martes, 15 de diciembre de 2015

Diario de una ansiosa XIX. DVD sin desprecintar

Verte en el espejo y no saber quién me devuelve la mirada desde ese reverso con los lunares cambiados de lado.
No poder dormir sin que me des la espalda.
No saber vivir sin salmodiar tu nombre de dos sílabas.
No soportar más tu ausencia corpórea o tu cuerpo ausente, no sé qué es exactamente lo que se está borrando de ti.
El cuerpo distante pesa más. Me hunde en el colchón y me obliga a ser consciente de mi tamaño al no poder asirme a ti, no me dan los brazos. Es un cuerpo dormido, en estado larvario, y me inquieta desconocer la especie de insecto que te está latiendo dentro. Miro cómo tus sueños deforman tus párpados y detesto ese telón de carne que me separa de tu mundo ajeno. Tu mundo sin palabras en el que el desafecto va dejando un rastro viscoso de artrópodo frío y silencioso.
La ausencia cercana es un agujero próximo al que asomarme como una gata curiosa e imprudente. Es una boca joven que ha empezado a devorar nuestros gestos y que incluso ha mordisqueado, como un cachorro aburrido, el mando a distancia de la tele y aquellos DVD que aún conservaban su precinto sin pliegues. Con lo que me gustaba ver esos precintos transparentes en un cajón y contemplar su rara cualidad de barrera inmaculada. Abría ese cajón cada vez que intuía bajo tus párpados la silueta turbadora de un macho de mantis y me nacía la necesidad de creer que aún nos quedaban cosas por hacer.
Esa boca hambrienta y muda es nuestro nuevo hogar.
Noa también se resiste a hablar, pero su silencio bullicioso, plagado de aspavientos y onomatopeyas, es tan diferente del nuestro. Está en la edad del ruido. Pero a nosotros nos queda lejos, hemos llegado a la edad callada en la que las sonrisas como respuestas y el miedo como amparo incómodo ya no sirven.
Te miro dormir y siento que ahora sólo vale Ser, aunque para ello tenga que abrazar un mundo por la espalda.

domingo, 13 de diciembre de 2015

Diario de una ansiosa XVIII. En tránsito

Todo el mundo tiene una historia. 
Me han recogido taxistas que al parar frente a la editorial en la que trabajo se han convertido en escritores vocacionales con un original en un cajón; me han llamado viejos boxeadores con una vida de superación y más folios escritos que golpes encajados en la cara machacada; me han escrito jóvenes románticos que, con un atrevimiento sólo posible en la edad de la ignorancia, me han ofrecido su novela, la gran novela en castellano, una distopía sobre una sociedad al borde de la extinción en la que un héroe humano y una joven híbrida y hermosa pretenderán salvar a la raza humana; incluso mi abuela, que no acaba de saber a qué me dedico, cuando cuenta una anécdota de su pasado de lugares desaparecidos siempre añade que su vida da para un libro. Y ahora que pienso, creo que sí que daría, para un tiempo entre costuras sin más exotismo que el origen de mi abuelo y sin más traiciones que las del día a día.
Todos tienen una historia. Y muchos encuentran el tiempo para poder escribirla. Envidio profundamente ese tiempo y su capacidad para escribir hasta alcanzar un final. Admiro esa facilidad para la línea recta, para la memoria ordenada, para la asimilación de la concepción temporal  judeocristiana que considera que todo fluye hacia un fin. Lo mío es la curva, el círculo, el tiempo cíclico de los antiguos griegos y su eterno retorno a un mismo punto de origen. Ahí me encuentro, siempre en el principio de algo.
Además, he dejado de notar a mis bichos. No percibo ese rumor de alas en mi vientre. Es el frío. Odio el frío. Mata todas mis ganas, me sume en un letargo de autómata oxidado y las crisálidas se me quedan en nidos cálidos cerrados a cal y canto. Dentro, mis larvas bullen en su pequeño mundo sin posibilidades. Sé que no me va a nacer ninguna hasta que logre recuperar ese calor de carne y sangre, hasta que mis sueños tengan fiebre.
No tengo una historia, tengo dos. La de quien soy y la de quien creía que iba a ser. Avanzo por una hermosa y recta vía muerta. Todos los trenes a los que me he subido han acabado cambiando de raíles y llevándome a esa vía que acaba en un muro. Las veces que me he topado con esa pared he dibujado algo bonito en su superficie, una flor, un pájaro o una frase corta. Y al volver a bajarme en ese andén desierto me sorprende siempre descubrir que alguien ha coloreado el pájaro y la flor y ha añadido unos puntos suspensivos detrás de mis palabras.
Sólo siento que soy yo cuando estoy en tránsito, rodeada por extraños apresurados. En ese tren con destino a un no lugar. O en el autobús y el metro, cuando voy o vengo del trabajo. Es en esos minutos, más o menos una hora, u hora y cuarto diaria, cuando me doy cuenta de que tengo dos historias por contar, pero el tiempo no es suficiente para que la certeza me descongele por dentro y me nazca alguna mariposa, únicamente me alcanza para darme cuenta de que una vez que me baje estaré de nuevo en ese andén, frente a ese mural enorme en el que las flores y las aves parecen atrapadas entre la enredadera de palabras que me separa de mi otro yo posible.

