objetividad envidiables, nos cuentan cómo fue drogada, inmovilizada y violada durante horas por no se sabe aún cuántos hombres, aunque se baraja la cifra de diez. Más o menos.
La chica muerta se llamaba como yo. Tal vez si me llamara María, Ana, Laura, Cristina, o cualquiera de esos preciosos y atemporales nombres de mujer acabados en "a" no me habría dañado tanto la noticia. Habría sido otra más. Otra cría enfadada con su mundo, otra adolescente que decide caminar sola de noche para llevar la contraria a su madre, otra Caperucita devorada por el lobo en el primer recodo del bosque.
Pero la cría que ya no existe, aunque hoy duela como nunca a sus padres, a sus abuelos, a esos que se desesperaban al verla alejarse hacia el lugar más oscuro entre los árboles, tenía uno de esos nombres femeninos que acaban en "e". Y que solo se ponen a veces, cuando los padres vieron a Marlon Brando, con su mano escondida bajo la casaca de doble botonadura, perdidamente enamorado de una joven que desapareció tras el nombre de Josefina. O cuando a la madre se le escapa la vida de otros hijos nacidos poco antes de que llegara a sobrevivir ese bebé niña que se pasó llorando casi un año entero por las noches, como si su llanto fuera la suma de sus lágrimas más las de los bebés muertos. Seguramente, la chica muerta fue tan anhelada por su madre como para que decidiera ponerle ese nombre raro de mujer que acaba en "e". La deseada. La niña preciosa que se convirtió en una adolescente oscura y peleona. Y triste. No conozco a nadie alegre que decida chutarse. A veces los jóvenes se piensan que las drogas son lo más divertido del mundo. Quizá a veces lo parezcan. Pero aquellos que insisten, aquellos que necesitan cada día un poquito más suelen ser los más sensibles, los que más sufren, los más tristes. Tal vez esa cría con mi nombre (yo llegué antes a este mundo) desesperó a sus familiares, traicionó su confianza, usó su amor y lo reventó a insultos, gritos y bofetadas. Seguramente.
Una cría drogadicta que se ofrecía por un pico. Eso lo hemos visto todos. En alguna película, creo que en una de Michael Douglas (siempre preferí al padre, con ese brillo despótico y peligroso en la sonrisa. Michael era más de mentira). Una chica rubia en camiseta interior blanca y sucia. Quizá la chica que tenía mi nombre también iba sucia. Vomitada. O solo desesperada. Y se ofreció a un hombre malo. Al lobo hambriento. A un perro salvaje que había avisado a su jauría de que una presa joven y aturdida estaba entre sus colmillos.
La chica se durmió. Y se olvidó de su nombre. Y los perros salvajes la devoraron, todos a la vez, arrancándole pedazos de carne, trozos de entraña. ¿Le llegarían al alma? Espero que no. La chica estaba dormida. No puede ser cierto eso que dicen los que han escrito que era drogadicta antes de mencionar que ha sido una víctima de que fue asfixiada, que los perros le taparon la boca para que nadie la oyera gritar. Eso es mentira. Estaba dormida. La niña se drogó, o la drogaron, y se durmió tan profundamente que no sintió nada, que nada oyó, que nada le hizo daño.
La chica muerta aún no sabe que ha sido devorada por unos perros.
De niña, un día apareció en mi escuela, justo en mi curso, una cría que se llamaba como yo. No era lo habitual. No soportaba saber que no era la única con un nombre raro acabado en "e", ni tampoco imaginar que había otra madre que había deseado tanto una hija como la mía lo deseó. Cada día, al irme a dormir, fantaseaba con la idea de que la niña que se llamaba como yo desapareciera y yo volviera a ser única. Y un día sucedió. La chica no volvió y nunca más supe de ella. Su desaparición siempre me hizo sentir una pequeña culpa, como si mi deseo hubiera sido el causante de su desaparición, cuando tuvo que deberse a una mudanza o un cambio de destino de alguno de los padres, o a un simple problema escolar. Pero yo deseé noche tras noche que dejara de existir y un día su silla se quedó vacía. Ningún otro niño la ocupó ese curso. Cada vez que veía su hueco sentía una mezcla de poder, temor y arrepentimiento.
Esta noche me voy a ir a la cama deseando soñar que lo que he leído hoy debajo de un titular horrible es solo una pesadilla de la que despertaré sobresaltada y que, en esa ciudad hermosa donde las piedras han visto miles y miles de muertes, seguirá peleándose con la vida esa chica triste que se llama como yo.

