domingo, 1 de septiembre de 2019

La mujer incompleta. Aire

Hace ya mucho tiempo un médico me dijo refiriéndose a mi manera de respirar que sin aire no puede arder ningún fuego. Tienes que respirar bien, más, mira, así, y me hizo una demostración de cómo se respira bien, inflando mucho el torso, ante mis ojos atónitos. Mal del todo no lo haré porque sigo viva, pensé mientras el doctor presumía de capacidad pulmonar. Después de varios decenios sin lograr depurar la técnica sigo viviendo apenas sin aire.
Sin aire no hay incendio. Me encantó la idea. La hice mía. Eso sí, desde aquel día, cada vez que respiro hondo, alguna vez lo hago, temo que mi cuerpo desprevenido arda por combustión espontánea.
El médico me trataba por un dolor de espalda terrible a los dieciocho años. Cuando me vio, en bikini como mandaban las normas, entre tanto jubilado renqueante y medio desnudo, se me acercó y me preguntó qué narices hacia allí. Cuando comprobó mi historial médico me auguró un futuro de dolores irremediables. Acertó, pero aunque no respire mucho sigo siendo humana y como todos los demás seres de mi especie, un mamífero con una asombrosa capacidad adaptativa y también me he acostumbrado a ellos. Es tan fácil acostumbrarse a las cosas. También a las malas. Y como seas una persona de costumbres, incluso las necesitarás para sentir que todo está orden. Eso siento cuando miro alrededor, que puedo respirar tranquila porque toda la mierda sigue en el mismo sitio. Después suspiro. Siempre se me ha dado mejor exhalar que inhalar.
Dolores de espalda. Siempre me duele. Creo que no he juntado más de dos o tres días sin notármela. La recuperación que hice con el médico del aire no me arregló nada. Me sirvió para darme cuenta de dos cosas: que la tensión me hace esconder la cabeza entre los hombros como si fuera una tortuga, provocándome contracturas en las cervicales, y que era cierto eso de que respiro de manera muy superficial. Lo justo para no ponerme azul y desmayarme y montar un número. Siempre he sido discreta.
Una vez, un naturópata que había escrito un libro que se estaba vendiendo como rosquillas y se encontraba de promoción en Barcelona me dijo, tras enterarse de que era asmática, que mi problema se debía a tener una madre controladora y asfixiante. No me conocía de nada el señor, tampoco a mi madre, aunque me hizo preguntarme si no se habrían criado juntos. Sonreí e intenté tomar aire, pero no me pasaba del principio del esternón.
Mi madre me miraba con la cara desencajada cada vez que me daba un ataque de asma cuando era niña. Normalmente tenía preparado el ventolín, el vicks vaporub, un cazo de agua hirviendo en el que flotaban a la deriva varias hojas con forma de sable del enorme eucaliptus de la plazoleta del Paque Güell a la que íbamos a patinar entonces, cuando no había turistas, ni cobraban entrada y en la plaza de los asientos de mosaico alquilaban bicicletas medio oxidadas por pocas pesetas. También me daba una toalla grande para cubrirme la cabeza sobre el cazo humeante. Odiaba hacer vapores. Me escocían los ojos y me parecía la cosa más aburrida del mundo. Si sumo los minutos de los diferentes episodios de asma de mi infancia puede que me haya pasado días enteros de mi vida bajo una toalla.
Abría mucho la boca y aspiraba el aire que me quemaba la garganta. Por la nariz no respiro bien. Debía de parecer un pez fuera del agua, boqueando, con el flequillo chorreando gotas de sudor en ese agua hirviendo.
