lunes, 2 de noviembre de 2020

La mujer incompleta. Vaso roto

He vuelto a romper un vaso. Me quedan dos de la media docena que compré en el bazar chino cuando tuve que irme. Solo dos. Nunca antes había roto un vaso. Ni un plato. Ni nada. Siempre tuve cuidado con mis cosas, quizá porque siempre fui consciente de no tener demasiadas y de no tener demasiadas oportunidades de remplazar lo perdido o deteriorado. 

Pero aunque sigo siendo consciente de la imposibilidad de recuperar lo roto, se me rompen las cosas entre las manos. Si miro hacia atrás, desde hoy hasta hace un año, puedo ir enumerando las cosas rotas que he acabado tirando o escondiendo porque las dejé inservibles: cuatro vasos de cristal, un plato de cerámica, una botella de cava que estalló en el primer cajón del congelador y cuyos pedazos sigo retirando de vez en cuando de entre las bolsas de verduras congeladas, una hoja del libro de poemas de Joan Maragall que intento explicar a mis alumnos y que rasgué al pasarla demasiado rápido, el tirante de un vestido de verano que se quedará colgando hasta que vuelva el calor, la bolsa cuyas asas cedieron al peso del ordenador y de todos los papeles que me acompañan de arriba abajo, un dibujo que hizo mi hija y que rompí pensando que era basura, lo que provocó decepción y un llanto inconsolable que duró una tarde; la pantalla del móvil que aún estoy pagando, la luna de un espejo con sus siete años de mala suerte como condena, un paraguas, la letra r del teclado, un matrimonio y un corazón. 

Cuando rompí el último de los vasos me quedé mirando la grieta como si esperara encontrar algo en la rendija milimétrica que se había abierto en el vidrio. Tal vez estuviera allí escondido el invisible secreto de mis manos torpes. Pensaba que si miraba la raja atentamente podía llegar a entender cómo se habían llegado a extender las fisuras de mi relación, si lograba comprender cómo se había abierto esa cascadura solo con un pequeño golpe seco del cristal contra la base del microondas que tengo colgado en una de las paredes de la cocina, quizá podía llegar a entender el cuarteamiento que había sufrido mi vida. Pero sonó el timbre del móvil y me alejé de cualquier hipótesis a la que pudiera estar aproximándome. 

Siempre me alejo de las respuestas. He preferido las preguntas. Me mantienen en movimiento. Las respuestas son decepcionantes la mayoría de las veces. Me mueve la curiosidad. Y, como al gato, siempre ha estado a punto de matarme esta manía mía de indagar, de querer saber. Con lo bien que se debe de vivir sin tener ni idea de casi nada. Qué felicidad intuyo en el desinterés y el conformismo. Qué infelicidad en la insatisfacción y el deseo. La sed de Tántalo imposible de calmar ni con todo el agua arrojada por las Danaides. De los dioses airados también les hablo a mis alumnos. Pero casi no me escuchan. Me gusta explicarles historias. Es lo más bonito que puedo hacer. Ofrecerles mentiras, las mentiras que han acabado convertidas en arte, en literatura. Siempre es más agradable la mentira. La prefiero a la verdad. La verdad no suele ayudar a nadie.