lunes, 29 de octubre de 2018

La chica muerta que se llama como yo

Esta semana han matado a una chica que se llamaba como yo. Una cría de 16 años. La prensa la presenta como una drogadicta con el mono mendigando una dosis en lugares nada recomendables. Después de presentárnosla en un titular de fineza y objetividad envidiables, nos cuentan cómo fue drogada, inmovilizada y violada durante horas por no se sabe aún cuántos hombres, aunque se baraja la cifra de diez. Más o menos.
La chica muerta se llamaba como yo. Tal vez si me llamara María, Ana, Laura, Cristina, o cualquiera de esos preciosos y atemporales nombres de mujer acabados en "a" no me habría dañado tanto la noticia. Habría sido otra más. Otra cría enfadada con su mundo, otra adolescente que decide caminar sola de noche para llevar la contraria a su madre, otra Caperucita devorada por el lobo en el primer recodo del bosque.
Pero la cría que ya no existe, aunque hoy duela como nunca a sus padres, a sus abuelos, a esos que se desesperaban al verla alejarse hacia el lugar más oscuro entre los árboles, tenía uno de esos nombres femeninos que acaban en "e". Y que solo se ponen a veces, cuando los padres vieron a Marlon Brando, con su mano escondida bajo la casaca de doble botonadura, perdidamente enamorado de una joven que desapareció tras el nombre de Josefina. O cuando a la madre se le escapa la vida de otros hijos nacidos poco antes de que llegara a sobrevivir ese bebé niña que se pasó llorando casi un año entero por las noches, como si su llanto fuera la suma de sus lágrimas más las de los bebés muertos. Seguramente, la chica muerta fue tan anhelada por su madre como para que decidiera ponerle ese nombre raro de mujer que acaba en "e". La deseada. La niña preciosa que se convirtió en una adolescente oscura y peleona. Y triste. No conozco a nadie alegre que decida chutarse. A veces los jóvenes se piensan que las drogas son lo más divertido del mundo. Quizá a veces lo parezcan. Pero aquellos que insisten, aquellos que necesitan cada día un poquito más suelen ser los más sensibles, los que más sufren, los más tristes. Tal vez esa cría con mi nombre (yo llegué antes a este mundo) desesperó a sus familiares, traicionó su confianza, usó su amor y lo reventó a insultos, gritos y bofetadas. Seguramente.
Una cría drogadicta que se ofrecía por un pico. Eso lo hemos visto todos. En alguna película, creo que en una de Michael Douglas (siempre preferí al padre, con ese brillo despótico y peligroso en la sonrisa. Michael era más de mentira). Una chica rubia en camiseta interior blanca y sucia. Quizá la chica que tenía mi nombre también iba sucia. Vomitada. O solo desesperada. Y se ofreció a un hombre malo. Al lobo hambriento. A un perro salvaje que había avisado a su jauría de que una presa joven y aturdida estaba entre sus colmillos.
La chica se durmió. Y se olvidó de su nombre. Y los perros salvajes la devoraron, todos a la vez, arrancándole pedazos de carne, trozos de entraña. ¿Le llegarían al alma? Espero que no. La chica estaba dormida. No puede ser cierto eso que dicen los que han escrito que era drogadicta antes de mencionar que ha sido una víctima de que fue asfixiada, que los perros le taparon la boca para que nadie la oyera gritar. Eso es mentira. Estaba dormida. La niña se drogó, o la drogaron, y se durmió tan profundamente que no sintió nada, que nada oyó, que nada le hizo daño.
La chica muerta aún no sabe que ha sido devorada por unos perros.
De niña, un día apareció en mi escuela, justo en mi curso, una cría que se llamaba como yo. No era lo habitual. No soportaba saber que no era la única con un nombre raro acabado en "e", ni tampoco imaginar que había otra madre que había deseado tanto una hija como la mía lo deseó. Cada día, al irme a dormir, fantaseaba con la idea de que la niña que se llamaba como yo desapareciera y yo volviera a ser única. Y un día sucedió. La chica no volvió y nunca más supe de ella. Su desaparición siempre me hizo sentir una pequeña culpa, como si mi deseo hubiera sido el causante de su desaparición, cuando tuvo que deberse a una mudanza o un cambio de destino de alguno de los padres, o a un simple problema escolar. Pero yo deseé noche tras noche que dejara de existir y un día su silla se quedó vacía. Ningún otro niño la ocupó ese curso. Cada vez que veía su hueco sentía una mezcla de poder, temor y arrepentimiento.
Esta noche me voy a ir a la cama deseando soñar que lo que he leído hoy debajo de un titular horrible es solo una pesadilla de la que despertaré sobresaltada y que, en esa ciudad hermosa donde las piedras han visto miles y miles de muertes, seguirá peleándose con la vida esa chica triste que se llama como yo.

