domingo, 22 de diciembre de 2019

La mujer incompleta. Mi cuerpo es un campo de batalla

Mi cuerpo es un campo de batalla. Mi cuerpo es un páramo que recorrer sin cantimplora ni ropa adecuada. Mi cuerpo es un lago que atravesar a nado con un cuchillo entre los labios por si acaso aparece un cocodrilo con hambre atrasada. Hambre de reptil que solo come de vez en cuando.
Comer carne podrida, carne ablandada por el agua y la muerte. Carne que apesta pero que nutre igual. Mi corazón aún late. Mi corazón no me deja desaparecer. El tic tac de mi cuerpo mantendrá alejado al cocodrilo. Aún hay demasiada vida en mí. Demasiada espera antes del mordisco. Me dejará morirme un poco más. Me dejará perder aún más. Quedarme en cueros y agotada, tumbada sobre el agua antes de hundirme. Aprendiéndome el cielo antes de contemplar las profundidades de ese río oscuro en el que vive el cocodrilo hambriento.
Me canso. Tengo ganas de dejarme ir. Aunque no sé cómo se hace eso. No sé cómo se desaparece a pesar de estar borrándome. Me difumino. He perdido ya los límites de mi cuerpo. Mi cuerpo como una sábana extendida sobre la que poder tumbarse y descansar. Mi cuerpo como manta envolvente que calienta pieles heladas de reptil o de náufrago perdido.
Huiría a través de ese lago. Atravesaría mi cuerpo desierto para aparecer en otro lugar. Pero no sé cómo se hace eso.
Qué pena. Qué pena mi verdad, qué pena mi mentira, qué pena el nosotros perdido en la batalla, qué pena el tú escondido en la trinchera de mis muslos, qué pena mi cuerpo vacío de fututro, mi vientre hueco, mi sexo húmedo de deseo.
Qué pena el cocodrilo que puede morirse de hambre si mi corazón no se para.

sábado, 7 de diciembre de 2019

La mujer incompleta. Diario de una noche sin mí

Allá vas, la noche empieza ahora, justo cuando sales a la calle. Se abre para ti. Cena y fiesta. Comer, beber y dejarse llevar por la música, la euforia, el instinto. 
Yo estoy en la cama al lado de una niña que respira de manera rasposa porque no acaba de deshacerse de los mocos. Sonidos nocturnos: el ordenador, la respiración, la música a través de los cascos, solo uno, para escuchar a la primera si mi niña hace algún ruido raro. Cuido cuando necesito que me cuiden.
Tú sonríes, saludas, abrazas, besas. Luego llegan las conversaciones, las risas, las miradas cómplices, las palmadas en la espalda de tus amigos. Quizá te pregunten en broma donde te has dejado a la señora, o quizá esa etapa ya pasó y prefieren no mencionarme porque saben que no debo planear como un fantasma sobre tu cabeza esta noche. Supongo que alguno de ellos está esperando que me evapore del todo y te deje libre. 
Esta noche eres libre y soplan los vientos que se te colarán por entre las mangas de la chaqueta. Y les dejarás entrar y permitirás que te arremolinen por dentro  y te ericen el vello de la nuca. Tu nuca. 
Me muerdo una uña, hago desaparecer entre mis dientes todo ese filo blanco que tanto envidio en otras manos. Me hago un poco de daño porque con el último tirón me llevo un trocito de piel. Me sangra un lateral, me chupo la sangre y recuerdo cuando de niña me encantaba lamer y chuparme las heridas porque me gustaba el sabor a hierro. Ahora es la niña la que disfruta con el sabor de la sangre. Me asusta que me lo diga, no quiero que se parezca a mí. Hoy lo quiero más que nunca. ¿Qué hago pensando en tu noche sin mí? Qué tontería. Ya sabía que tus noches serán sin mí. Siempre lo supe. 
Te ríes, enseñas tus colmillos de lobo bueno y das otro trago a la cerveza. Pides otra más y otra. Ya has bloqueado las señales, ya no te llegan mis ondas cerebrales. Tus colmillos necesitan acción. Tus colmillos quieren descubrir cómo será clavarse en otra carne, una carne fresca con olor a flores y a mar, que no tenga un gusto amargo, como de tabaco o café. Tus colmillos se lo merecen. Se merecen morder a placer. 
12.25: “Me voy a dormir. Disfruta de la noche. Un beso”. Gris. 
Gris.
Gris.
Me vuelvo gris por dentro, del gris claro del cemento. Luego me duermo. Pero tú sigues despierto. Viviendo mientras yo muero un poco más. 
Vuelas. Yo me repliego en mi jaula.
Acabas de cenar. Empieza el momento de agarrar vasos y botellas y charlar y seguir con las risas. Cuerpos de pie que se buscan. En la noche las órbitas de los cuerpos se entrecruzan. Siguen las líneas invisibles de la música. Te ven bien, te lo dicen. Estás guapo y te brillan los ojos. No dices que la tirita que te cubrió aquel arañazo se te está despegando. No se ve, la llevas bajo el jersey, justo sobre el pezón izquierdo. No aguantará una ducha más. Le habías cogido cariño y te dejará un rectángulo blanquecino de recuerdo que durará unos días. 
01.32 h. “Buenas noches. Descansa, guapa. Un beso”.
Azul.
Azul.
Intento dormir de nuevo. Pero no puedo. Sigues riendo. Quizá ya han empezado los cuerpos a bailar. Me duele la cabeza. ¿Qué locura es esta? Duerme. Mañana será otro día. Estoy sola. Todos estamos solos. Ya lo sabía. Echo de menos un puñetero dibujo en forma de corazón. Tú coges una cintura, es estrecha y notas la carne firme. Te preguntas cómo será de cerca. Te preguntas si te alcanzará la seguridad a otros cuerpos. Sientes que sí y tienes necesidad de comprobar hasta dónde llega tu cura. El instinto y el placer te vuelven las yemas de los dedos bujías que provocan chispas.
Quizá esperas un silencio para llenarlo con besos. Verás que no hacía falta planear las palabras cuando son los cuerpos los que quieren hablar.
Estarás despierto, revuelto entre sábanas, descubriendo nuevos sabores. Yo duermo, tengo dos pesadillas. Dos. Una sobre cómo la sinceridad te deja en un desnudo ridículo, otra sobre el dichoso satisfyer. En la primera, una chica muestra impúdica su interior temblando de miedo y emoción ante un auditorio. Es una performance de esas en las que interviene el cuerpo. La chica se mueve sobre el escenario mientras un hombre con barba larga cana toca un piano. Ella se retuerce y estira, se encoge y abre, ríe y llora a la vez. Sin embargo, cuando mira al público al acabar, expectante de su reacción, ansiosa de recibir comprensión, se da cuenta de que se ha ido todo el mundo. Siento lo que ella siente. En la segunda pesadilla, me encuentro en la calle un vibrador de nueva generación perdido y brillante. Fucsia y blanco, precioso. Corro a casa a probarlo, me bajo las bragas y colocó el círculo sobre el clítoris, pero no me produce el placer esperado. No es para tanto y me despierto pensando en ti.
06.50 h. Una storie en Instagram. Al final la noche ha sido larga. La has vivido hasta el final. Tú sueñas, yo me despierto.
Tengo que despertar ya de este sueño.

sábado, 16 de noviembre de 2019

La mujer incompleta. Guijarros

Hoy me da igual todo.
Hace sol y frío.
He sonreído al hombre joven que conducía el autobús y se me ha abierto una grieta en los labios.
Me resulta rara la ausencia de humedad en esta ciudad de mar. Me extraña mi pelo eléctrico y lacio. Me extraña que se me quede el flequillo quieto sin que me aparezcan esas ondas que me hacen parecer descuidada y loca. Una loca descuidada. Una loca que se empeña en taparse la frente a pesar de tener tres remolinos en el nacimiento del pelo. Mi pelo rebelde. Más rebelde que yo.
La niña obediente, la mujer cobarde, la mujer que se queda quieta y espera a que sean las cosas las que pasen. La mujer que no sucede. Sujeto paciente atrapado en una oración pasiva.
Pero hoy me da igual todo.
Hoy no me importa que nadie me mire a la cara. Es una lástima porque hoy tiengo el flequillo perfecto. Recto, liso, lacio.
Sin volumen, ni rebeldía. Hoy me da igual incluso que los remolino de mi pelo estén inactivos y sin fuerza para despeinarme.
Lo más rebelde que tengo. Lo único que tengo que a veces flota, cuando hace viento o cuando me sumerjo en el mar. En el mar flota mi pelo, como mi cuerpo pequeño. Flota, ingrávido. Y entonces es el mar el que pasa, el mar el que me lleva y me deja en la orilla. A veces me quedo muy quieta esperando a que el mar me absorba o me arrastre hacia su interior, pero nunca lo hace. Este Mediterráneo es demasiado manso. Y me devuelve a la orilla como uno de esos guijarros desgastados.
A veces los recojo y me percato de que son trozos pulidos de losetas viejas. Azulejos que en algún momento estuvieron en las paredes de una cocina o un baño. Azulejos que se mancharon con la grasa de mil cenas o se humedecieron con el vaho de duchas calientes, duchas solitarias o compartidas. Azulejos sobre los que se imprimieron las huellas de manos que se apoyaron para evitar la caída del cuerpo que se secaba o para soportar el empuje del placer contra su superficie fría.
Guijarros entre mis dedos.
Pasado desgastado.
Futuro que depende de las olas.

lunes, 28 de octubre de 2019

La mujer incompleta. Niebla

Niebla: 
1. f. Nube muy bajaque dificulta la visión según la concentración de las gotas que  la forman
U. t. en sent. fig. ¿Qué fatídica niebla vela su memoria?

