domingo, 21 de junio de 2015

Diario de una ansiosa IV. Bichos

Con este calor me están naciendo bichos. 
Noto los latidos de cada una de las crisálidas que se rompen en mi vientre. Noto las vibraciones de las alas húmedas de los insectos que anidaron durante el invierno en mi útero. Mi útero distendido de madre. Mi vientre que no volverá a ser el de una niña por muchas abdominales ni tratamientos de estética que se inventen. Nunca. Cualquier médico que tuviera que revisar mi nido, aunque llevara veinte días sin comer y la piel se me hubiera pegado a los huesos como un bebé asustado a las piernas de su madre, sabría que allí se formó una vida, en un medio oscuro, acuoso y cálido, como una charca. Y que parí un anfibio destinado a crecer en un desierto. Un anfibio que cuando duerme se convierte en universo al que le nacen lunares como estrellas opacas que vigilo en penumbras y que voy cartografiando en una libreta de tapas negras por si me pierdo aún más y necesito un mapa para encontrar el camino. Un camino. Cualquier camino. Ahora mismo estoy entre la maleza, asustada por el ruido de los bichos rompiendo sus exoesqueletos.
Esta mañana, después de dejar a Noa en la guardería, he escuchado la llamada desesperada de las cigarras macho por primera vez desde que empezó el calor. Se pasan años bajo tierra durante su etapa de ninfa, pueden estar casi veinte años excavando minúsculos túneles bajo el cemento de nuestras ciudades. Pero un buen día algo les impulsa a hacer una salida en alguna poza de árbol, trepar por su tronco y afianzarse a la madera hasta que su cuerpo de larva sea quebrado por el adulto que saldrá y no parará de gritar desesperadamente hasta encontrar una hembra con la que follar. Alguno muere reventado de tanto chillar sin poder aparearse. Casi veinte años preparándose para ese polvo de perpetuación que no llegará. Semanas de cantos frenéticos sobre los que las abuelas nos contaban que se debían al calor. 'Qué canícula va a hacer. ¿Oyes cómo cantan las chicharras?'. Y no era eso. Son las cigarras las que no pueden soportar su ardor interno y necesitan sexo para saber que su eterna etapa de ninfa en la oscuridad no ha sido en balde, que su especie seguirá viviendo gracias a su sacrificio. No comen, sólo suplican a gritos a las hembras. Y los afortunados, los de mejor voz, se aparean con todas las que pueden. Y al final de la orgía, después de las puesta de millones de huevos, todos mueren exhaustos, machos y hembras.
Nosotros, que también follamos, parimos y criamos, pretendemos seguir viviendo como si tal cosa porque se nos ha olvidado que un día fuimos anfibios destinados a sobrevivir en un desierto.

Ayer vi por primera vez a la psicóloga, que acabó confesándome que hacía una eternidad, en su país, había sido lectora y correctora para el mismo sello editorial en el que trabajo, creo que sería en Argentina, por su acento. ¿Será una señal? La seguridad social me la ha asignado al azar. Y el azar público ha querido que pueda comprenderme un poco cuando le hablo de las crisálidas que me han invadido el vientre y de las que nacerán mariposas que me saldrán por la boca si empiezo a hablar. De momento no digo mucho, por si acaso duele cuando se abran paso por mi garganta al echar a volar.

Estos días he podido recoger a Noa en la guardería. La mayoría de los que esperan son abuelos, sobre todo abuelas. Las mujeres hablan entre ellas, primero, de sus nietos; después, de sus hijos, para acabar refiriéndose a su parto, como si hubiera pasado sólo una semana y no más de treinta años. Rememoran el dolor, las horas que duró, la inclemencia de los médicos de antaño y pronuncian el nombre de sus hijos con un adjetivo posesivo delante. ¿Eso es lo que me quedará? ¿El recuerdo del sufrimiento y el premio de ver heredados mi color de ojos, mi grupo sanguíneo o mi absurdo apego a los objetos? Mi abuelo era de pocas palabras y no quería recordar. No me contó casi nada de ese pasado de bastardo que dio forma a su carácter y a su nariz, heredada por todas las mujeres de mi familia. Esta nariz aquilina por la que ahora pasean hormigas recién nacidas que me desesperan.

