viernes, 10 de enero de 2020

La mujer incompleta. Un cadáver en una caja de zapatos

Se me ha muerto el amor esta semana.
Ahora no sé qué hacer con su cadáver pequeñito.
Llevaba tiempo enfermo y estaba consumido, ya no ocupaba demasiado espacio. Era todo ojos y miradas desesperadas.
Mi madre me hubiera dicho que mi amor moribundo se parecía a un saltón del jamón.
De niña me reía cuando me hablaba de aquel vecino enjuto y huesudo que bajaba siempre a les 15.35 h en el ascensor y volvía a subir a su piso de la tercera planta a las 14.05 h. Exactamente. Cada día. Puntualidad de alcohólico que acudía a su cita con el fondo de una copa de tulipa y que al subir dejaba un olor amaderado y dulzón en el ambiente del cubículo. Era olor a coñac. Mi madre me decía que ese hombre parecía un saltón del tocino. Todo ojos y pliegues en la ropa que no rellenaba
Siempre me los he imaginado, sin haberlos visto jamás a través del aumento de una lente, como un ser gelatinoso de barbilla estrecha, nariz roma y ojos enormes de mirada desencajada.
Mi amor moribundo parecía un saltón del tocino, que no es más que un tipo de ácaro. Y soy alérgica a los ácaros. Me provocan asfixia.
Mi amor se me ha muerto. He metido su cadáver en una caja de zapatos con cuatro o cinco sobres con el remite escrito con tinta azul en el fondo. Palabras mudas, plegadas sobre sí mismas y selladas con pega y saliva como lecho de muerte. Secretos que van a descomponerse y dejar de tener importancia junto a aquel a quien le fueron negados.
También palabras amantes que van a arder junto al que fue amado.
En vida me pidió alguna vez no ser enterrado si moría y menos si moría joven. Le daba pena la oscuridad y miedo convertirse en un fantasma atrapado dentro de mi pecho negro.
Quería arder en una pira como un viejo héroe vikingo y que el aire se llevara volando sus restos.
He mirado a mi amor muerto en la caja de cartón y he pensado en aquella gata que me amaba más que a ningún otro miembro de la familia y que siempre dormía a los pies de mi cama. También se me murió la gata. Y también la metimos en una caja de cartón. Pero no la quemamos. Mi padre la enterró en la tierra del Parque Güell. Me pareció bien y por aquel entonces no estaba concurrido por hordas de turistas que ven el parque a través de las pantallas de sus móviles. Con el tiempo a mi madre se le escapó la verdad. No la enterraron, la tiraron al contenedor de basuras que teníamos justo en frente de casa. Sentí un dolor extraño en la boca del estómago ese día. Se me juntó la mentira, con mi credulidad en peligro, con la tristeza que me dio imaginarme la gata triturada entre desechos.
¿Qué hago ahora con el cadáver de mi amor? Tampoco se merece acabar en la basura.
Tengo cerillas. Siempre guardo en algún cajón una caja de cerillas. A veces, cuando me siento muy mal, enciendo una, aspiro hondo el olor de la pólvora y la dejo arder hasta que me quema la punta de los dedos. Es un ritual absurdo que me ayuda a recordar que sigo viva y que conservo la capacidad de sentir, aunque sea el dolor lo que me lo recuerda.
Tengo papeles garabeteados que iba a tirar. Tengo el mar cerca.
Qué pena me dará ver arder a mi amor en su pira.