Ya no soy un organismo único y unitario. El tiempo ha empezado a hacer su trabajo conmigo.
El tiempo es inclemente. Es la única verdad que tenemos. El único camino que no podemos dejar de recorrer.
A veces pienso que el tiempo nos recorre a nostros en realidad. O nos atraviesa.
El tiempo como una flecha, como una lanza, o como una bala de cañón. El tiempo que a cada paso que avanza se hace más mortífero, más preciso, más despiadado.
El tiempo como agujero que se nos abre desde el centro del pecho y nos crea márgenes desde las que asomarnos a una vacío inmenso.
El tiempo y tú.
Tú como antídoto al veneno que me apaga los ojos.
Tú como placebo que calma mi angustia.
Tú como resta.
El calendario como multiplicación.
Mis días cuelgan como hilos de pescar de los que penden esperanzas secándose al sol. Mis esperanzas resecas, mis labios que piden sal.
La sal que se cristalizaba en verano en esa zona secreta de tu cuello que queda detrás del lóbulo de tu oreja. Mi lengua que querría cortarse con esos cristales.
Tu cuerpo como un conjunto de mil gotas.
Tu cuerpo como una niebla que no puedo apresar aunque lo desee, aunque lo quiera.
Tu cuerpo que también me atraviesa como el tiempo. Y me entra por los poros como una especie de veneno gaseoso que me llega al torrente sangíneo y directamente alcanza mi corazón. Un corazón envenenado por tu cuerpo en estado gaseoso.
Y es entonces cuando los dos sois lo mismo. Tú y el tiempo. Tú y mis bordes. Tú y mi nada. Y me quedo sin límites y me convierto en una especie de universo o galaxia que te arrastra y te lleva a otro lugar que tampoco vas a poder habitar porque no existe.
Mi vida de este lado se ha quedado en un herida de bordes sanguinolentos. Mi vida de este lado es carne reventada y me escuecen las lindes que están en contacto con la niebla.
Parece imposible que mi vida de este lado pueda aprehender lo inconsistente. Lo que no existe como miembro amputado. Tú como brazo que falta, como pie, como pierna, como dedo en mi boca. Tú como parte de mí que nunca fue y aún así duele. ¿Cómo puede ser que me duelas cuando faltas si nunca te he tenido?

Veo el futuro. Tengo la capacidad de adivinar dónde estaremos dentro de un tiempo. Pero soy muy mala pitonisa. Veo el futuro, pero no sé exactamente cuándo va a suceder lo que sé que va a suceder.
Puedo ver imágenes. Puedo ver cómo intentarás disimular lo que realmente sientes o quieres.
¿Qué sientes o quieres?
No sueles decírmelo. No te sientes libre.
Me da pena saber que tenemos un final marcado. Todas la relaciones tienen un final. Lo sé. Algunas simplemente alargan la agonía hasta el extremo. Relación cerrada por defunción.
Sin embargo, a nosotros eso no va a pasarnos.
Quizá sea una buena noticia y así nos evitemos ser testigos de las excrecencias que deformarán la trémula superficie de nuestros cuerpos.




lunes, 7 de octubre de 2019

La mujer incompleta. Lagunas y pozos

Mi abuela se ha roto el fémur. Tú me romperás el corazón.
Mi abuela ha roto una foto antigua de mi abuelo. Me enteré ayer. Nadie me lo dijo. Ninguna de las mujeres de la familia me lo ha contado hasta hoy.
El vínculo también roto.
Era una foto en blanco y negro. Una ampliación sacada de una fotografia pequeña y arrugada que estaba guardada entre las páginas de algún libro coleccionable de los que siempre han estado en el mueble de pino de mi abuela. Llevo casi cuarenta años compartiendo existencia con ese mismo mueble. Todo ha cambiado alrededor de mi abuela y de mí misma menos ese mueble. El mueble y una figura de porcelana de un perro de orejas gachas con ojos negros pintados como pequeños pozos. Sus ojos son los únicos que están intactos. Los de mi abuela están nublados y los míos parecen siempre cansados.
Fractura de la cabeza de fémur el día de su noventa cumpleaños. Quizá intuía que esa iba a ser la única manera de ver a todos sus hijos y nietos a la vez. Quizá no le falte razón. En el hospital aún parece más pequeña. Una mujer de menos de metro cincuenta perdida en una camilla. Nos dice que está contenta de tenernos a todos a su lado. Me siento miserable porque hacía mucho que no la veía. Le preguntó si ha podido dormir algo, pero no me oye.
Está lejos.
Estás lejos.
Estoy sola.
Me da pena que haya roto la foto de mi abuelo. La tenía en su habitación, sobre una cómoda, en un marco dorado. Mi abuelo joven y miope, con su bigote y sus ojos tristes y esa onda en el pelo que le daba un aire a Omar Sharif. Ojos negros, almendrados, labios gruesos, piel aceitunada. Belleza que fue una herencia maldita de otra raza. La ha hecho trizas porque no le contestaba. Mi abuela intentaba hablar con mi abuelo, pero como no le ha hecho caso se ha cansado y se ha deshecho de la imagen. Mi abuelo murió hace diez años y a mi abuela se le ha empezado a olvidar ahora que nunca habló mucho.
Tiene lagunas, me dice mi madre, y yo me la imagino como una Ofelia vieja con su corona de flores marchitas y sus pedazo de papel mojado flotando sobre agua negra.
Pero ya no flota.
Sólo le queda hundirse en ese pozo de noche en el que se baña la luna.
Qué lástima no haberle hecho una foto a la foto. Irrealidad al cuadrado.
Tú sí flotas.
Flotas sobre esta especie de nada acolchada en la que nos miramos.
Somos casi mentira. Tú y yo. Secreto.
Y me muerdo los labios porque no quiero gritar que la verdad se me ha empapado de asombro y se está hundiendo del peso. Pero tu flotas y me agarras de las manos y me mantienes así, ingrávida en una atmósfera de susurros y suspiros.
Vuelo. Miro abajo y veo la verdad al fondo y el agua pasándole por encima, intentando pulirle las esquinas.
Te quieros pequeños, minúsculos, colándose por las orejas y cayendo a plomo en el pecho. Mi padre usaba plomos para hundir los cebos en el mar. Y yo lloraba cuando sacaba peces y los dejaba morir boqueando en un cubo.
No quiero que me saques del agua. Deja que me tumbe de espaldas y vaya a la deriva por esta laguna sin memoria.
Mi abuela también le habla a una foto de ella de joven. Tampoco lo sabía.
Me dice desde la camilla que esa chica se ha quedado sola en casa. Ves y hazle una visita, se ha quedado tan sola. No habla mucho, pero sonríe con esa boquita bonita que tiene. Qué pena lo joven que era. Ves y háblale. Da igual si no contesta. Mírale el pelo, tan negro y bonito. Qué bonito tenía el pelo. Cuando me metía en el mar parecía la melena de una sirena. Ahora está reseco. La chica está sola. Qué pena. Ves y háblale, da igual si no contesta.
Ven y háblame.
Qué importa que mi boca sólo tenga besos como respuesta.


