viernes, 24 de octubre de 2014

Bragas, mentiras y calles antiguas

Esa tarde pasé por unas calles que no pisaba desde hacía mucho. Desde que era niña, cuando estaba a punto de dejar de serlo y creía que lo entendía todo y que un acto de rebeldía inconfesable era ir caminando al colegio en vez de coger el autobús como me ordenaba mi madre. Al ver que aquella plaza de adoquines ni redonda ni cuadrada, sin árboles ni zona infantil ni vistas a ninguna parte seguía igual que entonces, como si los chavales que fumaban y escupían cáscaras de pipas apoyados en las barandas nunca se hubieran ido y siguieran siendo los mismos niños perdidos, me vino a la memoria una amiga de aquellos años, una niña de pelo pobre y siempre despeinado, de ojos raros de mujer pequeña y triste. Éramos muy amigas y cada mediodía picaba al timbre de su casa, junto a la plaza, para hacer el camino juntas. Ella me contaba todo. Todo lo que la ayudaba a no pensar en el desastre de hogar en el que había caído. Me contaba cosas como que su padrino era un cantante italiano famoso que la había invitado a pasar el próximo verano en Italia, que su padre se drogaba y se ponía muy nervioso y daba miedo, o que su madre, que era una señora ojerosa tan despeinada como la hija pero con los ojos mucho más tristes, nunca estaba en casa porque era la asistente de una actriz de Hollywood. Mi amiga mentía mucho, pero a veces se olvidaba de hacerlo y en el cuento maravilloso de su vida se le colaba alguna verdad heladora. Nunca le confesé que no me creía sus mentiras, me parecía una crueldad hacerlo porque, aunque por entonces no sabía casi nada de casi nada, entendía que mi amiga era un poco menos infeliz inventando esas historias y a mí no me daba la gana de estropearle la huida. 
Deseábamos correr por las aceras, sin embargo no lo hacíamos porque ya éramos mayores, como nos recordaban las curvas que la tela basta del pichi empezaba a apretar. Comíamos chucherías y nos contábamos todo. Un día nos encerramos juntas en el baño y se bajó las bragas. Estaban manchadas de sangre. Se sentía contenta porque ya era una mujer y podría hacer cosas con chicos. Yo nunca había visto unas bragas llenas de rojo y me impresionó su oscuridad. La miré a sus ojos raros y me pareció ver brillo en ellos por primera vez. Me dio mucha pena porque, a pesar de que yo no sabía nada de nada y menos de chicos, intuí que esa sangre y ese deseo precoces no la ayudarían a salir del laberinto en el que la habían abandonado sus padres. Supe además que llegaría un momento en que yo también la abandonaría, que su camino no sería el que yo tomaría, pero de eso nada le dije. Descubrí, sin que nadie me lo explicara, que la verdad puede dejarnos muy solos y que muchas veces es mejor callarla.
Vi que aún quedaban mujeres de luto con camafeos sobre sus pechos en los que se descolorían fotos viejas de muertos jóvenes, muchas chicas con el pelo teñido de negro ala de cuervo, señoras que al bajarse del autobús se despiden de la conductora con un 'hasta mañana, guapa' y abuelas que comparten sus soledades en un banco deseando que se les pase la tarde. No me esperaba pasar por allí, fue el autobús que cogí al salir de mi reunión con una editora en las nuevas oficinas a las que se habían trasladado el que me llevó a esa zona que frecuentaba de pequeña. Al ver la portería en la que vivía aquella amiga pulsé el botón de próxima parada. No había llegado a mi destino pero como no tenía que ir a recoger a Elsa, Héctor estaría entreteniéndola antes del baño, podía tomarme un rato. Me apeé justo donde hacía muchos años se subían al autobús los niños pijos que iban al Virolai, con su pelo rubio y sus palos de hockey. Entonces no sabía qué deporte era ese, y mi ignorancia me aclaraba que ellos podían acceder a algo que a nosotras, las niñas de pichi gris de un modesto colegio de monjas que no tenía gimnasio ni nada que se le pareciera, nos quedaba muy lejos. Era como compartir autobús con una especie superior de humanoides. Por suerte se bajaban enseguida.
Me apoyé en la baranda de la plaza en la que tantas veces había esperado a que mi amiga bajara de su casa. Respiré hondo y cerré los ojos con fuerza para aliviar el picor que me producían tantas horas leyendo en la pantalla del ordenador. Cuando las luces de las farolas se encendieron de golpe anunciando la noche todavía quedaban críos dando pelotazos en la plaza y había madres avisando a gritos de peligros invisibles. Me fijé en una mujer gordísima con los brazos más grandes que mis muslos apoyada en el quicio de su negocio vacío, un bar llamado Mirador que no ofrecía más paisaje que el escaparate abigarrado de la droguería de la acera de enfrente, a unos siete u ocho metros de distancia. Todo seguía igual. Edificios baratos con pequeños ventanucos, calles estrechas con aceras insuficientes, gatos callejeros debajo de los coches, ropa fea en las tiendas de moda, abuelos jugando al dominó en bares con nombre de provincia andaluza. Incluso yo había vuelto y no importaba mucho que hubiera sido el azar el que me había llevado hasta allí. En realidad nunca me había marchado de ese barrio, cada día me asaltaba en algún momento la inseguridad que siempre me había producido saber que pertenecía a ese pequeño mundo feo y mediocre.