lunes, 22 de octubre de 2018

La mujer incompleta. Los ojos de Liz Taylor

Anoche estuve dos horas buscando y guardando en Pinterest fotografías de Liz Taylor y Richard Burton. No podía parar. Hubiera seguido toda la noche. Me daban envidia sus ojos. Esos dos pares de ojos hermosos, de los más bellos que he visto nunca. Aunque solo los haya visto en fotografías y casi todas en blanco y negro.
Ojos translúcidos que dejaban pasar la luz y el alma. Ojos que te llevaban hacía el fondo de dos cuerpos que se amaron con un ansia caníbal. Liz Taylor escribió que cuando Richard Burton y ella se miraban era como si sus ojos tuvieran dedos y se tocasen. A esa frase yo le quitaría el como. Miro las fotos y me emociono. Ves cómo va pasando el tiempo para sus cuerpos, cómo a Liz se le van redondeando la cara, la papada y los brazos y cómo a Burton se le arrasa ese rostro elegante y masculino por culpa del alcohol y la pasión; sin embargo, sus ojos son siempre los mismos. Eso es lo que más me emociona, que se siguieran mirando igual que en el set de rodaje de Cleopatra, cuando se conocieron. A pesar de los años, a pesar de las peleas, del odio, de las infidelidades, de las ganas de vivir que traicionaban el amor y la confianza a cada paso.
Cuando se vieron por primera vez fue como si dos placas tectónicas chocaran y provocaran el surgimiento de un territorio nuevo. Una isla enorme, casi un continente ignoto. Un nuevo espacio en el que vivir solos, salvajes y hambrientos hasta acabar devorándose el uno al otro.
Se amaban. Tanto que no pudieron sobrevivir a ese amor. Se amaban demasiado para negarse a sí mismos. Se amaban tanto que tuvieron que devorar al otro para que no estuviera en ningún otro lugar que no fuera el cuerpo del amado, dentro; aunque para ello tuvieran que digerirlo y convertirlo en deshechos.
Liz Taylor, esa mujer pequeña, hermosa, la gata rabiosa sobre el tejado caliente. Era fuego, carácter, fuerza, caprichos, pero lo miraba a él y se quedaba sola. Ves en las fotos que nada más le importa, solo quiere aferrarse a la mirada de Burton. Lo adora como a un ídolo sagrado, con devoción y fe. De manera irracional pone todas sus esperanzas en él: el hermoso y fuerte dios del amor. Todo desaparece a su alrededor, se queda sola, pequeña, mirándole en una especie de trance que ofrece a todos los millones de ojos que les miran el impúdico espectáculo de su deseo, de su extravío. Nada le importa, solo él. Da igual la ropa que lleve, el peinado, la compañía... Todo da igual, solo ves su mirada y esa soledad enorme que transmite. Y desamparo. El amor nos deja tan vulnerables. Nos desnuda. Toda una diosa del cine clásico reverenciada, admirada, que podía pedir los ceros que quisiera por un contrato, expuesta. Solo ves sus maravillosos ojos de ese tono tan particular de azul, el resto flota. No importa su cuerpo, ni su sexo, ni siquiera Burton. Solo te fijas en esos ojos como garfios desesperados clavados en la piel de su marido, del hombre que no tenía bastante con el éxito, también anhelaba la dignidad y prefería arrastrarse por el lodo a fingir que no le importaba sentir su fracaso.
Pero a Liz le daban igual los reconocimientos y el mérito, solo le importaban las joyas caras y poder apresar a Burton con esos ojos que le obligaban a susurrarle que no estaba perdida, que no estaba sola, que no era imbécil y poca cosa, que no era mala actriz, que no era un mujer sin más, sino la mujer que él, dios del placer y el vino, había elegido para enloquecer. Él la amaba hasta la locura. Él las quería a todas. Lo quería todo.
¿Quién no querría tener a alguien que lo mirara como Liz Taylor miraba a Richard Burton? Yo querría.
Ahora tengo los ojos de Noa que me miran alguna vez de esa manera que atemoriza, que te hace responsable de su felicidad entera. Noa me mira con sus ojos tristes y me da miedo que nunca cambie lo que veo dentro. Miro fotos en las que aparece y ahí están sus ojos bonitos, algo oblicuos y muy tristes. ¿Por qué esa tristeza sin motivo? Porque no tiene motivo. ¿No lo tiene? Pero ahí, en el fondo, veo el mismo miedo que en los ojos de Liz Taylor.
Ojalá sepa que no está tan sola.