domingo, 1 de septiembre de 2019

La mujer incompleta. Aire

Hace ya mucho tiempo un médico me dijo refiriéndose a mi manera de respirar que sin aire no puede arder ningún fuego. Tienes que respirar bien, más, mira, así, y me hizo una demostración de cómo se respira bien, inflando mucho el torso, ante mis ojos atónitos. Mal del todo no lo haré porque sigo viva, pensé mientras el doctor presumía de capacidad pulmonar. Después de varios decenios sin lograr depurar la técnica sigo viviendo apenas sin aire.
Sin aire no hay incendio. Me encantó la idea. La hice mía. Eso sí, desde aquel día, cada vez que respiro hondo, alguna vez lo hago, temo que mi cuerpo desprevenido arda por combustión espontánea.
El médico me trataba por un dolor de espalda terrible a los dieciocho años. Cuando me vio, en bikini como mandaban las normas, entre tanto jubilado renqueante y medio desnudo, se me acercó y me preguntó qué narices hacia allí. Cuando comprobó mi historial médico me auguró un futuro de dolores irremediables. Acertó, pero aunque no respire mucho sigo siendo humana y como todos los demás seres de mi especie, un mamífero con una asombrosa capacidad adaptativa y también me he acostumbrado a ellos. Es tan fácil acostumbrarse a las cosas. También a las malas. Y como seas una persona de costumbres, incluso las necesitarás para sentir que todo está orden. Eso siento cuando miro alrededor, que puedo respirar tranquila porque toda la mierda sigue en el mismo sitio. Después suspiro. Siempre se me ha dado mejor exhalar que inhalar.
Dolores de espalda. Siempre me duele. Creo que no he juntado más de dos o tres días sin notármela. La recuperación que hice con el médico del aire no me arregló nada. Me sirvió para darme cuenta de dos cosas: que la tensión me hace esconder la cabeza entre los hombros como si fuera una tortuga, provocándome contracturas en las cervicales, y que era cierto eso de que respiro de manera muy superficial. Lo justo para no ponerme azul y desmayarme y montar un número. Siempre he sido discreta.
Una vez, un naturópata que había escrito un libro que se estaba vendiendo como rosquillas y se encontraba de promoción en Barcelona me dijo, tras enterarse de que era asmática, que mi problema se debía a tener una madre controladora y asfixiante. No me conocía de nada el señor, tampoco a mi madre, aunque me hizo preguntarme si no se habrían criado juntos. Sonreí e intenté tomar aire, pero no me pasaba del principio del esternón.
Mi madre me miraba con la cara desencajada cada vez que me daba un ataque de asma cuando era niña. Normalmente tenía preparado el ventolín, el vicks vaporub, un cazo de agua hirviendo en el que flotaban a la deriva varias hojas con forma de sable del enorme eucaliptus de la plazoleta del Paque Güell a la que íbamos a patinar entonces, cuando no había turistas, ni cobraban entrada y en la plaza de los asientos de mosaico alquilaban bicicletas medio oxidadas por pocas pesetas. También me daba una toalla grande para cubrirme la cabeza sobre el cazo humeante. Odiaba hacer vapores. Me escocían los ojos y me parecía la cosa más aburrida del mundo. Si sumo los minutos de los diferentes episodios de asma de mi infancia puede que me haya pasado días enteros de mi vida bajo una toalla.
Abría mucho la boca y aspiraba el aire que me quemaba la garganta. Por la nariz no respiro bien. Debía de parecer un pez fuera del agua, boqueando, con el flequillo chorreando gotas de sudor en ese agua hirviendo.
Una vez tuve un pez rojo en una pecera. Debería haber vivido en un acuario de agua templada, porque el animal era tropical, pero con el sueldo de dependienta a pocas horas semanales no me daba para mucho caprichos y dejé al pobre bicho en manos del azar. El de la tienda me dijo: en verano te aguantará en una pecera, pero si en invierno no lo pasas a un acuario se te morirá. Siempre me alucina el uso de los pronombres cuando nos referimos a cosas que pueden afectarnos. Se me morirá a mí, como si yo fuera su dios creador y algo no saliera bien con mi criatura. A mí no se me iba a morir el pez, era el puñetero pez el que se iba a morir a sí mismo, si esto pudiera decirse así. El pobre y hermoso luchador de Siam, así se llama la raza del pez rojo, vivió un estupendo verano en la pecera en la que puse unas plantas acuáticas cuyas raíces le servían de parque temático. Eran jacintos de agua. Un luchador entre jacintos. Me parecía algo hermoso y lo miraba embobada nadar de forma sinuosa y ondulante entre las hebras vegetales que colgaban en el agua. Llegó el invierno pero seguía tiesa, así que el pez continuó en la pecera con agua de grifo. Quizá fuera de botella y ahora esté añadiendo detalles inculpatorios a mis remordimientos, pero la cosa es que mi luchador hizo honor a su nombre y siguió viviendo. Vivió ese invierno y el siguiente y el otro y así hasta cuatro. O cinco. No lo recuerdo con exactitud. Hasta la primavera en la que se volvió azul. No eligió el invierno para morir, sino el principio del verano. Cuando empezó la luz él se apagó. Su rojo intenso, como de carmín de Yves Saint Laurent, se tornó en un azul apagado, parecía un dibujo del Picasso más triste y frío. Dejó de pedirme comida cuando me aproximaba a la pecera y se pasaba las horas escondido entre los jacintos o posado en el fondo. Sus hermosas aletas perdieron volumen, se empezaron a quebrar como una tela mucho tiempo expuesta a la imtemperie. Se le conviertieron en jirones. Me daba mucha pena verlo así. Me madre me dijo un día que se me estaba muriendo el pez. Otra vez con los pronombres. No, el pez se estaba muriendo solo, a sí mismo. Se estaba perdiendo a sí mismo. Y yo solo era una espectadora apenada de su marcha paulatina. Un día lo encontré como hacía días que esperaba encontrármelo por la mañana, flotando panza arriba. Me puse a llorar como una idiota. El pez ya habiá muerto, ya no estaba, pero me había dejado flotando en el agua sucia una pena pequeña, viscosa, translúcida y algo pegajosa que se me enganchó al pecho. Cuando tomaba aire con un poco más de empeño de lo habitual me apretaba por dentro y me llenaba la nariz de ese olor a pecera muerta. Y lloraba. Y mi abuela me echaba una bronca tremenda y me decía que seguro que cuando ella se muriera no iba a llorar tanto como por esa mierda de sardina. Aún no se ha muerto, así que aún no puedo darle o quitarle la razón, pero ahora es ella la que está perdiendo su color y se está tornando azul. No me gusta el azul. A la gente le encanta el azul. Es mi color preferido, me dicen muchos. Parece el color preferido de mucha gente. Y es una mierda de color. Es el color de la pena. La gente no lo sabe y se recubre de pena. Camisas de pena, faldas apenadas, vestido tristes. Solo es bonito en el mar, con esa pelea que emprende con el verde. A ver quién gana, el azul o el verde y se mezclan en el turquesa que no es más que el resultado de esa batalla eterna. Y es hermoso ese color que surge de una guerra entre el color de la profundidad y el color de las orillas de arena. El turquesa sí me gusta. Lo llamo verde turquesa.
Este verano me he bañado mucho en el mar turquesa. Y me he sentido un poco azul. Y roja. Y he vuelto a sentir que me faltaba el aire, como cuando me tiro a una zona profunda del mar y me hundo más de lo esperado y siento que no subo lo suficientemente rápido y muevo los brazos con fuerza y estiro el cuello y pienso no ahora, no respires aún, aguanta, ya estás cerca de la superficie. Y saco la cabeza del agua, como cuando la saqué de entre las piernas de mi madre y boqueo como un pez. Ahí sí me entra mucho aire en los pulmones, que parecen llenarse del todo de aire. Sigo viva, pienso. Estoy llena de aire y no ardo porque estoy sumergida en el mar, pero me quema por dentro ese fuego. Me gusta esa sensación. Este verano me he lanzado al mar desde cada saliente, risco, orilla que he visto. Este verano me he llenado de aire y he ardido por dentro.







jueves, 15 de agosto de 2019

La mujer incompleta. Sin sentido

Absurdo. Palabra más usada de las últimas semanas. También en su variante femenina. Absurda.

Absurdo,da. Contrario y opuesto a la razón, que no tiene sentido.
Extravagante, irregular.
Chocante, contradictorio.
Dicho o hecho irracional, arbitrario o disparatado.

