domingo, 27 de enero de 2019

La mujer incompleta. El péndulo de Newton

Qué harta estoy de darme miedo.
No me gusta.
No sé qué hacer con mis manos mientras paso miedo. Por eso amo los bolsillos grandes, de abertura en diagonal, perfectos escondrijos en los que deslizarse. Menos mal que es invierno, menos mal de los abrigos. Mis dos comadrejas asustadas se meten ahí como si dentro hubiera una madriguera de conejos sin suerte. Y se aferran a los hilos que penden de las costuras mal rematadas y pañuelos viejos llenos de lágrimas o mocos.
Qué harta estoy de este desaparecer tan lento.
No me gusta.
Me impacienta, tanto que me empujo hacia ese abismo sin fondo en el que viven peces ciegos y fluorescentes que iluminan la muerte rápida de sus presas.
No me gustan los peces. Ni sus bocas llenas de dientes afilados. Ni los anzuelos que les atraviesan los carrillos. Ni su expresión de asombro estúpido cuando los cuento, apilados y muertos, mientras espero mi turno en la pescadería.
¿Y si fueran peces enormes los que miraran nuestros cadáveres grises apilados sobre una pila de hielo? Siempre imagino esa escena, peces con chaleco y pajarita, decidiendo si quieren una pieza pequeña para la plancha o una grande con los lomos marcados para el horno. Peces enormes y, no sé por qué, siempre elegantes, que a veces se estremecen al mirar los ojos velados de su cena.
Qué harta estoy de tener miedo. Aunque no siempre me acuerdo de que lo tengo.
Menos mal del movimiento y de mi mala memoria. Menos mal del péndulo de Newton y de esa inercia que me impulsa hacia delante segundo tras segundo. Memoria del movimiento, avance sin voluntad, sin remedio. Avanzar porque no se puede retroceder. No se puede.
Pero, ¿y si me paro?
Quisiera detenerme y mirarme de cerca y dejar de notar esos golpecitos acompasados en mi espalda inmóvil. Olerme por dentro y averiguar de dónde viene este hedor a sangre que era vida pero que se convirtió en muerte antes de tiempo.
Pero no puedo detenerme. Me da miedo parar. Me da pánico pensar que si mi movimiento se detiene me desharé como un duna de arena en medio de un tornado.
Qué harta estoy de tenerme miedo.
Qué harta estoy de perderme hacia delante.
Qué harta estoy de este desaparecer tan lento.
No me gusta.

viernes, 11 de enero de 2019

Johnny Deep y mi estúpida tristeza

Menuda gilipollez. Me he puesto triste al ver una fotografía antigua de Johnny Deep. Era una fotografía en blanco y negro, de esas poco naturales, en las que el que posa lo hace apuntando a la cámara con una mirada que no te permite fijar tu vista en otro lugar. Aunque no todo el mundo puede lanzar una de esas miradas. No. No todo el mundo. Ni siquiera aquellos que tienen la suerte de poseer esa mirada que atraviesa superficies más o menos sólidas, como tu cuerpo o el mío, la tendrán de manera vitalicia. Solo la podrán ofrecer, como un regalo especial, durante ese tiempo que la vida les lleve de la mano y les ofrezca algo sabroso que devorar, como si fueran caníbales ansiosos por comerse cruda toda la carne que se les ponga por delante. Pero los caníbales son pocos y están mal vistos. Tienen esa imagen de malos, perversos, oscuros, retorcidos. O de extraviados desesperados. Aunque no son más que pequeños dioses que no pueden oponer la mínima resistencia a su curiosidad y sus caprichos. Además, la vida les quiere satisfacer. A la vida le encantan esas miradas, como a todos. Nadie puede nada contra ese tipo de ojos hermosos y avariciosos.
Pero no son miradas para siempre. Las certezas y las islas descubiertas las queman. Nunca serán miradas de segunda mano.
Qué tontería ponerse triste por ese actor al que aún amo con ese amor estúpido de la adolescencia que no tiene en cuenta más que la belleza y la necesidad de ser conmovido. Creo que el ser capaz de sentir lo mismo que sentí con quince años al ver esa foto que tenía colgada en mi cuarto de casa de mis padres en la que aparecía un Johnny Deep aún no decepcionado ni triste, aún no cansado ni agotado de todo lo que un pequeño dios puede aborrecer, es lo que me ha puesto tan triste. ¿Cómo puede ser que mi cuerpo y mi cerebro, tras toda una vida, puedan recuperar esa misma emoción? ¿Cómo puede ser que esa mujer con ojos cada vez más apagados que se empeña en mirarme desde el otro lado del espejo pueda sentir esa misma emoción adolescente? ¿Qué hago con ella? No creo que pueda amar del mismo modo a ningún ser real. Sin embargo, puedo rescatar, como si fuera ese aroma a comino del arroz de los domingos de mi abuela, ese amor que hubiera regalado a cada uno de los chicos que quise amar, pero que no se dejaban querer por aquella chica rara de flequillo recto y cuerpo inconsciente. ¿Qué hacer con mi frente llena de ideas? Taparla, fue mi respuesta. ¿Qué hacer con mi cuerpo lleno de preguntas? Taparlo. ¿Qué hacer con ese amor enorme que quería sentir hasta ahogarme? Regalárselo a un actor de ojos terriblemente hermosos y desesperados. También quería que le quisieran. Estoy segura. Ese es el truco de esas miradas que no pueden conservarse siempre: quiéreme, por favor. Quiéreme hasta que te duela. Quiéreme hasta que tu pecho sea un globo a punto de estallar. Quiéreme hasta que te des cuenta de que mi amor te ha devorado y no ha dejado de ti más que un corazón mordisqueado rodeado de huesos roídos. Creo que esa chica rara de flequillo daba un poco de miedo. Quizá era por su mirada, esa mirada de caníbal inexperta que no sabía qué hacer con todo su apetito.
Al final, el tiempo pasó y también se llevó mi mirada de entonces y me dejó estos ojos a los que solo les queda el deseo del asombro y del placer.