sábado, 13 de octubre de 2018

La mujer incompleta. Mosca


El último día de septiembre Lea y yo fuimos a comer juntas. Escogimos un italiano que estaba cerca de un cine. Pasta y película. Era un buen plan para ir despidiéndonos de la sensación de vacaciones que aún reteníamos y que nos hacía muy difícil madrugar, volver a la rutina, al colegio, al trabajo.
El restaurante era una franquicia, pero los sabores eran buenos y el olor del horno de leña hacía el ambiente acogedor.
Me fijé en las trenzas de la camarera que nos atendió. Eran trenzas de boxeadora y eran tan perfectas que parecían postizas. Cuando tomaba nota en la mesa de la izquierda me fijé en cómo su color se iba aclarando, del castaño muy oscuro de las raíces al rubio tostado de las puntas. Su pelo era rizado y, aunque se notaba en la frente que había tirado de los mechones todo lo que había podido, alrededor del cráneo se le escapaban de las trenzas cabellos rotos que formaban una especie de aura de santa crispada. Una mosca se posó en una de las trenzas, en la goma de pelo que la fijaba. No se movía. El cuerpo de la camarera vibraba por efecto del ímpetu con el que escribía, pero la mosca parecía dispuesta a soportar el terremoto agarrada a la goma de pelo. Levanté la mano para provocar que la chica se acercara a mí. Me sonrió como si fuera una hermana querida a la que hacía tiempo que no veía. Tenía un acento transatlántico y unos ojos de niña ilusionada. Y me la creí. Deseé ser parte de su vida solo para tener a alguien que me mirara así. No necesitaba nada. El plato de pasta estaba sobre nuestra mesa, el parmesano, detrás de mi copa de vino y los cubiertos relucían, sin manchas de óxido ni restos resecos de una comida anterior. Se me ocurrió pedir un vaso pequeño para Lea. No quería que la copa acabara hecha añicos en el suelo, le dije para disimular. Lea me miró con cara de adolescente encerrada en un cuerpo de niña de cinco años a la que su primera mella hacía sentirse independiente, como si con la pérdida del diente se hubiera perdido también parte de ese lazo invisible que dicen que une a madres e hijas. La camarera sonrió y se fue con la mosca aún sobre su pelo hacia la barra del local.
Me fijé en que un hombre sentado al fondo del restaurante no perdía detalle de los movimientos de la camarera. Tal vez estaba interesado, como yo lo estaba, en esa mosca. Le acompañaba su madre, una señora octogenaria que se limpiaba los labios a golpecitos breves con la servilleta de tela. Estaba más rato dándose golpecitos que masticando. Y no lo miraba nunca. A su hijo. Eso parecían: madre e hijo, pero al final de la historia. No había ni una pizca de calor, de simpatía, entre ambos. El lazo ya no existía. El hombre se dio cuenta de que les miraba. Aparté de golpe mi mirada y besé a Lea en la cabeza, atrayéndola hacia mi cuerpo a la fuerza. Se revolvió, protestó y al final gritó para que la soltara. El lazo tenía la primera rasgadura. Ya no era un bebé. No quería ser más una parte de mí. A partir de ese momento tendríamos que luchar por evitar que la tela fuera cediendo y crujiendo a cada estirón.
La mujer me daba la espalda. Tenía el pelo gris, lo llevaba corto y miraba por encima del hombro de su hijo, como si detrás de él estuviera toda la historia que les unía y que les había llevado a compartir un rato sentados a esa mesa. Sólo compartían el pasado y el rato. El pasado es en lo que acaba convertido el lazo. El pasado nos ata y se embrolla de tal manera que nos mantiene unidos a la fuerza. El hijo tampoco miraba a su madre. Sólo mostraba interés por los espagueti y por la camarera que guardaba en sus ojos toda la calidez que una vez supimos los demás que existía en el mundo. Era como si se la hubiera quedado toda ella. Lea protestaba porque la pasta quemaba aún. Sopla, mi vida. Sopla y que tus labios alejen el calor hiriente de ti.
La camarera trajo el vaso corto. Sonreía. Sus dientes eran oblicuos y grandes. Bonitos. Toma, guapa, para ti, con un hielito. Lea me miró feliz. ¡Mama, hielo! Sí. El hielo es algo maravilloso cuando se tienen cinco años.
La mosca seguía ahí. Me extrañó. Frotaba sus patas delanteras, pero no se marchaba. Seguía aferrada a la trenza de la camarera, igual que la mirada del hombre.
La anciana habló por primera vez. Está buena la pasta. Me llegó su voz y vi como volvía a golpearse los labios con la servilleta de tela a la que hacía un nuevo doblez a cada uso, encerrando en el interior de la tela la suciedad que limpiaba de su boca. Sí, contestó el hijo. No dijeron nada más.
Mi móvil se iluminó. Un mensaje inesperado. Un joven me decía que había soñado conmigo. Me cogía de la mano y me sacaba de un lugar atestado de desconocidos para decirme que quería estar a solas, un rato. Me contaba el sueño, me explicaba que al cogerme de la mano el tacto de mi piel le estremeció y que le hizo desear que le repasara todo el torso con los dedos. Mientras leía el sueño era yo la que me estremecía. Ese joven me hacía soñar constantemente. Un sueño sin ningún sentido. Soñaba con mi pasado y odiaba mi presente. Me hacía desear volver a equivocarme todas las veces que me he equivocado en mi vida. Qué raro era ese sentimiento. No deseaba vivir el presente. Convertir en futuro ese sueño. Deseaba convertirlo en pasado. Convertirme en pasado y dejarme coger de las manos y besarle los dedos.
Oí un zumbido muy cerca de mi oreja. Vi una sombra negra que pasaba dibujando círculos por delante de mis ojos. Lea agitó la mano para espantar a la mosca, pero volvía una y otra vez a pasar muy cerca de nuestras cabezas. De golpe el zumbido cesó y escuché un golpe seco sobre el mantel. Un golpe pequeño. La mosca estaba patas arriba junto a mi plato. Se acababa de morir delante de mí. Como mi pasado. Como el verano que ya tocaba a su fin.

