domingo, 29 de noviembre de 2015

Diario de una ansiosa XVI. Loca


—¿Qué estás mirando? ¿Por qué me miras a mí? Yo no estoy loca. ¿Por qué no miras a esa chica que es más guapa? Te he dicho que no me mires... ¡Yo no estoy loca, joder!

Una mujer con los ojos muy abiertos, el pelo corto despeinado y unas ojeras marrones como única nota de color en un rostro pálido y mate gritaba cuando atravesé la puerta de acceso al centro donde me visita la psicóloga. Las cinco personas que esperaban su turno se giraron y me miraron fijamente. Parecía ser que yo era la chica más guapa y más loca, y claro, eso distrajo el interés de todos los que estaban en la cola y la cuerda chillona se calmó, aunque por poco tiempo, porque pasé directamente a la sala de espera y su atención volvió a centrarse en la pobre mujer avergonzada que esperaba tras ella. 
Mi psicóloga me escucha cada vez más. Esta semana se ha reído con el relato de mi estado ansioso, cuando le he confesado que creo en el hombre invisible, cuando he mencionado cruces de biorritmos que generan una especie de triángulo de las Bermudas capaz de engullir a cualquier  pareja, ya viaje en coche, en avión o en un transatlántico de siete pisos y la paradoja de la incomunicación que me angustia, a mí, trabajadora de un departamento de comunicación. También le ha hecho bastante gracia el relato de las desventuras vividas durante mi viaje eterno por Brobdingnag. 
Al salir de su despacho después de observar varias veces su bonita sonrisa, me he sentido furiosa, enfadada conmigo misma. ¿Por qué narices no soy capaz de tomarme en serio? ¿Por qué me paso la vida sintiendo que debo disculparme por no ser quién creo que creen que debería ser? ¿Por qué siento, como una constante paralizadora, que no soy suficiente? ¿Pero suficiente qué? Suficiente mujer, suficiente mujer loca, suficiente mujer loca y valiente, suficiente mujer loca, valiente y especialmente buena en algo (lo que sea, a estas alturas me conformaría con ser una constructora genial de réplicas de edificios con palillos, o una madre estupenda, no sé). Y luego está esta estúpida necesidad de burlarme de mí misma y de mis problemas para poder mencionarlos, negarles la categoría de drama personal para poder verbalizarlos. ¿Quién se va a creer que me afecten tanto si parezco la muñeca de papel maché de un ventrílocuo malo?
Y esa mujer seguía defendiendo a gritos su cordura mientras yo me interrogaba sobre la mía entre dientes, sentada en una silla incómoda que cumple a la perfección con su función de dejar claro que no voy a ser escuchada gratis mucho rato en ese despacho cuya escasa iluminación pretende favorecer una confesión serena. 
Qué envidia esa certeza. Estuve a punto de disculparme ante la psicóloga, salir de allí e invitar a un café a esa mujer para preguntarle cómo estaba tan segura de no estar loca. Me siento mejor escuchando y esa conversación prometía ser iluminadora. Hablar me genera inseguridad, me siento demasiado expuesta, me pongo nerviosa, así que hablo de más, hasta perder el control de la riada de palabras cada vez menos acertadas que sale de mi enorme boca. Vamos, que mejor callar, aunque esté todo mi silencio preguntándome por qué narices no soy capaz de hablar con naturalidad. 
¿Estoy loca?
A veces me río como una loca y me pierdo en las conversaciones porque no entiendo las palabras sencillas y me pongo que pensar listas de adverbios acabados en –mente. Por las mañanas me asusta la mirada huidiza de una loca en los espejos y, por las noches, aparto la cortina de los cristales de la ventana para ver las líneas de luz blanca que dibuja la luna en las paredes del patio y sonrío al imaginarme la cara que pondrían los vecinos si saliera desnuda y me tumbara sobre mi césped de mentira bajo ese trozo de cielo alquilado que hay sobre mi patio. También está mi maldita habilidad para percibir la tristeza ajena que me hace notar que cada día la gente del barrio está más apagada. Aunque me pregunto si no será mi mirada la que se ha desgastado, la que se ha empobrecido.
¿Serán síntomas suficientes para presentarme en sociedad como la loca de la colina en la que habito? 
Si al menos pudiera estar segura de mi locura podría mirarme al espejo y reírme de mis ojeras, de la piel que ha empezado a deshacérseme lentamente, de los días por delante y no me buscaría detrás de ese rostro cada vez más ajeno, de esa cara que es la de mi madre que me mira desde el otro lado de eterna repetición y me avisa de que su tristeza será la mía, de que me dejará en herencia la caja de alfileres en la que habita casi sin moverse, tranquila porque roza con sus pestañas cada uno de sus límites. Me da tanto miedo ese rostro triste. Prefiero estar loca a estar triste. Prefiero atravesar fronteras, saltar vallas, invadir territorios, que me caven trincheras en el vientre y me invadan después de una pelea a muerte. Prefiero perder y no ser nada a ser un mujer triste. 

Pero no sé cuánto lo quiero, ni si valgo para presentar batalla. Y luego está el miedo, y el creer que no soy suficiente, y me quedo muy quieta, acostada sobre mi cama de púas, concentrada en el crujido de mi piel al abrirse y en ese dolor incitante, como de llaga en la boca, que te pide que insistas en él, que aprietes la herida, que no dejes de hacerlo.

martes, 3 de noviembre de 2015

Cada mañana atravieso un parque para dejar a Noa en la guardería. Me quedaría a vivir en ese parque tranquilo. Algún perro tirando de la correa que le ata a su dueño, un mendigo africano al que siempre pillo metiendo su manta y sus cuatro cosas en un petate verde, un abuelo que hace estiramientos y el ruido de pájaros entre las ramas de los árboles. A las ocho de la mañana no veo mucho más. Los columpios están en reposo todavía y los pocos niños que nos cruzamos se dejan arrastrar hacia la verja roja detrás de la que pasarán el día.
Le quito a Noa su chaqueta y la cuelgo en el perchero de madera de pino con su foto; dejo baberos limpios, para la comida, para la merienda; expiro para sacarme de la nariz ese olor a leche que me envuelve y doy varios besos a mi hija antes de salir a la carrera.
Desciendo terraplenes y aceras empinadas antes de llegar al metro. Me siento, retomo la lectura de un capítulo a medias justo cuando un grupo de adolescentes bulliciosos entra en el vagón sin atender al profesor que les pide silencio. Cierro el libro. Miro. Un señor, a mi derecha, logra dormitar de pie, agarrado a la barra. Delante tengo a una niña de seis años que parece asustada entre tantas piernas y se aferra a su madre. A la izquierda, una de las estudiantes llama mi atención, su pelo quizás. Es rojo, teñido, y el maquillaje que usa le extiende ese color hacia las mejillas. Un anillo plateado le atraviesa el cartílago septal de la nariz y sus ojos perfilados en kohl negro miran con menos inocencia de la que detecto en algunas de sus compañeras. Saca de la mochila un tetrabrik de batido de chocolate de los que le doy a Noa a veces. Rompe el plástico que envuelve la cañita con los dientes y empieza a sorber con ganas. La mirada se le aniña.
Agito uno de mis pies y noto como bailan varias piedras pequeñas en la punta del botín. Siempre que atravieso el parque me llevo arena metida en los zapatos. Siento el impulso de descalzarme y ganas de columpiarme.