Menos mal que vivo en una casa con patio. Hace tanto calor. En cualquier estancia siento las paredes demasiado próximas y no puedo huir porque mi hija, nacida también hace tan poco, me tiene prisionera en su mundo sin palabras. Cuando duerme la siesta me tumbo en el suelo del patio. Boca arriba veo estelas de aviones, nubes con formas de animales y muchas golondrinas chillonas cruzando el cielo. Boca abajo veo como salen infinidad de hormigas, algunas enormes y con alas, de su nido, que debe de encontrarse justo bajo el suelo sobre el que estoy estirada. Las hormigas voladoras son torpes y me dan miedo desde niña. No me gusta el vuelo inestable de sus cuerpos, siempre chocan con algo y temo que me golpeen. Me da un escalofrío y me doy un par de palmadas en la espalda, por sí acaso. Pero no vuelan. Acaban de salir a la luz. No deben saber aún. Y él está empeñado en matarlas con un poco de insecticida, como si eso fuera posible. Y, además, ¿por qué?, ¿para qué? Mientras no invadan la casa. Pero el patio es suyo. Nosotros llevamos sólo unos meses aquí; sin embargo, ese hormiguero subterráneo probablemente lleve debajo de la casa años. Y tendrá mil galerías y recovecos en los que esconderse y permanecer a salvo del gas paralizante que él pulveriza cada tarde cuando cae el sol y empiezan a aparecer por cualquier agujero. A mí me gusta observar su fila india de doble sentido, su orden incomprensible, su capacidad de hacerse invisibles. Aunque me den miedo las hormigas voladoras no quiero que él las mate. Que deje en paz a mis bichos, que no les haga más difícil su nacimiento. Que se siente en silencio y escuche, por una vez, cómo cruje la vida por debajo de mi piel de anfibio cubierta de arena. 



miércoles, 17 de junio de 2015

Diario de una ansiosa III. La duplicidad.

He soñado que me estaba meando y que el baño del lugar indeterminado y bucólico en el que me encontraba estaba ocupado. Era un baño exterior, como el que algunas casas antiguas tenían fuera de la vivienda, en el patio. Picaba a la puerta, pero las voces, dos diferentes, las dos de mujer, que me llegaban del interior no me respondían. Hablaban entre ellas, susurraban órdenes que obligaban al placer. Luego me llegaron jadeos pero ni la curiosidad excitada por el sexo ajeno conseguía distraerme de mis ganas de orinar. Al final me levanté la falda y me agaché justo al lado del retrete de madera. La hierba me hacía cosquillas en los cachetes y mis orines calientes me salpicaban los tobillos, pero era tal el alivio que me daba absolutamente igual la incómoda pose ridícula y la suciedad. Estaba aún en cuclillas cuando salieron del lavabo las dos mujeres. Eran de mi edad pero su estética resultaba adolescente, con sus melenas trigueñas hasta la cintura, con vestidos floreados de vuelo, con sandalias planas de color marrón. Eran iguales sin serlo del todo. Desde mi posición vi que una de ellas tenía las espinillas llenas de arañazos y de sangre reseca, como si hubiera caminado entre zarzas. Las piernas de la otra tenían una pelusa rubia que pude apreciar al trasluz. Me recordó a la piel rubia de un melocotón de viña, pero no tenía ni una sola imperfección. Se pararon al verme. Me levanté de manera refleja, olvidando mi bragas arrugadas a la altura de mis rodillas. Sus ojos también eran algo distintos: los de la mujer de las espinillas de niña mala me desafiaban, los de la otra mostraban temor. Esos cuatro ojos acabaron con mi sensación de desahogo, me hicieron sentir vergüenza. Me sonrieron y se despidieron agitando cada una su mano derecha. Mientras se alejaban vi como las dos siluetas se fusionaron en un solo cuerpo. Pensé que había sido testigo de cómo una mujer dividida había logrado la comunión de sus dos yoes a través del orgasmo. El placer tan reciente me había permitido contemplar su dualidad justo en el momento de la reconciliación. El orgasmo como expresión deshinibida del yo más verdadero.
Entré en el retrete a por papel con el que limpiarme las gotas de pis que me resbalaban por los pies. El espacio era oscuro, sólo iluminado por varios haces de luz que se colaban entre las rendijas de los tablones mal ajustados. Sobre el lavamanos, una jofaina antigua y un grifo de plomo, había un espejo con las esquinas descantilladas. Al mirarme me sobresaltó descubrir el reflejo de una mujer detrás de mí. Era igual que yo, salvo por la fiereza y determinación de su mirada y por los arañazos que dibujaban unas líneas rojizas en sus pómulos, como pinturas de guerra.
Salí precipitadamente de ese cubículo. En mi huida me giré para comprobar que no me perseguía esa réplica guerrera de mí misma.
Me desperté asustada justo cuando se abría la puerta de madera. Salté de la cama y me fui directa al lavabo. La responsable de mi pesadilla había sido mi vejiga llena lanzando mensajes de auxilio a mi cerebro en plena fase REM.
¿Por qué mi cerebro no me hizo soñar que me desahogaba mientras nadaba desnuda en una playa de agua transparente? ¿Por qué no me deja descansar de noche? ¿Por qué incluso en sueños me recuerda que se me está resquebrajando mi piel convencional y reseca por la presión que ejerce desde mi interior la mujer salvaje y despeinada que llevo prisionera dentro y que invocaría tormentas bailando descalza si fuera necesario?