viernes, 17 de agosto de 2018

La Tragantía



La Tragantía


Hubo una vez una princesa que acabó convertida en la protagonista de una de esas leyendas que se cuentan para asustar a los niños y hacer soñar a los hombres. Fue una princesa árabe y, como todas las princesas de cuento, joven y hermosa y amada por sus padres. Bueno, de su madre no se sabe demasiado. Quizá murió y la dejó huérfana, aunque, si así fue, probablemente su padre le propició una encantadora y amantísima madrastra poco después. Mira que tienen mal ojo los padres de los cuentos con las mujeres.
Su padre, no lo he dicho aunque lo habréis sobreentendido, era el rey, el Rey Moro, y vivía en un castillo parecido al de Blancanieves, o era al de la Bella Durmiente; da igual,  un castillo enclavado en lo más alto de una montaña desde el que se divisaba el pueblo que le pertenecía y los de los alrededores, que anhelaba.
El rey es recordado como un rey benévolo con su pueblo, como lo son todos, ¿no? Tan majo era que les permitió marchar y protegerse en terrenos cercanos más seguros cuando se enteraron de que los cristianos, que arrasaban todo a su paso, pretendían apoderarse de ese lugar, clave para el control del valle más rico de la región. El rey fue de los últimos en abandonar el castillo. Tenía una duda: qué iba a hacer para proteger a su hija, a la que no permitió marchar con el resto de su pueblo por el miedo que sentía de que fuera hecha presa o violada por los salvajes. Deseaba protegerla hasta el último segundo. Deseaba que no corriera riesgos. Y tuvo una idea estupenda: encerrarla en un habitación secreta en los sótanos del castillo, un habitáculo pequeño, húmedo y oscuro del que sólo él conocía la existencia.
Obligó a su hija a esconderse allí. Hizo preparar comida en abundancia, le contó que el río pasaba bajo el castillo y se filtraba por las paredes del sótano, formando una especie de manantial que brotaba de las paredes llenas de moho; así no tendría que preocuparse por la sed. La hija, como todas las princesas de cuento, era obediente, además de hermosa y carente de personalidad. Se metió en su agujero y dejó que su padre lo tapara con una pesadísima losa que no sería capaz de mover hasta que no acudieran en su ayuda después de pasado el asedio cristiano, cuando el Rey Moro y su pueblo podrían volver.
El rey se encaminó a su refugio, pero no llegó a su escondite porque perdió la vida al ser sorprendido por sus enemigos. Y sólo él sabía dónde estaba su hija.

Los cristianos poblaron el castillo y algunas noches eran despertados por extraños alaridos que parecían provenir de las entrañas del castillo. El Rey Moro se llevó el paradero de su hija a la tumba, así que nadie pudo rescatarla de aquel escondite perfecto. Los cristianos creían en fantasmas, por lo que no se extrañaban de los lamentos nocturnos.
La princesa mora pasó de la resignación a la desesperación del hambre. A oscuras se metía entre los labios los bichos viscosos que sus manos conseguían atrapar. Unas veces eran insectos crujientes; otras, culebras gelatinosas o asquerosas ratas. Su agonía se hizo tan larga que perdió el juicio. Sufrió fiebre y reumatismo por culpa de la humedad constante. Tenía alucinaciones y pesadillas en las que se veía envuelta por serpientes que se le enroscaban en las piernas y le reptaban hacia el vientre. Se despertaba palmeándose furiosamente, arañándose, gritando. Aún resistía. Detrás de sus hermosos ojos que habían empezado a nublarse por la ausencia de luz seguía escondida la joven princesa amada, la hija pura y respetuosa, la pánfila que no dijo a su padre que su idea apestaba más que el cieno del fondo de ese río odioso que la mantenía con vida a su pesar.
Sin embargo, al final la princesa desapareció. No murió, no. Ni se durmió por cien años. No, tampoco fue eso. Ni encontró una salida milagrosa que la llevó a casa de unos enanos con una jornada laboral abusiva que necesitaban señora de la limpieza. No, tampoco eso. La princesa se esfumó. Desapareció sin más. Su cuerpo fue poseído por los ofidios de los que se alimentaba y que la atemorizaban en sueños. Un día, despertó y no sentía sus piernas. No, no tenía una tornasolada cola de sirena, sino que sus piernas se habían unido y se habían cubierto de ásperas escamas de color tierra. Era una mujer serpiente. ¿A ver qué leyenda supera eso? Eva y satán todo en uno.
La metamorfosis la convirtió en un ser inmortal, como lo son todos los de los cuentos. Un ser monstruoso y temible con ansias de venganza.
Una vez al año desde entonces, el día de San Juan, sale de los sótanos del castillo en busca de niños que devorar. NIÑOS. Niñas no, ni mujeres. Sólo varones jóvenes (los hombres han ido ampliando el significado de la palabra "niños" a conveniencia)  Les atrae con su bello rostro y su dulce voz. Canta una canción que dice algo así:

Yo soy la Tragantía

hija del rey moro,
el que me oiga cantar
no verá la luz del día
ni la noche de San Juan.

Vamos, que en el pueblo donde aún hoy sigue en pie el castillo, los chavales más crédulos se quedan sin verbena y se tienen que ir a dormir tempranito, no vayan a toparse con la Tragantía en alguna de las empinadas calles que llevan, como antaño, hasta el que fuera el hogar de la princesa.


