martes, 2 de febrero de 2016

Diario de una ansiosa XXII. Sol de invierno

Desde la semana pasada hace un sol inesperado en invierno. No sólo ilumina, sino que me hace sudar bajo el abrigo. Da igual las pocas capas que lleve debajo, sudo. Son los nervios. Y las prisas. Antes, cuando era niña, no sudaba nunca. En realidad siempre tenía frío e, incluso en verano, dormía tapada con una manta, o un edredón de los de antes. Aún no se usaban los nórdicos, no existía Ikea y el gran lugar al que todo el mundo acudía para vestir las camas de su hogar era La Casa de las Mantas (nombre tan poco original como efectivo). Menos mal que todavía no había acaecido la revolución republicana del menaje y del mobiliario urbano porque yo necesitaba sentirme entre arropada y atrapada bajo las sábanas. Por aquel entonces, todo era para toda la vida: el oscuro e inmenso mueble lacado del salón, la vajilla duralex, la batería de cocina (había que frotar mucho para conseguirlo) y el matrimonio. Todo sobrevivía al paso del tiempo y se mostraban sin vergüenza los desconchones porque eran cicatrices de la batalla presentada a la vida. Quizás por eso todo era tan macizo y pesado, sobre todo el mueble del salón y el matrimonio. Pero también las mantas.
Pasé de sentirme sepultada bajo la ropa de cama, a estar protegida del frío por una ligera capa de plumas que son capaces de escaparse por cualquier mínimo descosido. Ya me he acostumbrado, pero de tan joven necesitaba el peso de las mantas, incluso en verano. Sentía que estaba en peligro y me helaba por dentro si no me aplastaban contra el colchón, así que pedía a mi madre cada noche que las remetiera hasta dejarlas tirantes. Daba igual si estábamos a ocho de enero o a quince de agosto. Cuando me destapaba, mi organismo me avisaba con un sueño recurrente: me caía por un precipicio oscuro de suelo indefinido. Sólo importaba la caída, no había detalles ni colores en la pesadilla. Me despertaba, salía de la cama y volvía a remeter las sábanas todo lo que podía. Luego, me sentaba en la almohada y entraba poco a poco desde el embozo, con cuidado de no aflojarlas demasiado, sólo lo justo para poder deslizarme dentro. Me encantaba sentirme contenida. Cerraba los ojos y suspiraba.
Hace años que duermo casi desnuda bajo una capa de plumas. Mi madre no se lo cree. Podría parecer que me he acostumbrado a la levedad si no fuera por mi mano izquierda delatora. Siempre se agarra al nórdico porque el miedo a que salga volando y me abandone a merced de mi abismo y mi frío sigue vivo.
Aprendí, mientras me retorcía intentando desprenderme de mi piel adolescente, que un calefactor enfocado a los dedos de mis pies desnudos puede protegerme en los peores momentos. O un saco de esos rellenos de semillas que se calientan en el microondas ardiendo sobre mis hombros. O tu cuerpo caliente de animal en reposo. Todo lo que me quema me salva.
Menos mal de este sol de invierno y del olor a fósforo de esos incendios controlados de papeles rotos consumiéndose en un cenicero.