jueves, 21 de agosto de 2014

Muñecas

Dicen que no se debe decir nunca jamás porque nunca jamás se cumple la promesa. Aunque conozco casos en los que ese nunca sí ha sido un jamás. Por ejemplo, mi abuela en sus 85 años de vida nunca se ha puesto un pantalón. Es de esas mujeres de falda y combinación con encajes asomando por el dobladillo cada vez que se sientan. Podría suceder, no es que ponerse un pantalón sea imposible, ni siquiera es complicado, pero estoy segura de que jamás se pondrá esa prenda de hombre mientras su cabeza y su voluntad sigan intactas. Es una de aquellas mujeres que sabían perdectamente lo que eran cosas de hombres. Como el Soberano, como entrar en un bar aunque sólo sea a pedir cambio, o fumar, o beber, o salir por ahí, o engañar, o ser infiel, o pegar, o decidir. Mi abuela siempre se queja de que las mujeres de hoy en día no son femeninas, no se maquillan casi, no se arreglan nada. Y me da mucho miedo darme cuenta de que su idea de lo que es una mujer se parece mucho a la idea que tengo yo de lo que es una muñeca. Así éramos no hace tanto, hace apenas una vida: preciosas muñequitas arregladitas con las que jugar a vestidos y a mamás y papás. Muñecas que colocar en una estantería y contemplar y quitar el polvo de vez en cuando, en el mejor de los casos; o muñecas que maltratar, descuidar, despeinar y olvidar en el fondo de un armario.
Así éramos entonces, en aquellos años grises en los que creció mi abuela. Pero pienso en cualquier tienda de juguetes de hoy y me dan mucho más miedo esas muñecas adolescentes hipersexualizadas que parecen haber pasado por las manos de un cirujano plástico con tendencia al exceso, que las dulces muñequitas de porcelana de ojos redondos de cristal que tiene mi abuela en una vitrina.