Absurda la razón.
Absurdo lo que pienso. Más lo que no pienso.
Absurda yo. Absurda la mujer detrás de las fotografías, detrás de las palabras, detrás de los años.
Absurdo el corazón que me late a destiempo.
Absurda la sonrisa que me nace de las inglés.
Absurdo el brillo de mi pelo después de más de cuarenta veranos de mar y sal.
Absurda la luz de la pantalla en la madrugada sofocante de agosto.
Absurdo el mes de agosto con ese aire de desierto, de limbo, de oasis, de mentira o ilusión óptica.
Absurda mi piel oscura de verano que se ha empeñado en aprender un nuevo idioma.
Absurdo el sol que ilumina hasta cegar los ojos de los que quieren mirar.
Absurda mi manía de morderme las uñas a estas alturas, como una cría nerviosa que quiere hacerse desaparecer y empieza por borrarse la punta de los dedos.
Absurdos mis dedos que todo lo quieren tocar. Absurdo el final de mi cuerpo que acaba en diez escuálidos egoístas.
Absurda mi necesidad de movimiento. Sé que si me quedo quieta necesitaré de un niño que me busque un nombre nuevo o desapareceré. Pero el mío me gusta, con su ausencia de aes. Un nombre de mujer sin la letra A. Me gusta esa originalidad pasada de moda.
Absurdo mi nombre antiguo, absurdo el deseo de mi madre.
Absurda la aversión de mi madre a la risa.
Absurdo que tengamos que tener un nombre y no seamos tan solo él o ella, yo o tú.
Absurdas las identidades.
Absurdo el paso del tiempo. Aunque el tiempo sea la medida de todas las cosas.
Absurdas las ganas que me han mantenido a flote en esta deriva de sal y mar.
Absurdo que al deseo no lo llamemos vida.
Absurdas las noches en vela mirando por la ventana las luces apagadas de una feria de atracciones baratas, con dibujos feos que casi se parecen a los originales que imitan.
Absurdo el silencio.
Absurdas las palabras sin voz.
Absurdos mis esfuerzos por tener sentido.
Absurda esta manera que tengo de querer de lejos.
Absurdo el olor a lavanda que sale de los cajones.
Absurda la pena de hoy.
Absurdo lo que escribo, quizá porque me duele la cabeza casi tanto como las certezas.
Absurda esta obligación impuesta de querer las cosas ciertas.









martes, 6 de agosto de 2019

Un hombre sin interés

I. El Gólem.

Rafael no existió hasta los 65 años. Fue el día en que quiso empezar con los trámites para cobrar su recién estrenada jubilación cuando todo el mundo se dio cuenta de que no existía. Él ya lo sabía. Llevaba toda su vida intentando no ser y lo había conseguido. Pero había llegado el momento de demostrar que realmente sí era alguien para poder cobrar los cuatro duros de la pensión que iba a permitir que siguiera procurando no ser nadie.

No había sido fácil llegar hasta esa edad pasando de puntillas por encima de cada valle o pico escarpado que había atravesado hasta llegar a poder sentarse plácidamente en un sofá orejero de pana verde botella que había rescatado del vertedero uno de esos días en los que algún vecino había decidido desprenderse de los muebles de una abuela recientemente fallecida. Siempre había creído que el gusto de las abuelas era despreciado con un automatismo irreflexivo por los que decían echarlas tanto de menos tras vaciar el piso y vender incluso las fotos antiguas en algún puesto de los Encantes. También las fotos de la boda de la abuela en las que, joven y con sombrero, sonríe a la incertidumbre de su futuro.
A él siempre le habían encantado las flores enormes de colores terrosos estampadas en las telas de los sofás o butacas. Y la pana y todos los tejidos que daban tantísimo calor en verano. Le recordaban a su propia abuela y él estaba vivo gracias a que ella decidió no tirarlo a un vertedero para que muriera en horas, desnudo y con el cordón umbilical aún colgando del torso abombado y amoratado de su cuerpo de recién nacido. O, quizá en su caso, sería mejor decir de recién expulsado de un cuerpo al mundo. No le importaba que su mujer no soportara esos estampados ni esos tejidos, el que traía el sueldo a casa era él y el dinero se gastaba en lo que él decía. Aunque tampoco había mucho que gastar. Su sueldo era más bien magro y con cuatro hijos no tenían para casi nada.

En el almacén de metales en el que trabajaba no le pagaban bien, pero al menos le pagaban. Y era el encargado. Y a él le gustaba mandar. Aunque fuera un poquito y a unos poquitos. A esos hombres rudos que no sabían apenas leer y que no se habían dado cuenta de que no existía. Menos mal. Si se hubieran dado cuenta de su inexistencia habrían empezado a no obedecerle y eso habría supuesto un caos. Esa nave fría de Pueblo Nuevo era como una madriguera llena de lobos y él era el más grande y el más inteligente, un animal casi mítico, porque su inexistencia lo acercaba a criaturas como el Yeti o el monstruo del Lago Ness. De ese tipo de autoridad gozaba. Aún se preguntaba cómo le permitieron firmar un contrato indefinido sin aportar ningún tipo de documentación. Cosas de aquella época en que la televisión era en blanco y negro y mandaban los vencedores con ese tipo de poder autoritario y paternalista que hace que el pueblo, tratado como un niño al que controlar, haga lo que hacen los niños cuando dejan de serlo ante los ojos incrédulos de unos padres que niegan la evidencia y que aprietan el lanzo tanto como pueden: mentir y trapichear a escondidas, disimulando y poniendo cara de buenos.

Pero él no creía en nadie. No debía obediencia a nadie salvo a sí mismo. Hacía años que había renunciado a crecer bajo el mandato de una autoridad o un modelo a seguir. Con apenas diecisiete años huyó sin mirar atrás y desde ese mismo instante tuvo a bien sobrevivir sin más, sin preguntarse ni una vez qué sería de aquellos que le dieron un nombre, una educación y poco más. Quizá en realidad le regalaron un tesoro: al ponerle un nombre le ofrecieron una existencia y él era libre de hacer con ella lo que le viniera en gana. Pero sabía que el nombre era cedido, ni siquiera era el nombre que le pertenecía por derecho, ese se lo negaron. Era un nombre vergonzante, y le pusieron otro que escondía la vergüenza a ojos de los desconocidos, de los más desconocidos, porque los que eran cercanos a él sabían que su nombre era en realidad de otro y no le pertenecía. Le quitaron todo lo que le pertenecía. Todo. Incluso la identidad. Que nadie sepa que eres hijo de quien eres, que nadie sepa que tienes madre. Mejor que piensen que has salido de la tierra del huerto en el que su abuela hacía plantar lechugas y tomates porque decía necesitar para ser feliz el olor a tomate recién arrancado de la mata. Sí, mejor ser el hombre que nació en un bancal, hombre de barro, como un Adán, o quizás sería mejor decir un Gólem, porque su dios creador se horrorizó ante la idea de haber dado vida a esa criatura. Un monstruo. Un ser inadecuado. 

El niño Gólem creció deformándose. El barro del que estaba hecho se resquebrajaba a medida que crecía. No soportaba la forma adulta. El barro es maleable, como la infancia, pero en cuanto la conciencia se endurece, se hace grande y no puede disimular aquello que sabe, el barro empieza a resquebrajarse y cede a las presiones que los recuerdos ejercen desde dentro. La amalgama de fango empieza a desmoronarse como una montaña que no ha soportado la lluvia torrencial.

Rafael era ese Gólem deforme al que no se le había borrado la primera letra de la frente de milagro. De muchos milagros. Y ese Gólem era mi abuelo.



martes, 16 de julio de 2019

La mujer incompleta. Un verano III. Contacto interrumpido

La batería empieza a fallar y parece que quiere burlarse de mí porque siempre decide agotarse justo cuando me estoy comunicando con alguien. Y no suelo comunicarme con nadie. Me cuesta mantener el contacto, soy una mujer de paso, o tal vez sean los demás los que están de paso para mí. Nunca estoy segura de estar dentro del vagón. A veces sospecho que estoy fuera, entre los árboles que se difuminan al paso rápido del tren.
Necesitaba una cerveza fría. He huido de las terrazas llenas de turistas quemados por el sol que comen paellas de pena acompañadas de jarras de sangría con pajita en medio de Las Ramblas. Hacía mucho tiempo que no entraba en esa cafetería emblemática de Barcelona. Cuando la conocí estaba llena de señores y señoras mayores del barrio que observaban sin prisas como se les enfríaba el café con leche en esas tazas blancas sin ningún logo ni adorno. En este tiempo esos señores y señoras se deben de haber muerto y en su lugar hay un par de amigos muy rubios y pálidos tomando sendas jarras de cerveza, una pareja de japoneses comiendo churros con chocolate a pleno mediodía de julio, un viejo enjuto con aspecto de convivir a duras penas con un alcoholismo casi igual de viejo que él y una legión de camareros que aprovechan que a esa hora no está tan lleno el local para charlar y quejarse de cualquier cosa.
La última vez que estuve allí fue en un acto que organicé con motivo de la publicación del último libro de algún autor más o menos importante. No recuerdo el libro, pero si fue allí seguramente sería un libro que trataba sobre la música, o sobre la ópera, o sobre Barcelona, o sobre el barrio gótico, o sobre cualquier cosa que pudiera ligar de manera más o menos natural con ese café histórico de la ciudad.