Una vez tuve un pez rojo en una pecera. Debería haber vivido en un acuario de agua templada, porque el animal era tropical, pero con el sueldo de dependienta a pocas horas semanales no me daba para mucho caprichos y dejé al pobre bicho en manos del azar. El de la tienda me dijo: en verano te aguantará en una pecera, pero si en invierno no lo pasas a un acuario se te morirá. Siempre me alucina el uso de los pronombres cuando nos referimos a cosas que pueden afectarnos. Se me morirá a mí, como si yo fuera su dios creador y algo no saliera bien con mi criatura. A mí no se me iba a morir el pez, era el puñetero pez el que se iba a morir a sí mismo, si esto pudiera decirse así. El pobre y hermoso luchador de Siam, así se llama la raza del pez rojo, vivió un estupendo verano en la pecera en la que puse unas plantas acuáticas cuyas raíces le servían de parque temático. Eran jacintos de agua. Un luchador entre jacintos. Me parecía algo hermoso y lo miraba embobada nadar de forma sinuosa y ondulante entre las hebras vegetales que colgaban en el agua. Llegó el invierno pero seguía tiesa, así que el pez continuó en la pecera con agua de grifo. Quizá fuera de botella y ahora esté añadiendo detalles inculpatorios a mis remordimientos, pero la cosa es que mi luchador hizo honor a su nombre y siguió viviendo. Vivió ese invierno y el siguiente y el otro y así hasta cuatro. O cinco. No lo recuerdo con exactitud. Hasta la primavera en la que se volvió azul. No eligió el invierno para morir, sino el principio del verano. Cuando empezó la luz él se apagó. Su rojo intenso, como de carmín de Yves Saint Laurent, se tornó en un azul apagado, parecía un dibujo del Picasso más triste y frío. Dejó de pedirme comida cuando me aproximaba a la pecera y se pasaba las horas escondido entre los jacintos o posado en el fondo. Sus hermosas aletas perdieron volumen, se empezaron a quebrar como una tela mucho tiempo expuesta a la imtemperie. Se le conviertieron en jirones. Me daba mucha pena verlo así. Me madre me dijo un día que se me estaba muriendo el pez. Otra vez con los pronombres. No, el pez se estaba muriendo solo, a sí mismo. Se estaba perdiendo a sí mismo. Y yo solo era una espectadora apenada de su marcha paulatina. Un día lo encontré como hacía días que esperaba encontrármelo por la mañana, flotando panza arriba. Me puse a llorar como una idiota. El pez ya habiá muerto, ya no estaba, pero me había dejado flotando en el agua sucia una pena pequeña, viscosa, translúcida y algo pegajosa que se me enganchó al pecho. Cuando tomaba aire con un poco más de empeño de lo habitual me apretaba por dentro y me llenaba la nariz de ese olor a pecera muerta. Y lloraba. Y mi abuela me echaba una bronca tremenda y me decía que seguro que cuando ella se muriera no iba a llorar tanto como por esa mierda de sardina. Aún no se ha muerto, así que aún no puedo darle o quitarle la razón, pero ahora es ella la que está perdiendo su color y se está tornando azul. No me gusta el azul. A la gente le encanta el azul. Es mi color preferido, me dicen muchos. Parece el color preferido de mucha gente. Y es una mierda de color. Es el color de la pena. La gente no lo sabe y se recubre de pena. Camisas de pena, faldas apenadas, vestido tristes. Solo es bonito en el mar, con esa pelea que emprende con el verde. A ver quién gana, el azul o el verde y se mezclan en el turquesa que no es más que el resultado de esa batalla eterna. Y es hermoso ese color que surge de una guerra entre el color de la profundidad y el color de las orillas de arena. El turquesa sí me gusta. Lo llamo verde turquesa.
Este verano me he bañado mucho en el mar turquesa. Y me he sentido un poco azul. Y roja. Y he vuelto a sentir que me faltaba el aire, como cuando me tiro a una zona profunda del mar y me hundo más de lo esperado y siento que no subo lo suficientemente rápido y muevo los brazos con fuerza y estiro el cuello y pienso no ahora, no respires aún, aguanta, ya estás cerca de la superficie. Y saco la cabeza del agua, como cuando la saqué de entre las piernas de mi madre y boqueo como un pez. Ahí sí me entra mucho aire en los pulmones, que parecen llenarse del todo de aire. Sigo viva, pienso. Estoy llena de aire y no ardo porque estoy sumergida en el mar, pero me quema por dentro ese fuego. Me gusta esa sensación. Este verano me he lanzado al mar desde cada saliente, risco, orilla que he visto. Este verano me he llenado de aire y he ardido por dentro.