La mujer incompleta. Ropa vieja

Algo raro me pasa en verano. El espacio me obliga a avanzar. Nos desplazamos hacia el sur. El coche me hace atravesar pueblos moribundos, como esos ancianos que se sientan a la sombra en silencio sin ganas de nada, dicen que por el calor. Miran hacia delante porque esperan, aunque sin prisas, que se acerque el final. Sé que se sorprenderán cuando descubran que no tendrá aspecto de señora de negro con algún filo entre sus manos de esos que temía la madre de Bodas de sangre. No, no será una mujer la que se los lleve, sino un perro abandonado de ojos tristes, un perro apaleado con memoria de elefante. Y el perro estará rabioso y deseará morderles las pantorrillas y los antebrazos hasta que se vea el hueso.
No sé qué tiene el verano que me convierte en una paradoja en estado larvario. Me laten dentro todas las contradicciones.
El coche me lleva hacia delante con una violencia afilada y mínima, como de aguja que atraviesa venas hasta llegar al torrente sanguíneo. Sin embargo, mi cabeza me empuja hacia atrás.
El coche avanza de manera monótona, en la radio suena una canción de letra pobre distorsionada por un crujido molesto de interferencias. La niña duerme con el flequillo pegado a la frente por el sudor. Miro mis piernas. Tengo la piel muy bronceada y el sol que se cuela por todas las rendijas del coche la hace brillar. Terrenos estériles, colinas estériles del color del esparto, se van quedando atrás. Veo a través de mi piel un nuevo mapa que no sé leer. Hace poco que apareció. Una red de carreteras secundarias de recorrido endiablado y color violáceo que forman dibujos histéricos y desordenados. Pero no llevan a ningún lugar, se difuminan y desaparecen como uno de esos ríos que guardan el secreto de lagunas subterráneas y cuevas de piratas y que luego vuelven a emerger en otra tierra más o menos lejana. En mi cuerpo la distancia se mide en centímetros. Del exterior del muslo izquierdo al interior de tobillo derecho.
Se me está gastando la piel. Se me está quedando translúcida como aquellas puertas de las casas de las abuelas. Recuerdo la puerta del baño de mi abuela: era de vidrio esmerilado y se veía cómo los invitados se agachaban para sentarse en la taza y cómo se movían para recolocarse la ropa. Recuerdo adivinar la silueta de mi abuelo sacudiéndose el pene después de orinar. Me parecía de tan mal gusto. La tapa del váter de madera iba a juego con la puerta de cristal.
Mi piel ya no es capaz de disimular la tragedia interior.
Al llegar al apartamento no pude subir mi maleta sola por las escaleras. Pesaba demasiado. Tuve que pedir ayuda, con lo que me cuesta hacerlo. Cuando la abrí pensé, como siempre que abro una maleta que acabo de hacer, que no me pondría ni la mitad de las prendas que había decidido llevarme. Desplegué sólo unos vestidos largos y unas camisas que se arrugan como pasas. El resto se quedaría doblado en la maleta abierta durante todas las vacaciones. Siempre hago lo mismo.
Muchas de las prendas que no habían tenido la suerte de ser las elegidas eran antiguas. No tiro nada. Me encanta la ropa vieja, pero cada vez me siento más inadecuada con ella. Hasta este verano, cada vez que hacía el cambio de armario la colgaba con cuidado en las perchas y le pasaba la mano por encima despacio con la intención de recuperar rastros de mi yo anterior. Me he traído vestidos que tienen quince años, o más. Pero hoy no los quiero tocar, empiezan a provocarme tristeza. Creo que a la vuelta los tiraré todos. Cuando acabe el verano. Quizá así mi mente no tire de mí hacia atrás con tanta fuerza como está haciendo este verano.








sábado, 28 de julio de 2018

La mujer incompleta. Deseos mula

Pierdo el hilo. Le oigo, pero hago más caso a la idea que se me pasa por la cabeza una y otra vez, como una ola que vuelve a golpear la orilla cada pocos segundos. La orilla o mi sien, lo mismo da. ¿Qué demonios hago aquí?
No tengo ni idea. Creo que sigo un impulso absurdo, irresponsable y estéril como una mula. Deseos mula, nacidos del cruce de dos realidades que no pueden mezclarse. Error. Incorrecto. Sí pueden mezclarse, pero no deben hacerlo, no están creadas para cruzarse, si lo hacen la naturaleza las castigará. Y, ¿cuál será el castigo? La esterilidad. La ausencia de futuro, una condena a usar los verbos sólo en presente. Ni siquiera el condicional es una posibilidad. Pero la voluntad es enorme, es un volcán contra el que nadie puede nada. Quizá sólo el miedo convertido en amenaza, en pecado y su castigo. Convertido en culpa. Pecado y culpa son conceptos muy útiles en sociedad, procuran que sea uno mismo quien decida no hacer aquello que se considera malo. El miedo a la condenación como freno. Pero, ¿y si no tienes miedo porque no crees en nada, tal vez sólo un poco en el monstruo de debajo de la cama? ¿Por qué creemos de niños en amenazas invisibles que imaginamos grades y oscuras, peludas y con garras? Menos mal que crecemos y nos deja de asustar la oscuridad de los pasillos y el vacío amenazador del espacio muerto de detrás de las puertas. De adulta ha sido un ente invisible de voz sinuosa el que me ha atemorizado con sus susurros al oído: “te has equivocado, qué mal te ha salido, no podrás, fracasarás...”. Esa voz se avanza a mis errores, los convierte en precipicios de altura paralizante.
¿Qué me ha dicho? ¿Cómo intentaba conectar con los chicos en la adolescencia? Les preguntaba su horóscopo, su color favorito, si creían en espíritus, si conocían la teoría de los seis grados de separación. Cosas sin importancia fundamentales. Cosas ajenas a la realidad. A esa edad la realidad no importa, es lo de menos, afortunadamente.
Me gustaría preguntarle si sabe guardar secretos, si me guardaría para toda la vida una verdad como un incendio, una verdad de esas que queman en las palmas de las manos: no sabía que se puede amar a alguien que aún no existe. Que a lo mejor nunca llega a existir. Amaría al hombre que puede llegar a ser. El amor convertido en predicción. Amor predictivo, como el asistente de escritura del móvil, que siempre se equivoca y da lugar a mensajes absurdos. Amor mula.
Me imagino sus manos perplejas agarrándose la una a la otra para disimular el desconcierto ante tal revelación. Nada más, porque su piel tan joven me da muchas ganas de llorar.
Ojalá sea quien puede ser. Ojalá la vida cumpla su promesa.