Me senté al lado de un hombre que estaba dibujando con acuarela negra el perfil de una mujer. Era muy minimalista, me recordó a los trazos de una pintora judia, Charlotte Salomon. Pero si ella empleaba el color de manera expresiva, este pintor utilizaba su ausencia con el mismo objetivo. Saqué una hoja y me puse a escribir. Notas sobre lo que me había provocado ese estado de aislamiento mental.
Una mujer pasa por delante de mi mesa. Es imposible no mirarla. Es muy negra, rotunda, muy femenina y bella. Lleva un vestido que combina tonos imposibles de verde y turquesa que chirrían con el gris de la ciudad de fondo. Y remata el conjunto una pamela roja con una lazada rosa. Toda ella resulta un despropósito que me parece maravilloso. Envidio esa despreocupación total por el aspecto. Yo no logro mostrarme sin sentirme a salvo tras un disfraz más o menos estudiado antes de salir por la puerta de casa. El exterior como carcasa acorazada, como un exoesqueleto que protege mi interior gelatinoso.
Las palabras de otro siguen colgadas en un espacio al que no puedo acceder. Tardaré horas en poder cargar el móvil. Cuando conteste mi mensaje llegará a destiempo y no tendrá sentido porque el momento habrá pasado para ambos, pero intentaré recuperarlo, como siempre hago aunque sepa que el mero hecho de intentarlo es un contrasentido.

El pintor me lleva mirando un rato. Creo que me está dibujando mientras escribo en un par de folios sueltos que encontré en la bolsa que cargo, se me ha olvidado la libreta. No sé si me halaga o me inquieta. Es un hombre pequeño, algo contrahecho, con un ojo un poco torcido y tiene mucho pelo gris cortado a la taza. Estaba alternando el dibujo con la lectura de un libro de Calders. Sé que me dirá algo. Lo hace. Me pregunta si soy escritora. Aguanto el tipo y no lloro. Le contesto con evasivas y lo ofrezco una sonrisa apretada mientras en mi cabeza se pone a llover, casi noto las gotas por dentro del cráneo. Y se cruza esa tormenta con el viento que provoca el recuerdo de mi cuerpo expulsando vida. Me sorprende esa idea atravesada sobre mi vientre yermo, como diría Lorca. ¿Por qué pienso en ese hueco árido al ser preguntada por la escritura?
El hombre me habla de mi mirada concentrada frente al papel, de una manera de volcarme y derramarme que ha percibido al observarme. Y de mi manera natural de posar. Aquí le he interrumpido para decirle que no sé posar, que odio hacerlo porque odio ofrecerme y no sé ni puedo hacerlo de manera natural, que se lo habrá parecido al no ser consciente de que me estaba mirando con ojos como objetivos.
"No se trata de eso", me dice. "Eso no me importa. Lo que busco no es el artificio, sino esa manera de mostrar lo que sucede dentro. Y tú lo estabas haciendo". "Pues espero que no se haya asustado". Le he dicho. "Soy demasiado mayor para eso". Me he reído y he dejado de pensar en mi nido. De golpe pensado en el mar. ¿Por qué en el mar si estoy en pleno centro urbano, abrasada por el calor que desprende el asfalto recalentado? Tal vez por el deseo de sumergirme en el agua fría y salda y desaparecer provocando una alarma de cuatro o cinco segundos en aquellos que me miren desde una toalla. Y flotar. Sí, creo que eso es lo que más me gusta del mar, la posibilidad de levedad.
Pero, ¿por qué me pregunto el porqué? Qué más dan los porqués.
Me acabé la caña de un trago. Volví a sonreír con los labios apretados. ¿Déjame un papel y te apunto mi web para que puedas ver lo que pinto. Le alargué un papel con un informe médico en una cara. "No lo apunte ahí, tiene la parte de atrás en blanco". "La necesitarás, creo", y escribió con un lápiz de grafito duro y brillante su sitio web y un teléfono bajo el logo de un hospital privado. ¿Un teléfono? Jamás le llamaría. Jamás llamo a nadie. ¿Por qué iba a hacerlo con un desconocido? Odio hablar sin ver los ojos de la otra persona. La incertidumbre me paraliza y mi dificultad para oír me hace sentir insegura, temo parecer estúpida. "Si quieres alguna vez que te pinten, llámame. Me encantaría hacerlo". Sonrío de la misma manera; sin embargo, se me agria el esto al recordar los dibujos que una vez me hicieron. "Quiero que la protagonista de mi cómic se parezca a ti". Recuerdo esas palabras y aquellos bocetos de un personaje femenino con mi nariz aquilinay una agresividad en la mirada muy adecuada para una heroina de viñeta que provenía de mí. Aunque ese yo casi ha dejado de existir. O ya del todo. No estoy segura.
Le agradezco el ofrecimiento. Le prometo que buscaré sus pinturas y pago la caña para poder salir de allí.

Encaro la subida de las Ramblas como una especie de mal necesario. Sorteo turistas, estatuas humanas, parejas de mossos d'esquadra que procuran que la sensación de pasear por allí sea segura y algún que otro personaje de esos que han habitado el barrio desde siempre y que se resisten a desparecer por culpa de la especulación inmobiliaria y la globalización.
Llegué a casa al cabo de una hora y media. Era la hora de comer, pero no tenía nada preparado y la nevera estaba vacía. Cogí una lata de maíz y la mezclé con el contenido de una de atún. Mucho vinagre, un poco de aceite, sal y cierta tranquilidad al saber que este manjar no alteraría mucho mi peso en la báscula. Odio ese pensamiento involuntario pero reflejo. Nunca lo logré desterrar del todo. Mi cabeza siempre está en lucha contra mi cuerpo; después de más de veinte añs sigue la batalla.
Conecté el móvil al cargador y miré impaciente el aparato. Cuando apareció la manzana introduje el código y apareció la pantalla de inicio. Veinticinco whatsapp, pero sólo había cinco que me importaran. Algunos ni los leí. Los de él sí. Me hicieron sonreír. Pretendían empezar un juego de tira y afloja poco comprometedor, pero lo suficientemente atrevido como para dejarme sin el amparo de la ambigüedad. El tiempo le habrá enfriado y ahora parecería ridículo intentar coger ese cabo que se había hundido ya en el mar.
Envié una excusa y un emoticono de una mano saludando. Cambié de tema. Me eché hacia atrás en el sofá y esperé mientras me llevaba a la boca una cucharada de maíz con atún. ¿Qué estaría haciendo? ¿La siesta? ¿Un café en alguna terraza agradable? Desde que habíamos empezado a escribirnos con frecuencia me sorprendía a la mínima ocasión pensando en él. En lo que estaría haciendo, en si tendría ganas de tener noticias mías. También pensaba en lo absurda que debía de parecer desde fuera. Absurda y descerebrada. Alguno podría pensar, además, en la falta de justificación. Egoísmo, locura. Bendita locura. No sé si soy más una loca que una egoísta. Quizá una loca egoísta.
Se ilumina la pantalla. Sonrío.
No lo hagas. Calla. Silencio. Que se apague la luz. Pero no me gusta la oscuridad, así que dejo que se me ilumine la sonrisa.
Es absurdo. Pero hacía tiempo que no me pasaba nada absurdo y cada vez a la vida le cuesta más sorprenderme.
Contesto. Respuesta. A veces me recuerda a mí, a la mujer que fui hace ya tiempo. Está ocupando un sitio parecido al que yo ocupé. Fui feliz entonces. No era consciente de las implicaciones, no me pesaban. Eran ajenas. Pero, sin percatarme de cómo lo hicieron, acabaron también en mi mochila. ¿Debería advertirle?
Contesto. Sonrío. Espero una respuesta. Como un poco de atún. Siempre me acaba asqueando el atún. Tengo sed. Me bebería una cerveza, pero no hay nada en la nevera. Vuelvo a sonreír. Tengo unas absurdas ganas de verle. 

lunes, 8 de julio de 2019

La mujer incompleta: Un verano. Al otro lado del agujero de gusano

Al final decidí deslizarme por el agujero de gusano que tenía en el pecho como por un tobogán. Caí en un lugar oscuro pero acolchado, como el suelo de los parques infantiles que los ayuntamientos construyen solo en algunos barrios, quizá más en aquellos en los que los niños no están demasiado acostumbrados a los golpes y las raspaduras en las rodillas. Me sobresaltó ese pequeño reborte inesperado de mi cuerpo. Yo esperaba escuchar el ruido de cristales haciéndose trizas contra el suelo o algo así; sin embargo, resultó que el lado oscuro de mi corazón llevaba a un lugar almohadillado. ¿Cómo la habitación de un loco? No había luz, así que no lo sabía y mientras mis ojos no se acostumbraran a la oscuridad prefería pensar que se trataba de un lugar de juegos pintado de colores alegres porque aunque no pudiera percibirlos, sí podía imaginarlos.