lunes, 22 de octubre de 2018

La mujer incompleta. Los ojos de Liz Taylor

Anoche estuve dos horas buscando y guardando en Pinterest fotografías de Liz Taylor y Richard Burton. No podía parar. Hubiera seguido toda la noche. Me daban envidia sus ojos. Esos dos pares de ojos hermosos, de los más bellos que he visto nunca. Aunque solo los haya visto en fotografías y casi todas en blanco y negro.
Ojos translúcidos que dejaban pasar la luz y el alma. Ojos que te llevaban hacía el fondo de dos cuerpos que se amaron con un ansia caníbal. Liz Taylor escribió que cuando Richard Burton y ella se miraban era como si sus ojos tuvieran dedos y se tocasen. A esa frase yo le quitaría el como. Miro las fotos y me emociono. Ves cómo va pasando el tiempo para sus cuerpos, cómo a Liz se le van redondeando la cara, la papada y los brazos y cómo a Burton se le arrasa ese rostro elegante y masculino por culpa del alcohol y la pasión; sin embargo, sus ojos son siempre los mismos. Eso es lo que más me emociona, que se siguieran mirando igual que en el set de rodaje de Cleopatra, cuando se conocieron. A pesar de los años, a pesar de las peleas, del odio, de las infidelidades, de las ganas de vivir que traicionaban el amor y la confianza a cada paso.
Cuando se vieron por primera vez fue como si dos placas tectónicas chocaran y provocaran el surgimiento de un territorio nuevo. Una isla enorme, casi un continente ignoto. Un nuevo espacio en el que vivir solos, salvajes y hambrientos hasta acabar devorándose el uno al otro.
Se amaban. Tanto que no pudieron sobrevivir a ese amor. Se amaban demasiado para negarse a sí mismos. Se amaban tanto que tuvieron que devorar al otro para que no estuviera en ningún otro lugar que no fuera el cuerpo del amado, dentro; aunque para ello tuvieran que digerirlo y convertirlo en deshechos.
Liz Taylor, esa mujer pequeña, hermosa, la gata rabiosa sobre el tejado caliente. Era fuego, carácter, fuerza, caprichos, pero lo miraba a él y se quedaba sola. Ves en las fotos que nada más le importa, solo quiere aferrarse a la mirada de Burton. Lo adora como a un ídolo sagrado, con devoción y fe. De manera irracional pone todas sus esperanzas en él: el hermoso y fuerte dios del amor. Todo desaparece a su alrededor, se queda sola, pequeña, mirándole en una especie de trance que ofrece a todos los millones de ojos que les miran el impúdico espectáculo de su deseo, de su extravío. Nada le importa, solo él. Da igual la ropa que lleve, el peinado, la compañía... Todo da igual, solo ves su mirada y esa soledad enorme que transmite. Y desamparo. El amor nos deja tan vulnerables. Nos desnuda. Toda una diosa del cine clásico reverenciada, admirada, que podía pedir los ceros que quisiera por un contrato, expuesta. Solo ves sus maravillosos ojos de ese tono tan particular de azul, el resto flota. No importa su cuerpo, ni su sexo, ni siquiera Burton. Solo te fijas en esos ojos como garfios desesperados clavados en la piel de su marido, del hombre que no tenía bastante con el éxito, también anhelaba la dignidad y prefería arrastrarse por el lodo a fingir que no le importaba sentir su fracaso.
Pero a Liz le daban igual los reconocimientos y el mérito, solo le importaban las joyas caras y poder apresar a Burton con esos ojos que le obligaban a susurrarle que no estaba perdida, que no estaba sola, que no era imbécil y poca cosa, que no era mala actriz, que no era un mujer sin más, sino la mujer que él, dios del placer y el vino, había elegido para enloquecer. Él la amaba hasta la locura. Él las quería a todas. Lo quería todo.
¿Quién no querría tener a alguien que lo mirara como Liz Taylor miraba a Richard Burton? Yo querría.
Ahora tengo los ojos de Noa que me miran alguna vez de esa manera que atemoriza, que te hace responsable de su felicidad entera. Noa me mira con sus ojos tristes y me da miedo que nunca cambie lo que veo dentro. Miro fotos en las que aparece y ahí están sus ojos bonitos, algo oblicuos y muy tristes. ¿Por qué esa tristeza sin motivo? Porque no tiene motivo. ¿No lo tiene? Pero ahí, en el fondo, veo el mismo miedo que en los ojos de Liz Taylor.
Ojalá sepa que no está tan sola.