Esta semana le preguntaré a la psicóloga qué opina. No sé si verá esta dualidad y mi tiempo oblicuo como una ventaja o como un desdoblamiento digno de diagnóstico. Tal vez me sorprenda y me haga ver que tengo suerte: no tengo una historia que contar, tengo dos.

martes, 8 de diciembre de 2015

Diario de una ansiosa XVII. Voz de sirena

Resulta que parece que tengo voz de sirena, aunque no sé qué hacer con ella, qué contar ni cómo hacerlo. Me había ido convenciendo de que sí, de que podría, de que sabría explicar esa historia que me ronda hace tiempo por la cabeza. Pero hoy siento que no puedo.
Si supiera cantar, podría espantar mis males, pero tengo una voz que no me sirve ni para gritar desesperos con una almohada entre los dientes. Y además, cuándo iba yo a escribir, si hay días que no tengo tiempo ni de peinarme por la mañana. Menos mal que en Barcelona cierto descuido combinado con un estampado atrevido puede ser considerado síntoma de bohemia. Escribo la palabra bohemia y me suena a rancio, a viejo, como cuando mi padre y mi tío me descolgaban el teléfono con un 'digamelón'. Qué daño hicieron los especiales de Fin de Año cuando no había mandos a distancia en las casas. 
Mi voz de sirena no pretende salvar a ningún marinero. Qué más me da que se hundan los náufragos si yo no logró salir a flote. Tampoco quiero devorarlos. Ya no, últimamente como poca carne. No tengo apetito. Me alimentaría sólo de palabras y de silencios, pero todo a mi alrededor es ruido. Y con tanto ruido de qué sirve tener una voz hermosa si nadie puede escucharla. 
Recuerdo la sensación de ninguneo que siempre sentí durante las conversaciones familiares cuando era una niña, y después, cuando dejé de serlo. Intentaba que me escucharan, que los hombres me oyeran, que pusieran atención a mis palabras que pretendían contarles historias de colegios, dibujos, amistades, penas, universidades, manifestaciones, sueños, planes... ¿Oís? Pero no me oían. Primero creía que era porque hablaba demasiado bajo y subía la voz, casi chillaba. Entonces, me mandaban callar y me preguntaban por qué no estaba vigilando el juego de mis primos. 
La sirena creció y siguió creyendo que la bruja le había robado la lengua y por eso nadie podía escucharla. Algún día, al lavarse los dientes, se la tocaba con los dedos y le parecía un sucedáneo demasiado escurridizo y blando, quizás no servía para articular sonidos inteligibles. Hubo veces, en restaurantes, que los hombres de mi familia pedían cafés y no contaban a las mujeres. 'Pero si no os gusta el café'. Y era cierto, en parte. No les gustaba a algunas, a mí sí me gustaba, cortado con la leche muy caliente, incluso me apetecía, cuando hacía frío, echarle un chorro de algún licor. Era raro que lo supiera el camarero del bar de la facultad, pero no mi padre. Era raro, pero me parecía normal, y quizás eso fuera lo más extraño.
Y he crecido con esa voz de sirena que debo de emitir a una frecuencia que no detecta el oído humano, por eso siempre necesité mis libretas, mis bolígrafos, mis portaminas. Me encanta la letra que me sale cuando escribo con esas minas quebradizas de grafito, y me gusta saber que esas palabras se irán borrando poco a poco y me ahorrarán la vergüenza de volver a ellas. 
Parece que mi voz no es fea del todo, parece que a falta de poder cantar melodías bonitas, puedo dibujar imágenes con palabras, pero de qué me sirve esa voz si no logro contar con ella esa historia que me ronda.
Debería bajar al fondo del mar y pedirle a la bruja que me devuelva mi cola, decirle que no me sirven de mucho mis piernas y proponerle que se quede mi lengua a cambio de una cueva de tiempo y silencio donde sentarme a escribir una historia. 
Pero no puedo hacerlo. Buceo fatal para ser una sirena, y además está Noa, que aún no sabe nadar, que todavía tiene que aprender a hablar.