jueves, 14 de junio de 2018

La mujer incompleta. Cuádriceps

Tienes poder.
Un hombre me miraba las piernas. Estaba sentado a mi lado en el metro y notaba su mirada, pero no le hacía caso. Yo estaba ocupada mirando a otro hombre que estaba sentado delante. Moreno, estatura media, zapatos de ante rozados solo en las puntas y solo lo justo para no parecer descuidado, pantalones color tierra y polo negro con uno de esos logos bordados en hilo satinado festoneado que sirven para decirle al mundo que tienes dinero para ese tipo de detalles. Llevaba una barba bien cuidada que embellecía sus facciones, o las disimulaba, y un abundante pelo entrecano con un buen corte. Sonreía. Miraba la pantalla de su móvil y reía. Una señora de unos sesenta años que se sentaba a su lado le miraba de reojo. Quizá quería saber qué hacía tanta gracia a su compañero de viaje. O quizá contemplaba sin disimulo la belleza cercana. Era un hombre guapo. Elegante y refinado.
Tienes poder.
Entre las piernas del hombre se mantenía en pie una bolsa de color mostaza de la que sobresalían unas hojas en las que había un texto escrito en tinta azul. Fue lo primero que me llamó la atención: la bolsa entreabierta llena de folios manuscritos. El color de la bolsa estaba entre el pantone del pantalón y el de la piel de los zapatos. Habría apostado a que la tonalidad de los calzoncillos también estaba en la misma gama cromática que el resto de la ropa que llevaba. No me lo podía imaginar revolviendo a oscuras uno de los cajones de su armario por la mañana, con prisas. Solo era capaz de visualizar su indumentaria del día siguiente esperándole, al completo, sobre una silla o en el galán de noche, ordenada y planchada, no por él.
En las hojas que le obligaban a llevar la cremallera de la bolsa abierta había un post-it naranja en el que se podía leer "Tienes poder". Alguien había escrito esas dos palabras con un rotulador de punta significativamente más gruesa que la de un simple bolígrafo y había decidido pegarlo en el margen superior izquierdo de esa hoja. ¿Podría considerarme destinataria de ese mensaje solo por leerlo? El hombre de mi derecha seguía mirándome, pero yo fingía no percatarme. Sabía que el hombre elegante y conjuntado sí que se creía que esa frase era para él. Si estaba sobre uno de los papeles de su estilosa bolsa, ¿para quién iba a ser si no? Exudaba poder y autocontrol. Seguridad y confianza. Hasta su tupé parecía invulnerable. El muro de Invernalia.
Tienes poder.
Me había quedado embobada observando a ese hombre de perfección serena. La perfección me preocupa siempre. Me obliga a preguntarme por el secreto que intenta enmascarar. Recuerdo a un profesor de literatura que al inicio de un curso nos dijo que nunca nos pondría un diez, daría igual cuanto nos esforzáramos. Nos explicó que para él el diez equivale a la perfección absoluta y que esta es imposible de alcanzar en un plano real, y menos para alumnos en niveles iniciales. La perfección no existe, es un ideal, decía. Nos podemos acercar, el acercarnos debe ser nuestro objetivo y ese objetivo, por su lejanía, será lo que nos haga evolucionar. Pero yo me canso rápido. Soy asmática y debilucha y todas las metas me parecen tan lejanas.
Tienes poder.
Siempre me ha dado la sensación de que la apariencia de perfección es un simple disfraz. Las madres perfectas que van equipadas hasta los dientes, los hombres refinados hasta la sospecha, los niños endomingados y repeinados, las niñas vestidas de blanco inmaculado, las mujeres con el pelo planchado libre de encrespamiento, las alumnas perfectas, los que nunca se equivocan, los que siempre dicen lo correcto... Me asustan tanto como me asustó el catálogo de miedos que escondió Kubrik tras las puertas del hotel de El resplandor. Y de repente, un espasmo; en su pierna derecha el cuádriceps se contrajo dos veces seguidas abultándose bajo la lona del pantalón. Tal vez ayer por la tarde, después de su jornada laboral, corriera más de la cuenta. Tenía pinta de correr mucho. Delgado y fibrado, demasiado para las canas que decoran su tupé y para esas patas de gallo que empiezan a enmarcarle la mirada cuando se ríe de lo que ve en su móvil. Una vez leí un artículo que decía que los hombres de más de cuarenta años no corren, huyen. El que está sentado a mi lado y mira mis piernas también tiene más de cuarenta años, pero no es perfecto. Tiene barriga, lleva el pelo rapado sin más y los pantalones llenos de manchas de yeso.  Me doy cuenta de que ya no me mira las piernas, ahora me está viendo observar al otro hombre. Frunce el ceño. Mira a Don Perfecto y luego a mí. Creo que se está preguntando por qué me interesa tanto el lechuguino de delante si no tiene ni media hostia, con esa pinta de gilipollas. Sí, creo que el hombre sentado a mi izquierda está pensando algo así.
Tienes poder.
¿Poder para qué? El cuádriceps sigue moviéndose de manera descontrolada. Es una especie de tic nervioso que Don Perfecto parece ignorar. Ahí está, la prueba de la falsedad. Es imposible que no se haya percatado de los espasmos, ¿Por qué no da muestras de notarlos? Con frotarse el muslo con la palma de la mano sería suficiente. Supongo que no lo hace para no alterar esa imagen de equilibrio. Tampoco ha dado ninguna muestra de haber captado mis miradas y es imposible que no las haya notado. El de mi lado se ha dado cuenta de que le miro, hasta la señora de sesenta años se ha dado cuenta y no me quita ojo desde hace un par de paradas. Creo que piensa que soy una desvergonzada. Pero él no quiere alterar la imagen que ha decidido ofrecernos de sí mismo, como si fuera un cuadro o un selfie viviente. Eso, un selfie estudiado de Instagram. Qué pesadez tener que controlar también eso. ¿Qué podría pasar si me mirara? Supongo que básicamente eso le obligaría a fijarse en los demás y podría cometer un error: distraerse momentáneamente de sí mismo.
Tienes poder.
Leo ese mantra por última vez. El lechuguino se levanta y se prepara para apearse elegantemente en la próxima estación. Se abren las puertas y al bajar se le enreda la correa de la bolsa entre las piernas. Trastabilla, está a punto de caerse de bruces. Ahora sí, se gira y me mira, me ve mirarle. Se recompone el tupé con la mano y desaparece con rapidez, ágil e imperfecto.