jueves, 11 de junio de 2015

Diario de una ansiosa II. Los pelos de Marilyn Monroe

Tengo sueño, ahora que ya ha pasado la media noche, pero también a media mañana y a media tarde.
Lucho por no dormirme porque con las pastillas mágicas que me recetó el médico cada vez que me duermo es como si me cayera muerta boca abajo sobre una cama, como Marilyn Monroe, de la que ayer nos contaron muchas cosas importantes, datos aportados por dos operarios de la morgue que acudieron a recoger el cadáver y que estas alturas deben conservar menos dignidad que pelo (no sé por qué pero me los imagino calvos y blancuzcos de piel). Nos han relatado, los diarios, las teles creo que también, que muerta no estaba tan guapa ni provocaba las mismas ganas de follársela a la vez que amarla profundamente que sentían los seres vivos al verla sonreír. Nos han revelado datos de vital importancia para despejar la incógnita sobre su muerte, como por ejemplo que llevaba más de dos semanas sin teñirse el pelo y sin depilarse (debo de estar al borde del suicidio desde que he sido madre), y que se rellenaba los sujetadores para aparentar más pecho. Estos operarios de la funeraria son los únicos mortales que no han visto esas fotos famosas de la aún Norma Jean sobre un fondo de terciopelo carmesí, u otras tras un pañuelo que no tapaba los pechos no tan generosos de Marilyn, ni tan desafiantes como la legión de tetas operadas que se ve últimamente en las playas y que acongojan a las mías, tan reales y maternales.
Hoy tengo la mirada lírica y la boca dulce. He visto poesía en mi soledad, en mi incapacidad para pedir ayuda, para hacer una llamada de teléfono o para gritar en medio de la calle. Eso sí sería un auténtico poema: una mujer ansiosa chillando en una plaza, rodeada de ancianos asombrados y entretenidos por el espectáculo repentino y gratuito de mi histeria. Histeria femenina. Casi sobra el adjetivo. Desde los inicios de la psiquiatría nos otorgaron este tipo de locura, que los primeros médicos pretendieron curar masturbándonos (lo de los electrochoques no funcionaba, así que probaron técnicas más manuales). Y los orgasmos, que por aquel entonces probablemente eran tan preciados y raros como las angulas en Navidad, nos relajaban unos segundos. Diagnóstico: nuestra ansia se debía a la naturaleza pecaminosa de nuestra condición de hembra tentadora reprimida por los corsés y la moral, así que mejor encerrarnos y negarnos el placer liberador.
Mi ansiedad, o las pastillas, me restan ganas de follar, así que mi histeria seguirá dándome sueño y poniéndome la boca dulce. El azúcar me calma y me alivia de la sensación de sopor. La crema de cacao manchando la comisura de mis labios es lo más cercano al placer que encuentro estos días. Hasta me relamo como una gata en vez de usar una servilleta para limpiarme los restos de chocolate. Y me chupo los dedos y los cuchillos afilados hasta cortarme un poco, lo justo para que me invada el sabor a hierro de mi sangre.
Ya no chupo las llaves como cuando era una niña y disfrutaba de ese gusto metálico en la boca, pero cuando me muerdo y sangro también me relamo. Y estos días necesito lamerme las heridas que me hago.
Hoy también me he cortado el pelo. Yo sola. Delante del espejo del baño, a las once de la noche. Quizás sí estoy un poco loca. He recordado muchas escenas de películas en las que la protagonista femenina desquiciada, o sobrepasada por sus circunstancias, se corta el pelo con las tijeras de partir en dos el pollo (cuando aún se compraban enteros y como mucho la carnicera te quitaba el esternón y lo tiraba a un cubo después de preguntarte si lo querías para el caldo). Natalie Wood lo hace maravillosamente en Esplendor en la hierba. Sólo me he cortado la melena unos tres centímetros, así que no puedo afirmar que haya sido un gesto motivado por la necesidad de verme como si fuera otra.
Y, sin embargo, tengo que aprender a ser otra.