sábado, 13 de octubre de 2018

La mujer incompleta. Mosca


El último día de septiembre Lea y yo fuimos a comer juntas. Escogimos un italiano que estaba cerca de un cine. Pasta y película. Era un buen plan para ir despidiéndonos de la sensación de vacaciones que aún reteníamos y que nos hacía muy difícil madrugar, volver a la rutina, al colegio, al trabajo.
El restaurante era una franquicia, pero los sabores eran buenos y el olor del horno de leña hacía el ambiente acogedor.
Me fijé en las trenzas de la camarera que nos atendió. Eran trenzas de boxeadora y eran tan perfectas que parecían postizas. Cuando tomaba nota en la mesa de la izquierda me fijé en cómo su color se iba aclarando, del castaño muy oscuro de las raíces al rubio tostado de las puntas. Su pelo era rizado y, aunque se notaba en la frente que había tirado de los mechones todo lo que había podido, alrededor del cráneo se le escapaban de las trenzas cabellos rotos que formaban una especie de aura de santa crispada. Una mosca se posó en una de las trenzas, en la goma de pelo que la fijaba. No se movía. El cuerpo de la camarera vibraba por efecto del ímpetu con el que escribía, pero la mosca parecía dispuesta a soportar el terremoto agarrada a la goma de pelo. Levanté la mano para provocar que la chica se acercara a mí. Me sonrió como si fuera una hermana querida a la que hacía tiempo que no veía. Tenía un acento transatlántico y unos ojos de niña ilusionada. Y me la creí. Deseé ser parte de su vida solo para tener a alguien que me mirara así. No necesitaba nada. El plato de pasta estaba sobre nuestra mesa, el parmesano, detrás de mi copa de vino y los cubiertos relucían, sin manchas de óxido ni restos resecos de una comida anterior. Se me ocurrió pedir un vaso pequeño para Lea. No quería que la copa acabara hecha añicos en el suelo, le dije para disimular. Lea me miró con cara de adolescente encerrada en un cuerpo de niña de cinco años a la que su primera mella hacía sentirse independiente, como si con la pérdida del diente se hubiera perdido también parte de ese lazo invisible que dicen que une a madres e hijas. La camarera sonrió y se fue con la mosca aún sobre su pelo hacia la barra del local.
Me fijé en que un hombre sentado al fondo del restaurante no perdía detalle de los movimientos de la camarera. Tal vez estaba interesado, como yo lo estaba, en esa mosca. Le acompañaba su madre, una señora octogenaria que se limpiaba los labios a golpecitos breves con la servilleta de tela. Estaba más rato dándose golpecitos que masticando. Y no lo miraba nunca. A su hijo. Eso parecían: madre e hijo, pero al final de la historia. No había ni una pizca de calor, de simpatía, entre ambos. El lazo ya no existía. El hombre se dio cuenta de que les miraba. Aparté de golpe mi mirada y besé a Lea en la cabeza, atrayéndola hacia mi cuerpo a la fuerza. Se revolvió, protestó y al final gritó para que la soltara. El lazo tenía la primera rasgadura. Ya no era un bebé. No quería ser más una parte de mí. A partir de ese momento tendríamos que luchar por evitar que la tela fuera cediendo y crujiendo a cada estirón.
La mujer me daba la espalda. Tenía el pelo gris, lo llevaba corto y miraba por encima del hombro de su hijo, como si detrás de él estuviera toda la historia que les unía y que les había llevado a compartir un rato sentados a esa mesa. Sólo compartían el pasado y el rato. El pasado es en lo que acaba convertido el lazo. El pasado nos ata y se embrolla de tal manera que nos mantiene unidos a la fuerza. El hijo tampoco miraba a su madre. Sólo mostraba interés por los espagueti y por la camarera que guardaba en sus ojos toda la calidez que una vez supimos los demás que existía en el mundo. Era como si se la hubiera quedado toda ella. Lea protestaba porque la pasta quemaba aún. Sopla, mi vida. Sopla y que tus labios alejen el calor hiriente de ti.
La camarera trajo el vaso corto. Sonreía. Sus dientes eran oblicuos y grandes. Bonitos. Toma, guapa, para ti, con un hielito. Lea me miró feliz. ¡Mama, hielo! Sí. El hielo es algo maravilloso cuando se tienen cinco años.
La mosca seguía ahí. Me extrañó. Frotaba sus patas delanteras, pero no se marchaba. Seguía aferrada a la trenza de la camarera, igual que la mirada del hombre.
La anciana habló por primera vez. Está buena la pasta. Me llegó su voz y vi como volvía a golpearse los labios con la servilleta de tela a la que hacía un nuevo doblez a cada uso, encerrando en el interior de la tela la suciedad que limpiaba de su boca. Sí, contestó el hijo. No dijeron nada más.
Mi móvil se iluminó. Un mensaje inesperado. Un joven me decía que había soñado conmigo. Me cogía de la mano y me sacaba de un lugar atestado de desconocidos para decirme que quería estar a solas, un rato. Me contaba el sueño, me explicaba que al cogerme de la mano el tacto de mi piel le estremeció y que le hizo desear que le repasara todo el torso con los dedos. Mientras leía el sueño era yo la que me estremecía. Ese joven me hacía soñar constantemente. Un sueño sin ningún sentido. Soñaba con mi pasado y odiaba mi presente. Me hacía desear volver a equivocarme todas las veces que me he equivocado en mi vida. Qué raro era ese sentimiento. No deseaba vivir el presente. Convertir en futuro ese sueño. Deseaba convertirlo en pasado. Convertirme en pasado y dejarme coger de las manos y besarle los dedos.
Oí un zumbido muy cerca de mi oreja. Vi una sombra negra que pasaba dibujando círculos por delante de mis ojos. Lea agitó la mano para espantar a la mosca, pero volvía una y otra vez a pasar muy cerca de nuestras cabezas. De golpe el zumbido cesó y escuché un golpe seco sobre el mantel. Un golpe pequeño. La mosca estaba patas arriba junto a mi plato. Se acababa de morir delante de mí. Como mi pasado. Como el verano que ya tocaba a su fin.