lunes, 23 de abril de 2018

La mujer incompleta. Una foto.

Me he topado con una foto tuya de aquel año. Creo que fue justo ese año. Estabas tan guapo. Me han asaltado un montón de recuerdos en tropel. ¿En tropel? Qué horror. Pero es que hacía más de una década que no veía una imagen tuya. ¿Puede ser? Más de diez años sin verte. Ni a ti ni a tu imagen. Es raro hoy día, con tanta red social, con tanto selfie. Más de diez años. Más, quizá quince o dieciséis. Aún me hacía trenzas en verano, como una figurante de películas del oeste. Aquella sonrisa pícara, tu pelo, tus camisetas. Tu boca mentirosa. Sabías ya entonces que llegarías lejos, que te irías lejos. Nada iba a atarte a una ciudad encajonada entre una montaña y el agua. No tenías espacio suficiente ni para coger carrerilla. Solo para ahogarte. Lo sabías. Pero yo no tenía ni idea. Es más, mi mundo siempre ha sido pequeño, siempre me ha gustado así, con sus límites bien remarcados con una línea de puntos intermitentes con aspecto de costurón. Hubiera necesitado de alguien que me llevara lejos. Que me enseñara que el pelo se puede congelar y convertirse en una mata de carámbanos si se te ocurre salir recién duchado a la calle una mañana de enero, como buen mediterráneo despreocupado, en la otra parte del mundo.
Eras tan listo. Y engreído. Me divertía ese punto presumido. Es raro que me divirtiera, no suelo tolerarlo en nadie. Le hablaba de ti a mis amigas y una retorcía los labios. Te conocía. Yo no lo entendía. Lo único que quería era que vinieras y te marcharas y me escribieras. Tonta. Las letras han sido mis miguitas de pan en el camino. Las he seguido siempre sin cuestionar el destino aunque me llevaran a un barranco. Sigo haciéndolo. Seguiré haciéndolo. Cada uno tiene lo suyo. Yo tengo miedo y letras. Y un mundo que ya quisiera el Principito, de pequeño que es puedo ver más de cuarenta atardeceres al día.
Yo era sencilla. Y sus sinónimos. Dispuesta a acompañarte a cualquier rincón con tal de que me hablaras de mi espalda al oído. Creo que no quería nada más. Eso y oírte reír. Te reías mucho, ¿verdad? ¿O era yo la que me reía? No me acuerdo ya.
Si hubiera sido más ambiciosa. Si hubiera sido así tal vez ni te hubiera mirado. O no habría apartado mis ojos de ti. No lo sé.
He visto otra foto, parece actual, pero no sé muy bien calcular edades, yo misma no sé cuántos años tengo. Estoy muy confundida con este asunto de las cifras. Ni idea de si soy joven, menos joven, nada joven. No lo sé ni me importa. Miento. Me importa mucho. Tanto como para no hablar del tema. Sé que no sabré ser una vieja.
En la foto estás rodeado de otras personas. Todas sonríen. Todas menos tú.
Espero que eso solo te pase en las fotos.







jueves, 12 de abril de 2018

La mujer incompleta. El corazón en la boca

Tengo los labios resecos. Me los relamo como un gato después de comer, pero lo único que logro es que se me abran más las grietas en cuanto se seca la humedad.
Tengo boca de montañera desesperada refugiada en el campamento base, de excursionista perdida en el desierto, de náufrago sediento en medio del mar.
Tengo los labios secos. Y la piel de las piernas, y el pelo. También el corazón. Reseco. Doblemente seco. Por cansado, por acostumbrado. Cansado de la cantinela acompasada de su ritmo. Escucharse a sí mismo siempre, desde el inicio. Ser diapasón con alma de batería.
Me cansa también subir escaleras, me quedo sin aliento y recuerdo que me hago vieja. Y ponerme nerviosa cuando no sé cómo decir las cosas. Entonces siempre encuentro con la punta de mis dientes ese pellejo desprendido de mi labio inferior del que tirar, como si fuera el hilo que me ha de llevar al centro de mi laberinto. Pero en el centro solo está el corazón agotado, rodeado por una de esas fuentecillas neoclásicas que pretenden embellecer el epicentro mismo de la pérdida. Ya has llegado, te dicen. Ya no puedes estar más perdido. Ahora solo toca salir. Sal. Vete. Tu búsqueda ha acabado. Hazte una foto con mi corazón doliente y vete. Nenúfares rodeando una bola incandescente. Núcleo ardiente sepultado bajo mil capas de tierra. Piel marrón que se cuartea de dentro hacia fuera. Labios de arcilla a los que dieron forma de cualquier manera. Creo que si me los besaran rasparían como una de las lijas que uso para afilarme las uñas.
Antes me besaban y era yo la que me convertía en fuente. Mi cuerpo semidesnudo era la señal del refugio encontrado. Mi cuerpo como cueva en la que pasar la tormenta, en la que refugiarse del mucho sol, en la que poner por fin ambos pies sobre la arena. Eran otros los labios que lamían.
Me pinto los míos de rojo antes de salir de casa. Siempre voy por la vida con el corazón en la boca porque me muero de ganas de que me lo devoren a dentelladas.

Me acabo de acordar de los dientes desordenados de un chico que me gustaba. Cuánto me gustaba esa imperfección, esa apariencia de lobo hambriento tan sugerente que le aportaban sus colmillos ligeramente montados.
También he recordado la tristeza absurda que me invadió cuando se puso aparatos, unos hierros que forzarían su naturaleza hasta volverla uniforme, lisa, igual a otras.
Su rebeldía se quedó en simetría.
La simetría está sobrevalorada. En los pliegues del desorden, de la equivocación, se encuentra a veces una belleza inesperada, conmovedora, espontánea. Esa clase de belleza contra la que no hay antídoto porque su origen es casual e impredecible.