Crucé el agujero sin casi nada encima, una camiseta lencera negra y un pantalón corto también negro, aunque moteado de pequeñas flores rojas. Un pijama improvisado con ropa vieja para el verano. Nada más. Iba descalza, despeinada y sin bolsillos, que para mí era peor que ir desnuda, porque no sabría qué hacer con las manos en todo el rato que estuviera allí. Quizá las usara para intentar evitar estamparme contra las paredes mullidas. O simplemente las dejara caer a cada lado del cuerpo, inermes e inútiles, como pájaros muertos colgando del cinturón de un cazador. Escuché el tintineo de un cascabel que llevaba en una pulserita que rodeaba desde el verano pasado mi muñeca izquierda. Me alegró oír ese sonido porque podría confirmar mi existencia si llegaba a dudar de ella agitando un brazo. Lo moví, quería asegurarme de que realmente estaba ahí. Volvió a sonar. Parecía que sí.

Mis pupilas se estaban adaptando a esa oscuridad y donde antes solo veían negro ahora diferenciaban algunas sombras y volúmenes. No estaba en una habitación porque no percibía las paredes. Tal vez fuera una estancia muy grande, pero la sensación que me producía era la de espacio abierto. Me asusté, prefería estar en la habitación acolchada de un hospital psiquiátrico; saberme en un espacio cerrado y controlado me producía tranquilidad, creer que podía gritar pidiendo un calmante o un somnífero si la cosa se ponía fea tenía un efecto sedante sobre mi cerebro asustado, pero sospechar que estaba en una especie de páramo, sola y durante una noche que no sabía cuándo terminaría, me producía un miedo similar al que sentí de adolescente la vez, la única vez, que entré en un tunel del terror de un parque de atracciones.

¿Me quedaba quieta esperando a que nada sucediera? Era la mejor opción. Esperar a que el agujero negro volviera a absorverme sin moverme, sin alterar albsolutamente nada de ese otro espacio-tiempo que había visitado. Casi ni se notaría que había estado ahí. Me despertaría y podría convencerme de que había sido solo un sueño, uno de esos que parecen tan verdaderos que al despertarnos nos hacen dudar de cuál es el plano de la realidad y recordar a Calderón. Sí, eso haría. Quedarme quieta, casi sin respirar. Eso es algo que se me daba muy bien. El asma crónica me obliga a respirar de manera superficial. Supongo que si no gasto mucho oxígeno, tampoco produciré demasiado CO2. Soy bastante sostenible. E imperceptible. Me senté en el suelo que no veía y me abracé a mis rodillas. Noté el bello que estaba empezando a crecer de nuevo y quería punzar, aunque sin fuerza para lograrlo, mis manos. Cuando cruce de vuelta tengo que acordarme de depilarme.

Cuando llevaba un buen rato en esa posición y había empezado a adormecerme vi cómo una sombra se desplazaba hacía mí. Decidí dejar de respirar. El pecho había empezado a dolerme ya cuando lo que me pareció la yema de un dedo me recorrió el cuello desde detrás de la oreja hasta la clavícula. Me estremecí y tomé aire. No estaba sola. ¿Había vida al otro lado de mi agujero de gusano? ¿Sería humana o animal? Luego noté una lengua que recorría el camino de vuelta desde la base del cuello hasta el lóbulo de mi oreja derecha. Deduje que ese músculo húmedo pertenecía a un ser humano por la precisión e intención de sus moviemientos. Cerré los ojos y volví estremecerme. "¿Sigo?" No pude articular ni siquiera el monosílabo que estaba pensando. Tenía dos opciones. Solo debía escoger entre uno de los dos pares de letras que daban respuesta a esa pregunta que una voz masculina había formulado. No pude separar los labios. Sabía lo que tenía que decir. Mi cabeza se movió de arriba abajo un par de veces. Eso no era lo que había pensado decir. A la lengua se sumaron más dedos. Toda mi piel se convirtió en un corazón desplegado como una vela que latía con fuerza golpeada por el viento que anuncia una tormenta.

Mis rincones oscuros eran habitados por una presencia masculina con voz grave. Mis manos se empezaron a despegar de mis costados y buscaron ese cuerpo que no veía, pero que podía sentir. Escuché el tintineo del cascabel de la pulsera.
Al cabo de las manos, los muslos, los vientres, los labios noté como a mi espalda se abría de nuevo el agujero de gusano y que con la fuerza de una aspiradora de última generación me absorvía. El viaje de vuelta fue áspero como las paredes de ese tubo cuyo tacto me recordó a la sencación de acariciar el lomo de un perro a contrapelo.

Volví a mi rincón de luz. Desperté allí sabiendo que no había sido un sueño. ¿Debería ignorar esos rincones oscuros o explorarlos como uno de esos aventureros antiguos que fueron descubriendo el mundo gracias a que se lo imaginaron más allá de sus límites conocidos?  


viernes, 5 de julio de 2019

La mujer incompleta. Un verano

Cualquier verano podría ser el último verano. Este también.
Últimamente siento que todo podría suceder por última vez. Incluso las cosas que hago por primera vez.
Con el calor de julio el tiempo parece ir más lento, yo parezco más lenta, pero las ideas en mi cabeza parecen moverse igual que si fueran ciclistas de pista. Me da miedo que se rocen unas a otras porque sé que al menor contacto saltarán por los aires.

En el bus se ha sentado detrás una señora que gritaba por teléfono. Hablaba sin decir apenas nada, lo que me parece un arte semejante a ser capaz de hacer maceteros de macramé o tapices de ganchillo, artes que me son del todo ajenas, por otro lado. La señora ha empezado a alabar "el fresquito tan bueno que hace en el bus". Lo ha repetido unas cuatro o cinco veces. Me encantaría ser capaz de disfrutar de esas mínimas alegrías que algunos encuentran de esa manera algo absurda. Es más, quisiera no ser consciente de esta incapacidad tan mía. La señora hablaba de su fresquito, mientras yo me arrepentía de haber olvidado mi pañuelo negro porque se me estaba quedando el cuello congelado y sabía que podría salir con anginas de ese autobús tan refrigerado, tanto que me dio por imaginar que en cualquier momento entraría un hombre de ademanes toscos y bata blanca y nos colgaría por el pescuezo del techo con unos ganchos relucientes.
He bajado en la parada de la piscina y he subido la cuesta maldiciendo el cambio de temperatura que a punto ha estado de provocarme un corte de digestión o un colapso o todo a la vez.
Casi seis euros para entrar en un recinto de suelo de cemento gris con un agujero rectangular  en medio lleno de agua y de abundantes cuerpos semidesnudos rozándose. Miro desde la taquilla a toda esa gente a la que imagino hablando por teléfono y contándole a alguien lo fresquito que se está en la piscina y me pregunto qué hago ahí. Entonces recuerdo que no voy sola y que no estoy aquí por mí.