miércoles, 10 de junio de 2015

El olor de mi miedo

Vivo en un barrio amable que asciende por una colina con sus edificios de cimientos como planos inclinados. Es un barrio en el que las abuelas se despiden del conductor del microbús que les ayuda con las cuestas con un 'hasta mañana, majo' y te hacen esperar tu turno un buen rato en el puesto de fruta del mercado porque no se marcharán con su bolsa con sus tres tomates y dos pimientos verdes para el sofrito hasta que hayan preguntado a la verdulera por los resultados de los exámenes de su hija y la hayan puesto al día de su último dolor de rodillas. Es un barrio lleno de ancianos que empezaron aquí su vida por segunda vez casi en pelotas, como recién nacidos, después de coger un tren que les dejó desamparados en la Estación de Francia, con esa rosa de los vientos del vestíbulo pitorreándose de ellos. ¿Hacia el norte? ¿Hacia el sur? A casi todos les acababa sugiriendo que se dirigieran hacia un lugar alto desde el que poder ver el mar, porque ese paisaje les aseguraba la nostalgia y la memoria de la huida, y de paso permanecían lejos de la vista de los que habitaban en terrenos más planos y cuadriculados.
Es un barrio amable en el que también viven mendigos a los que nunca he visto pedir limosna.
Hay uno, un hombre bajito de unos sesenta años, que saluda cada mañana a la panadera que le regala una barra de pan o una pasta antes del cierre, y se marcha tras dar las gracias chancleteando con unos zapatos dos o tres números más grandes. Este es un mendigo silencioso del que me inquieta su expresión de sorpresa, como si su intemperie le hubiera pillado de improviso al estallar una tormenta repentina de finales de agosto.
Pero no todos los mendigos de mi barrio son así de tranquilos. Hay un hombre maduro, de belleza devastada, que se lamenta a gritos de su mala fortuna, que le increpa a su puta vida, que se enfrasca en auténticas peleas de taberna con su enemigo invisible. De niños algunos tuvimos amigos imaginarios a los que llenábamos la taza de plástico a la hora de jugar a las casitas, pero, según vamos creciendo, ese compañero de soledades se convierte en ocasiones en un fantasma aterrador en el que podemos ver nuestro rostro descompuesto. Y eso es lo que creo que le pasa a ese hombre que vive borracho en los alrededores de una gasolinera y asusta a los niños con sus insultos al aire. Lleva sus cuatro trapos y sus cientos de derrotas en una mochila negra que siempre carga en la espalda. Da igual que esté quieto, parado en un banco, no se separa de ese macuto cuyo peso debe ser lo único que lo mantiene en contacto con el suelo sobre el que duerme.
Y cerca de mi casa, en mi calle, una pareja de treintañeros muy morenos, tal vez portugueses, vive en un cajero. Él siempre lleva un cartón de vivo barato en la mano, blanco para desayunar, tinto a partir de mediodía; y en los ojos, la hinchazón y la rabia del agotamiento. Ella llora a veces cuando lo ve fuera de sí. La he visto llorar sentada en el alféizar del ventanal de la fachada de la biblioteca que está justo en frente del cajero que es su hogar. Cruza de acera para sentirse aún más sola y desahogarse. Y todavía le da vergüenza que la miren. Él es muy alto y está tan delgado que parece un cantante de rock de sensibilidad torturada. Camina como un rockero, canturrea en otro idioma y saluda a los niños con su voz rota. Pero su sufrimiento es de este lado del mundo y no tiene nada de pose. Le dice hola a Noa casi a diario, cuando pasamos por delante del cajero del que acaban de echarles porque tienen que borrar los rastros de su terrible olor corporal antes de abrirlo al público. Su hola pretende ser cariñoso, pero el alcohol lo transforma en un sonido desagradable y agresivo, y mi hija se queda muda y no se atreve a nada. Ni yo tampoco. Me da miedo su mirada de furia muerta y enquistada. Me dan miedo sus párpados abotargados y su juventud herida de muerte, me da miedo que él nos vea, a pesar de los esfuerzos que hacemos los demás habitantes de un barrio tan amable para no verlo.
Y también me da mucha vergüenza que él huela ese miedo, que quizás apeste más que sus orines deslizándose calle abajo.

sábado, 6 de junio de 2015

Diario de una ansiosa I

Día1.

