martes, 5 de febrero de 2019

Primero sin ascensor


La voz de un señor mayor que no conozco pero con el que he quedado en diez minutos me dice, desde el otro lado del teléfono, que ya me está esperando, que tiene el pelo blanco y lleva una bolsa de plástico en la mano.
Después de lograr aparcar el coche, llego a la portería en la que he quedado con ese señor mayor que, efectivamente, lleva una bolsa en vez de un clavel rojo en la solapa. 
“¿Sois del barrio? Yo sí, de siempre. Antes por aquí pasaba el trolebús y en la fachada del edificio aún se conserva el enganche en el que se fijaban aquellos cables”. 
La finca es vieja, lleva allí, en medio de esa calle comercial de un barrio que no es el mío pero que podría serlo, más tiempo que cualquier otro edifico. Al abrir la puerta un olor a humedad y a bajantes embozados me obliga a arrugar la nariz. “Aquí antes había en las paredes unos colores muy bonitos, pero pagaron no sé cuánto por esta chapuza. Con lo que le gustaba a mi madre la policromía de las cenefas de flores...”
Primer piso sin ascensor. Subimos los escalones altos, de esos de fincas con techos de más de tres metros. Me gustan los techos altos y las cosas viejas. El abuelo es bastante viejo y huele raro, a ese olor que desprende la ropa cuando se guarda sin lavar en el armario. Uso tras uso. Y lleva una barba de dos días que le da una apariencia de dejadez o de haber estado malo. Entramos en un piso grande y muy mal iluminado. Ya en el recibidor nos da la bienvenida un hedor horrible, mucho peor que la peste de la portería. Huele a suciedad rancia, antigua, a olor de cuerpos sucios impregnado en la telas de la vivienda: en la tapicerías, en las sábanas de las camas deshechas, en los zapatos esparcidos por todos sitios...
El abuelo nos pasea por las diferentes estancias sin ningún rubor. “Aquí tenéis la habitación doble. Mi madre me parió aquí y esta puerta lleva a otra habitación en la que yo dormía de pequeño; podéis mirar”. Y miré a través de la rendija de la puerta que no podía abrir porque los muebles y objetos allí amontonados hasta media altura no me lo permitían. 
“Venid, aquí están las habitaciones individuales”. Tres cubículos pintados en colores oscuros, tres camas revueltas, tres crucifijos en la pared y un montón de frascos de todo tipo sobre todas las superficies. En la última estancia había una silla de ruedas junto a la cama deshecha. Sobre la silla descansaba, o eso parecía, un camisón rosa de puntilla beige. “Aquí murió mi madre hace dos años”, dijo el abuelo señalando el catre desvencijado que tenía unos tochos para igualar la altura de la cabecera y los pies. A los pies de la cama, una maleta sin cerrar vomitaba ropa de mujer metida allí dentro sin cuidado. 
“Vamos a ver la zona de día”. Y el abuelo nos fue llevando por un pasillo de suelo áspero hasta una cocina que hubiera causado un colapso a Marie Kondo. Zapatos desparejados, dos lonchas de queso sobre el mármol junto a una cuchara con restos de arroz, un cepillo de dientes y un tubo de pasta chafado justo por el centro al otro lado del queso. 
Humedades, paredes descascarilladas, interruptores quemados, más ropa, más maletas.
¿Tiene alquilado el piso?, le pregunté. “Bueno, mi hijo vive con una novia brasileña”.
Eso dice el viejo, pero yo no he visto ni un objeto ni una prenda femeninos, salvo los que parecían pertenecer a esa madre muerta.
Primero sin ascensor, amplio, iluminado, exterior, en finca regia. 350.000 €. Oportunidad.
Al cabo de dos horas aún sentía ese olor a suciedad y a madre muerta metido en la nariz hasta mi frente.