Una vez situada en el borde de la piscina, he descubierto los cuerpos de los adolescentes. Hacía tiempo que no me fijaba en sus cuerpos gloriosos. Solo en esa época los cuerpos, sobre todo los de ellos, son como los de una especie de felino. Esas pieles brillantes a punto de abrirse de la tirantez, los músculos alargados, las cinturas estrechas y firmes que ponen muy difícil creer que ahí dentro caben ocho metros de intestinos. Aunque al tipo gordo con la tripa tatuada con un campo de fútlbol que me miraba descaradamente desde el agua deben de caberle unos quince. 
Compiten por ver cuál de ellos es el más intrépido, o el más imbécil, según se mire, al tirarse de cabeza en la zona de la piscina que más cubre. Unos tres metros de profundidad que acogen sin protestar ese concurso de belleza improvisado. Ellas miran, apoyadas en la pared, con esos bikinis de ahora que dejan al descubierto gran parte del culo. Alguna se anima. Siempre hay una que quiere medirse con los chicos, a la que le importa un pimiento ese papel de admiradora pasiva y decide enseñarles de lo que es capaz. Pero ellos siempre hacen más ruido y el salto perfecto de la chica de bikini rojo y tatuaje en las costillas ha pasado desapercibido entre los empujones y los agarrones por el cuello de los gatos morenos.
¿Alguna vez fui uno de esos gatos? No lo creo. Tampoco fui nunca la chica que se medía con los chicos en una piscina porque no me gustaba el agua profunda, ni los chicos bruscos. Los dos me parecían igual de peligrosos. Ni siquiera me di cuenta de la elasticidad de mi cuerpo hasta haber pasado esa edad. En esos años era una cría obediente y asustada que temía que cualquier lobo me devorara un noche. A veces lo deseaba con todas mis fuerzas, pero el lobo no apareció hasta mucho después, cuando descubrí que la piel de mi vientre podía servir de bandeja al placer.

El corazón se me encoge. Me he despistado un segundo. ¿Dónde está? ¿No está? No puede ser. Odio las piscinas. Prefiero el mar, que al menos insiste en volver y volver, en sacar a la superficie lo que a veces se lleva. No he venido sola. Me siento sola, pero no he venido sola. El corazón vuelve a latir. Está justo delante de mí, con los ojos rojos y el pelo chorreando esa horrible agua con olor a cloro por encima de esos hombros pequeños y frágiles que me conmueven hasta el llanto.
"Mamá, mírame, mírame. He tocado el suelo con las manos". La miro. No puedo hacer otra cosa que mirarla. Soy la guardiana de sus juegos, espectadora incrédula de cómo su cuerpo se estira y crece hasta dolerme a mí, que me pregunto cómo pude albergarla dentro, con esos mismos ojos negros que me miraron el primer día fijamente y que me buscan ahora cuando no me ven.

Me mojo con las manos, me paso las palmas húmedas por la parte de atrás del cuello, por los hombros, por el pecho y me acuerdo del hueco enorme que me dejó al salir, ese agujero oscuro que no consigo llenar ni medir, solo puedo observar sus bordes solitarios y temer que se trague a alguien, como un agujero de gusano que no se a dónde lleva. Luego pienso en él. 

Por un oído escucho una canción que he puesto en Youtube; por el otro, los gritos de los críos que chillan como golondrinas al saltar al agua. Deseo no estar aquí. Deseo estar en ese otro lugar oscuro  de mí al que debe de llevar ese agujero de gusano que me atraviesa el pecho. Pero el móvil se me queda sin batería y me quedo con los gritos, limpiándome las salpicaduras de agua de la cara.

A mí lado, una chica muy guapa juega con un bebé. También la abuela. Sonríen todo el rato. Le rellenan una botella con el agua azul y ríen cuando se la tira por encima, mete un muñeco con forma de pez en el agua y ríen. La abuela le habla al socorrista, le dice que el niño tiene dieciocho meses y que está tan contento de estar fresquito en la piscina que no para quieto. 


viernes, 28 de junio de 2019

Ventana nueva

Es de noche. Hace calor y siento que se me pega la piel a las superficies que toco: los muslos a las sillas, los antebrazos al escritorio, el vientre a la tela del pijama. Estoy sentada en una silla vieja sobre un suelo que he pisado pocas veces y que todavía tiene restos de suciedad que no me pertenece. Pisadas, imprentas de yemas de dedos en espejos y en puertas lacadas. Olores que mi gato no reconoce y que le hacen frotar el lomo por esquinas y cantos para empezar a sentir como suyas estas paredes que le encierran. Huellas de otros que vivieron aquí antes. Frenesí de limpieza para borrarlas. Necesidad de conectar ambientadores para camuflar esa sensación animal de estar en territorio ajeno.
Estoy sentada frente a una ventana enorme que me ofrece vistas que no conocía. He dejado atrás mi parcela de cielo alquilado, mi vecino sin apenas dientes que me traía miel gallega cada vez que volvía de su pueblo. Hará una semana le vi. Me dijo que era una pena que marcháramos y me prometió un nuevo tarro de miel para cuando me viera por el barrio. Me incomoda tanto como me gusta hablar con él. Me incomoda su pelo grasiento con las líneas de las púas del peine demasido definidas, me incomoda su lucha por evitar mirarme los pechos mientras me habla, me incomodan sus bambas J'Hayber que me recuerdan una época antigua y mala, pero me encanta su manera de hablar, con ese uso inesperado y cálido de los tiempos verbales.
Le agradecí el detalle del tarro de miel, me deseó suerte.
Estoy cansada pero no puedo dormir. Llevo varias noches igual, desvelada, inquieta, con ganas de hacer muchas cosas para evitar desesperarme. Pero me desespero de todos modos. Y me duele la cabeza. Mucho. Las sienes me laten, me parece notar como la sangre espesada pasa por conductos muy estrechos. Y las ideas inesperadas.
Y tengo sed. Una sed que no se apaga con nada. Como si en vez de faltarme el líquido, tuviera en medio de la garganta las asquas de una hoguera de Sant Joan.
Estoy harta de esta sed, de este ansia que me lleva a desear lo que no tengo a mi alcance.
Cambio de lugar e inmediatamente empiezo a añorar el que dejo atrás. Incluso el más pequeño detalle. La aldaba de la puerta, el sol apareciendo en el patio sobre las diez de la mañana, las avispas que bajaban al desagüe a beber agua, los limones que a veces robaba del árbol de la vecina, el silencio.
Y si echo de menos una puñetera aldaba, cómo no voy a echar de menos a los que desaparecen de mi lado.
Estoy desubicada. Quizá sea por eso. Puede. Sin centro mi cabeza da tumbos por la periferia del deseo. Estoy en una habitación que no siento como mía, que aún me provoca esa misma sensación que tengo cuando duermo en hoteles. Todo flota un poco en las habitaciones de hotel, pierde gravedad. Hay que aprovechar siempre que se pueda esa levedad para despegarse un poco de la realidad.
Miro por la ventana nueva, se han ido apagando todas las luces a mi alrededor, pero justamente el vecino de delante resiste despierto. Es un chico joven que mira la tele con las piernas estiradas sobre una mesa de centro. La sala está poco iluminada, predomina la luz azulona que emite la pantalla. Imagino que estará enganchado a una serie. Las cortinas no están echadas del todo y una corriente de aire las hace bailar de dentro hacia fuera del balcón. Se inflan. Me embobo mirando esa danza. Pienso en que quizá su ritmo acompasado me traiga el sueño. Dejo de escribir y miro. De repente el chico se levanta y desaparece de mi vista. Cuando vuelve ya no está solo. Camina de espaldas abrazado a una chica. Ella le coge del cuello, le pasa las manos por el pelo. Puedo ver eso. Me incomodo. Siento que no debería estar mirando y pienso que la distancia entre edificios no es suficiente. No puedo apartar la mirada de ellos. Las manos de él se meten bajo la camiseta de tirantes de la chica y se la quitan. No tiene mucho pecho, está delgadísima, pero desprende un erotismo elegante y natural. Él la sienta en el sofá y se inclina sobre ella. Se acarician mucho. Sospecho que no se conocen demasiado. El tacto ayuda al reconocimiento y a la sorpresa, pero con el tiempo se vuelve vago.
Apago la luz y me voy a la cama con una punzada en el vientre. No quiero ensuciarles el momento.