Al salir por la puerta de casa la sombra de unas alas me ha hecho levantar la vista. Una gaviota enorme volaba bajo entre dos edificios intentando cazar una paloma que dibujaba en el aire un zig zag desesperado.   

Una señal agorera para empezar mis días de baja laboral. Ayer fui al médico. Pensaba que me vería un psicólogo, pero el que me visitó era en realidad un psiquiatra. Cuarenta y cinco años, gafas de chico estudioso y responsable, dedos finos de seminarista. Tenía que evaluarme porque llevaba unos tres meses arrastrándome para llegar a la noche.

No soporto las manos de los hombres delicados. Me dan repelús. Prefiero los dedos encallecidos de los que trabajan con sus manos. Las manos de los hombres que no han usado herramientas, que no se han cortado la yema de los dedos con una mola, que no se han machacado los nudillos con un martillo, me resultan incompletas, como si el cuerpo de hombre adulto conservara un par de muestras inmaculadas de la infancia que acabará usando para la sangre y para la carne, y la combinación de esa estética y ese fin me resulta incongruente. Será porque los hombres de mi familia siempre han tenido callos en sus palmas y han olido a grasa. Será cosa de la memoria tribal. Aunque tampoco exijo mucho, me conformo con manchas de nicotina. 

El psiquiatra se ha levantado a buscar un informe antiguo al saber que no era la primera vez que me visitaban en ese lugar. Había pasado casi una vida desde aquel entonces, pero parecía ser que guardaban todos los archivos. Al volver traía entre sus manos un portafolio de color cartón. No había hecho los deberes, lo abrió sin importarle que estuviera yo delante y empezó a leer en unas páginas manuscritas lo que le angustiaba a mi yo primitivo. No entendía la letra y me ponía nerviosa tener delante a un desconocido curioseando secretos, temores o ridículas obsesiones antiguas sin ningún pudor ni miramiento frente a la dueña de todas esas intimidades. Acerté a ver un gráfico en el que el psicólogo que me visitó entonces, otro hombre de manos finas, me situaba en un globo, rodeado de nombres: padre, madre, hermana. Otra vez anotaciones ininteligibles. Qué rabia me daba no poder leerlas. Seguro que allí había cosas sobre mí que ni siquiera recordaba. De repente el psiquiatra me preguntó si entré en Bellas Artes. Efectivamente, en esas páginas estaba una parte de mi prehistoria. No. No entré.   
Tardó una eternidad en acabar de repasar mi historial. Tuve tiempo de recordar quien había dejado de ser y me sobraron unos minutos para fijarme en el póster horrible en tonos otoñales de una barca con los remos metidos en su interior que estaba colgado en la pared, sin marco y escorado a la izquierda. Una barca que no podía ir a ninguna parte. Menuda interpretación podía hacerse de esa ilustración colgada en ese lugar. También pude calcular los centímetros que medía la línea oscura originada por el roce del respaldo de la silla del médico en la pared del fondo: unos cuarenta, y contar las veces que salió alguien invisible desde mi posición al patio interior que se veía desde el ventanuco estrecho y alto que había en la consulta: cinco. Por fin acabó de hacerse una idea de la veinteañera en crisis que fui y decidió enfrentarse a la mirada de la casi cuarentona en crisis que soy.
Hablamos un buen rato. Me preguntó qué me pasaba. Le contesté que me sentía encerrada en la jaula menos fea que encontré. Que me ahogaba en ese espacio. Y que mi rutina y mi falta de tiempo libre no me permitían asfixiarme en paz. No podía soportar más la absoluta disponibilidad que se requería de mí, hasta el punto de sentir una ansiedad insoportable cuando llegaba a casa y mi gato me pedía con insistentes maullidos su comida especial. ¿A mí quién coño me preparaba una cenita especial? Los requerimientos de mi gato me hacen llorar más que las rabietas de mi hija o que mi trabajo, tan absorbente como poco reconocido, y que me hace sentir como una Alicia que se ha bebido hasta la última gota del frasco que estaba esperándola al fondo del pozo por el que se ha caído.
El psiquiatra me explicó que mi organismo se estaba resistiendo a hacerse inmune al veneno que tragaba a diario. Mi cuerpo prefería ahogarse a atender un requerimiento más. Y lo haría si no empezaba a tomar unas pastillas mágicas en las que se leía Tómame (preferiblemente con cada comida).