lunes, 23 de abril de 2018

La mujer incompleta. Una foto.

Me he topado con una foto tuya de aquel año. Creo que fue justo ese año. Estabas tan guapo. Me han asaltado un montón de recuerdos en tropel. ¿En tropel? Qué horror. Pero es que hacía más de una década que no veía una imagen tuya. ¿Puede ser? Más de diez años sin verte. Ni a ti ni a tu imagen. Es raro hoy día, con tanta red social, con tanto selfie. Más de diez años. Más, quizá quince o dieciséis. Aún me hacía trenzas en verano, como una figurante de películas del oeste. Aquella sonrisa pícara, tu pelo, tus camisetas. Tu boca mentirosa. Sabías ya entonces que llegarías lejos, que te irías lejos. Nada iba a atarte a una ciudad encajonada entre una montaña y el agua. No tenías espacio suficiente ni para coger carrerilla. Solo para ahogarte. Lo sabías. Pero yo no tenía ni idea. Es más, mi mundo siempre ha sido pequeño, siempre me ha gustado así, con sus límites bien remarcados con una línea de puntos intermitentes con aspecto de costurón. Hubiera necesitado de alguien que me llevara lejos. Que me enseñara que el pelo se puede congelar y convertirse en una mata de carámbanos si se te ocurre salir recién duchado a la calle una mañana de enero, como buen mediterráneo despreocupado, en la otra parte del mundo.
Eras tan listo. Y engreído. Me divertía ese punto presumido. Es raro que me divirtiera, no suelo tolerarlo en nadie. Le hablaba de ti a mis amigas y una retorcía los labios. Te conocía. Yo no lo entendía. Lo único que quería era que vinieras y te marcharas y me escribieras. Tonta. Las letras han sido mis miguitas de pan en el camino. Las he seguido siempre sin cuestionar el destino aunque me llevaran a un barranco. Sigo haciéndolo. Seguiré haciéndolo. Cada uno tiene lo suyo. Yo tengo miedo y letras. Y un mundo que ya quisiera el Principito, de pequeño que es puedo ver más de cuarenta atardeceres al día.
Yo era sencilla. Y sus sinónimos. Dispuesta a acompañarte a cualquier rincón con tal de que me hablaras de mi espalda al oído. Creo que no quería nada más. Eso y oírte reír. Te reías mucho, ¿verdad? ¿O era yo la que me reía? No me acuerdo ya.
Si hubiera sido más ambiciosa. Si hubiera sido así tal vez ni te hubiera mirado. O no habría apartado mis ojos de ti. No lo sé.
He visto otra foto, parece actual, pero no sé muy bien calcular edades, yo misma no sé cuántos años tengo. Estoy muy confundida con este asunto de las cifras. Ni idea de si soy joven, menos joven, nada joven. No lo sé ni me importa. Miento. Me importa mucho. Tanto como para no hablar del tema. Sé que no sabré ser una vieja.
En la foto estás rodeado de otras personas. Todas sonríen. Todas menos tú.
Espero que eso solo te pase en las fotos.