viernes, 31 de mayo de 2019

Pelos rubios

Me pregunto si él sabe mi nombre. Me pregunto cómo será él ahora. En esa foto en la que aparece mordisqueándose las pieles de los dedos vestido con una ropa que no parece suya debe de tener más de diez años menos. Se aprecia que bajo el traje y el chaleco hay un cuerpo aún pendiente del ensanchamiento que llega a partir de los treinta y muchos o cuarenta y pocos. Ahora debe de tener unos cuarenta y pocos. Al menos ella los tiene. Ella sí que es un rostro y una voz. Una cara hermosa que empieza a adoptar esa expresión cansada que dan los años enmarcada en una melena morena y una voz un poco demasiado grave para su sonrisa. Él es solo esa imagen en un marco blanco lacado, como todos los muebles baratos de la habitación de matrimonio. En esa habitación nada habla. Ni las fotos ni las cortinas, ni los cojines, ni la funda nórdica del Ikea. Nada dice nada. Tampoco los objetos tienen voz. Y el blanco está empezando a amarillear. Yo me empeño en que no suceda. Nadie me lo pide. Ella tampoco. A veces recibo un whatsapp con indicaciones, pero nunca se refieren a mantener el blanco, blanco. Y es tan importante el blanco. De donde yo vengo todo gira en torno a ese color puro. La luz, la ropa siempre de verano, los tirantes de la ropa interior, las arenas de las playas. Pero aquí es todo gris. Ya me estoy acostumbrando, pero al principio odiaba esos otoños y esos inviernos tan largos y oscuros. Grises, plomizos, tanto que parecían asfaltar mi corazón moreno. Y las piernas se me descamaban y los labios, siempre agrietados. Me sangraban cuando me reía, así que no reía nunca, al menos no hasta que llegara la primavera.
Ahora es primavera y me sigo empeñando, dos veces por semana, en que los muebles blancos de toda esta casa se mantengan blancos. Siento que si llegan a amarillear demasiado, la foto del hombre que no conozco desaparecerá del estante.
No es imprescindible, lo sé, pero me habría gustado ponerle voz y rasgos reales y actuales al hombre al que le plancho las camisas, también blancas, o negras. Ha engordado este año. La talla ha pasado de una 44 a una 46 en poco tiempo. Come peor. Veo en la basura más envoltorios de galletas y chocolatinas de cacao puro, al menos al 80%. Aquí tampoco hay cacao puro. Es como si en esta latitud ni el negro ni el blanco llegarán a ser lo que deberían ser. Necesita cinturones nuevos. Tiene solo uno, bonito y bueno pero gastadísimo. No le importan demasiado esas cosas. Pliego camisetas con las costuras rotas y jerseys con el vivo descosido. Las camisas son otra cosa. Siempre han de estar perfectas. Pero miro la foto y al chico de la imagen no le pegan. Imagino que son como el disfraz necesario para poder afrontar el nuevo día. Otro más. Sus camisas como mi bata de cuadros azules abotonada por delante. Desde que llegué aquí no he tenido una bata blanca de enfermera. No me las dan. Mis papeles no sirven. He cambiado esa bata por esta otra que me pongo para protegerme de las manchas de lejía.
Ayer ordené el cajón del lavabo. Él solo tiene un pequeño neceser y ahí lo mete todo: un paquete de cuchillas desechables, una máquina para cortar el pelo, una caja de tiritas, un desodorante, un par de cepillos de dientes de recambio. Ella ocupa el resto de los dos cajones anchos y profundos, pero no hay orden. Los objetos se amontonan sin relación entre ellos. Un gel de esos que eliminan las bacterias al lado de una pila de salvaslips. Y los cepillos. El de la niña y el de ella. Ayer era jueves y, al limpiarlo, quité la maraña de pelos rubios que seguía enredada entre las púas y dudé porque no sabía que hacer. Ella es agradable y educada. Me agradece siempre que haga mi trabajo. Se nota que le sigue incomodando tener a alguien que le limpia la mierda. Quizá debería decirle algo, o no; pensé. No me importa, o no debería importarme. Pero si yo fuera ella quisiera haberlos visto. Ya decidiría luego si les daba importancia o no. Ya optaría por preguntar o por no querer saber. Pero si los tiraba a la basura, ni siquiera podría tener la oportunidad de fingir. Y eso me parecía injusto.
¿Y si se los dejo en la encimera del baño como si hubiera sido un despiste mío? Aún creerá que soy descuidada con mi trabajo y me dirá que no vuelva más. No he firmado ningún contrato, y es maja y educada, pero es tan fácil deshacerse de mí. Mi marido me dijo que volvería de Francia tras la primera temporada de trabajo y aún no ha vuelto. Mi hijo cree que vendrá a Barcelona este verano de vacaciones y que estaremos todos juntos de nuevo, pero no lo sé. No me contesta al teléfono y en el último whatsapp decía que está teniendo dificultades para conseguir dinero y un poco de estabilidad. En Facebook no parece sufrir. Siempre sale sonriendo y luciendo esos brazos que se le han puesto tan fuertes de tanto subir andamios. Antes no los tenía así, antes no hacía fuerza para nada, solo para coger al niño de vez en cuando.
La ducha estaba mojada cuando llegué. El plato resbalaba y casi pierdo el equilibrio. Eso fue la primera vez que noté que alguien había estado en el piso justo antes de llegar yo. Normalmente, la marca de la presencia de la familia era un eco poco perceptible. Si se habían dormido, podía encontrar más indicios. Unas gafas olvidadas en el lavabo, el envoltorio de unas galletas sobre el sofá, una cama sin hacer. Cosas así. Pero aquel día aún se olía el perfume del gel de baño y se veían las gotas de agua pegadas a la superficie de la mampara y no las marcas de cal reseca. Me sorprendió por inhabitual, ya está. Pero semana tras semana fui comprobando que los jueves se rompía la monotonía en ese piso en el que se acumulaban las pelusas bajo las camas y el polvo sobre las superficies abovedadas de las lámparas.
Quizá alguno de los dos había cambiado de horario, pero ella me confirmó que no. Parecía que él entraba en su casa a hurtadillas cuando se suponía que estaba trabajando. Sospechaba que era él porque al llegar los jueves a la casa, aún percibía en el baño el aroma a la fragancia cara que guardaba en el armario del lavabo. Era una fragancia espesa, cálida, pesada. Su colonia olía a abrazo de hombre y al entrar en el baño para limpiar me reconfortaba. Hace tanto tiempo que ningún hombre me abraza que ese olor me obligaba a cerrar los ojos y a detenerme un instante. Empezaba a necesitar que un par de brazos de hombre que me rodearan y ese olor era lo más parecido a un hombre que tenía. Mi hijo es pequeño aún, no le dan los brazos para rodearme.
Tal vez si hubiera tenido un hombre cerca no habría percibido de esa manera tan llamativa ese olor. O no le habría dado importancia, pero ese aroma me hablaba de ausencia, soledad y salidas de emergencia. Las olía porque era justo lo que yo quería para mí.
No sabía qué hacer con esa maraña de pelos rubios. La apretaba en mi palma. No olía a nada concreto, ni a champú ni a colonia. Un poco a la grasa del cuero cabelludo, ese olor a animal que nos empeñamos en limpiar, como si nuestra naturaleza fuera algo sucio.
Recordé ese otro día en el que descubrí en el pequeño cubilete del baño una bola de papel higiénico manchado de sangre. ¿Se habrían cortado? Quizá ella al depilarse las piernas con una cuchilla, pensé, pero cambié de idea cuando encontré en la basura más restos de sangre junto a un papel con el membrete de un hospital. No debería haberlo leído, lo sé, pero nadie me ve cuando estoy dentro del hogar de otros, nadie me ve si abro un cajón que no debería abrir, o si miro dentro de los armarios. Nadie me mira mirar. Ese día leí ese papel manchado con restos de sangre. Aborto en diferido. Se recomendaba medicación para favorecer la expulsión. Una pastilla para problemas del estómago sirve como abortivo. Misopostrol. Sentí lástima. Ni siquiera sabía que ella estaba embarazada. Entendí las ojeras, esa cara de agotamiento. Entendí su pena repentina. Sentí rabia por el aroma a colonia en el baño de los jueves. Ese día sentí que ella debía saber. Pero no en ese momento. Cuando la sangre dejara de salir de su cuerpo. Cuando esa pena secreta se agostara, como un riachuelo que en verano solo deja un cauce seco.
Había pasado un tiempo, semanas. Todas con sus jueves. Quizá había llegado el día. Fui al estudio, cogí un sobre negro del cajón del escritorio, otro cajón que no debería haber abierto, y metí los pelos rubios dentro. No encontré ningún rotulador blanco o plateado, así que escribí en lápiz, apretando mucho el trazo para que se leyera, “No es la primera vez”. Dejé el sobre bajo la almohada de ella. Ahora todo dependía del valor de ella, de si quería una verdad enredada o una mentira sin aristas. Me fui de la casa nerviosa. Esa noche no pude dormir. Pensaba en ella, en su inminente decepción. ¿Se enfadaría conmigo por inmiscuirme? También pensé en él, en su enfado, en su frustración, en su cobardía. ¿Qué me diría ella? ¿Me hablaría él por primera vez?
Al día siguiente recibí un mensaje de ella por whatsapp. “Gracias. No vuelvas”.