jueves, 12 de abril de 2018

La mujer incompleta. El corazón en la boca

Tengo los labios resecos. Me los relamo como un gato después de comer, pero lo único que logro es que se me abran más las grietas en cuanto se seca la humedad.
Tengo boca de montañera desesperada refugiada en el campamento base, de excursionista perdida en el desierto, de náufrago sediento en medio del mar.
Tengo los labios secos. Y la piel de las piernas, y el pelo. También el corazón. Reseco. Doblemente seco. Por cansado, por acostumbrado. Cansado de la cantinela acompasada de su ritmo. Escucharse a sí mismo siempre, desde el inicio. Ser diapasón con alma de batería.
Me cansa también subir escaleras, me quedo sin aliento y recuerdo que me hago vieja. Y ponerme nerviosa cuando no sé cómo decir las cosas. Entonces siempre encuentro con la punta de mis dientes ese pellejo desprendido de mi labio inferior del que tirar, como si fuera el hilo que me ha de llevar al centro de mi laberinto. Pero en el centro solo está el corazón agotado, rodeado por una de esas fuentecillas neoclásicas que pretenden embellecer el epicentro mismo de la pérdida. Ya has llegado, te dicen. Ya no puedes estar más perdido. Ahora solo toca salir. Sal. Vete. Tu búsqueda ha acabado. Hazte una foto con mi corazón doliente y vete. Nenúfares rodeando una bola incandescente. Núcleo ardiente sepultado bajo mil capas de tierra. Piel marrón que se cuartea de dentro hacia fuera. Labios de arcilla a los que dieron forma de cualquier manera. Creo que si me los besaran rasparían como una de las lijas que uso para afilarme las uñas.
Antes me besaban y era yo la que me convertía en fuente. Mi cuerpo semidesnudo era la señal del refugio encontrado. Mi cuerpo como cueva en la que pasar la tormenta, en la que refugiarse del mucho sol, en la que poner por fin ambos pies sobre la arena. Eran otros los labios que lamían.
Me pinto los míos de rojo antes de salir de casa. Siempre voy por la vida con el corazón en la boca porque me muero de ganas de que me lo devoren a dentelladas.

Me acabo de acordar de los dientes desordenados de un chico que me gustaba. Cuánto me gustaba esa imperfección, esa apariencia de lobo hambriento tan sugerente que le aportaban sus colmillos ligeramente montados.
También he recordado la tristeza absurda que me invadió cuando se puso aparatos, unos hierros que forzarían su naturaleza hasta volverla uniforme, lisa, igual a otras.
Su rebeldía se quedó en simetría.
La simetría está sobrevalorada. En los pliegues del desorden, de la equivocación, se encuentra a veces una belleza inesperada, conmovedora, espontánea. Esa clase de belleza contra la que no hay antídoto porque su origen es casual e impredecible.


martes, 16 de enero de 2018

Vídeo poema

Hace un tiempo salté al vacío con una inconsciencia propia de la infancia más feliz y salvaje. Avancé hacia la nada con una sonrisa loca en la cara. No sabía qué habría al otro lado de ese precipicio que esperaba dejar atrás gracias al salto, tan enorme iba a ser. Y tampoco sabía qué habría debajo, en lo oscuro, esperando para devorarme cuando llegara a tocar el fondo. Quizá estaba el cocodrilo que persigue a Garfio, gigante, callado y paciente, aguardando al resto de mi cuerpo, porque, como al pirata, en alguna ocasión me había dado una o dos dentelladas y me había arrancado trocitos de mí: un poco de espalda, un poco de muslo. Y le había agradado también mi sabor, acostumbrado como estaba al gusto delicioso de la carne humana equivocada.
El salto fue rápido, pero, como en un capítulo de Oliver y Benji, mis pies no acaban de llegar al otro lado. Planeo sobre la nada capítulo tras capítulo, aplazando la caída.
Ayer, un par de chavales me alargaron la mano y evitaron que me cayera cuando, por fin, iba a tocar la otra orilla del precipicio. Me cogieron fuerte.
Eran un chico y una chica. Dos alumnos. Dos jóvenes a punto de cumplir dieciocho años, lo que ellos creen que significa hacerse mayor. Tenían deberes de literatura. Un vídeo poema o un poema visual, que cada cual encuentre el medio de expresarse mejor, dije. Me da igual la imagen fija que en movimiento, así que les dejé esa opción abierta. Ellos me enviaron el link a un vídeo que habían colgado en Youtube. Han escrito un texto hermoso e intenso, como es intensa y hermosa esa edad que tienen. Lo recitada él mientas la cámara mira de cerca a la chica, ofrece una imagen fragmentaria de su cuerpo, luego enfoca a los dos, y se besan y acarician con la fuerza aún de las primeras veces, del misterio descubierto recientemente, del encuentro de uno mismo en la piel de otro, de ese amor como de novela o de película, tan falsamente de verdad.
Me ha emocionado el vídeo. Me ha emocionado reconocer alguna imagen de las que hemos analizado en clase al hablar de Salvat-Papasseit, metáforas ligeramente modificadas para evitar la culpa de la copia, pero lo suficientemente parecidas para regalarme la conciencia de que de algo sirve lo que digo frente a un muro de un gris brillante. Creo que me han hecho feliz, menudo regalo, al menos durante un segundo, lo que viene durando la felicidad a estas alturas. Quizá no estaba, ni estoy, loca; es lo que he pensado al ver su poema. Quizá merece de verdad la pena. Me emociono mientras pienso que son demasiado jóvenes, tan seguros de sí mismos cuando los demás les miran, tan conscientes de tener algo valioso: un enorme agujero por llenar de vida.
Son tan bellos y nunca van peinados porque nunca bajan de una enorme montaña rusa emocional. Todo tiene que ser todo. Todo tiene que ser ahora. Todo tiene que ser tú. Si no, nada.
Les deseo que no crezcan, que se queden para siempre enredados como en el vídeo, como niños perdidos a los que nadie les hable de madres porque, al fin y al cabo no son tan importantes.