martes, 21 de febrero de 2017

La mujer incompleta. Párpados

Párpados

12.45 h. Se me ha corrido el rímel. No he encontrado el paquete de clínex en la oscuridad de la sala. Entre la oscuridad, las lágrimas de cocodrilo empañándome las lentillas y el forro descosido de mi bolso negro he acabado recurriendo a la manga del jersey. Menudo drama. Un contenido hermano pequeño Affleck no me hablaba sobre la culpa desde ese mutismo que dañaba más a cada fotograma que pasaba. Yo no he matado a nadie, ni directa ni indirectamente, pero conecto bien con el sentimiento de culpa. Creo que todos lo hacemos porque todos somos culpables de algo, aunque sea de no cederle el asiento a una abuela en el autobús, por lo que todos somos conscientes de ese mordisco interior que decidimos ignorar cada dos por tres para seguir adelante. Ahí debe de radicar el éxito de los dramones.
Hacía tanto tiempo que no iba sola al cine. Casi una vida. Sola a la sesión matinal entre semana. Un lujo. Ocho personas afortunadas en un cine. Una pareja de ancianos, cinco solitarios y una mujer sola, yo. Silencio y oscuridad. Y llanto callado por una pena ficticia. Llanto de mentira. O no. Lloraba de verdad. Siempre lloro de verdad, aunque lo haga por la imposibilidad del protagonista de una película de salir de su pozo, o por los pobres delfines masacrados en Taiji año tras año, o por los más de diez mil niños sin nombre que se esfumaron al pisar Europa después de atravesar su desierto de guerra y sed. Desde que parí lloro más por los niños. Antes lloraba lo mismo por los perros maltratados en una perrera que por los pequeños desgraciados del mundo. Quizá más por los perros porque había convivido con varios y empatizaba mucho con esa indefensión de ojos suplicantes, más que con el dolor de los niños perdidos, porque no conocía a ninguno y todos los mocosos que tenía a mi alrededor habían empezado ya el instituto. Pero desde que tuve a mi hija el dolor de los niños me pellizca de esa manera rabiosa que tenía sor Petronila, aquella monja que me daba plástica en la primaria, de retorcerte la piel del brazo cuando no contabas bien los puntos de la labor. Menos mal que Ikea ha popularizado esas bandas que pegan la tela con calor y no tengo que abrir el costurero y acordarme de sor Petronila, y de sus gafas oscuras que escondían un misterio que jamás desvelé, cada vez que tengo que subir el bajo de los pantalones; tal vez tenía un ojo a la virulé o una mirada de odio incontenible que debía disimular dada su ocupación como profesora de crías de ocho años,
14.05 h. He ido al cine sola y se me han hinchado los ojos como si hubiera estado en el velatorio de un muerto  joven. Antes de sentarme a la mesa del restaurante de comida turca en el que me he metido, me he encerrado en el baño. Labios medio despintados, manchas de rímel en los párpados superiores hinchados y ojeras al descubierto. En el maldito bolso de forro descosido tampoco he encontrado ese neceser pequeño que llevo siempre para arreglar este tipo de desastres que dejan al descubierto el páramo arrasado en el que se está convirtiendo mi rostro. He gastado más en correctores de ojeras desde que tuve a mi hija que durante toda mi vida anterior. La maternidad me ha oscurecido el contorno de ojos y el ánimo de manera brusca. Cada día descubro mi rostro agostado en el espejo. Se me agotó la mirada incluso antes de ser consciente de que me estaba gastando. No he estado más segura de mi acabamiento que desde que fui madre. Quizá sólo es la coincidencia del declive físico propio del final de la treintena con las noches de insomnio de la maternidad. O la certeza de que es una vida que no es la tuya la que te absorbe.
Un chico de unos quince años espera su kebab escondido dentro de la capucha de su sudadera. Un hombre apuesto de pelo cuidado come carne de cordero y extra de humus acompañado de una chica muy joven. No sé si es su hija o su amante. Menuda duda. En cualquier caso será carne de su carne. Comen poco y rápido. No acaban la comida de los platos. Paga él, está contento y no tiene frío. Sale sin abrocharse el plumas que lleva. Supongo que va en moto y que la chica, amante o hija, le ceñirá los muslos con sus piernas tan jóvenes. Me inclino por la relación de amor, bueno, de sexo. De amor también es la relación padre-hija. A mí la expectativa de sexo siempre me ha quitado el apetito. Para qué comer la carne del plato cuando deseo devorar a mi acompañante. Para qué alimentarme de un cadáver cocinado cuando tengo un cuerpo caliente que lamer y morder hasta hartarme. No, nunca me ha gustado distraer el  paladar con tonterías. Quizá por eso antes estaba delgada. Antes, cuando deseaba que me invitaran directamente a follar y no a comer un sándwich helado y seco que se pegaba desagradablemente a la garganta y sólo podía salvarme la cerveza o un buen tinto. Pero los hombres no se atreven a invitarte a follar. Se creen que van a insultarte y que vas a salir corriendo. Pero qué hipocresía; siempre me he sentido más insultada cuando disfrazaban sus ganas de follarme con invitaciones a restaurantes caros o a combinados de alta graduación en bares en los que las camareras soñaban con su carrera de modelo mientras sonreían a los caballeros de pelo engominado y braguetas impacientes que les pedían sus consumiciones. Siempre me ha irritado la necesidad social de fingir. Tal vez por eso se me da tan mal mantener relaciones, de amistad o de lo que sea. En todo caso es necesario el fingimiento. Ahora que me estoy borrando empiezo a liberarme de esa esclavitud. Con no ser me conformo. No ser amiga. No follar. No querer, o al menos no estar obligada a demostrarlo por la necesidad de vínculo. Los hombres también necesitan fingir que les apetece charlar contigo. Necesitan demostrarse que son algo más que mamíferos, y se cuidan el pelo y escogen con mimo los tejanos y el estampado de la camisa y se sientan delante de ti disimulando penosamente las ganas de arrancarse la ropa. Tal vez todo se reduzca a esa mentira que nos obliga a frenarnos y la vida no sea más que el ruido áspero que hace un coche en marcha cuando levantas el freno de mano, y el tumbo brusco e imprevisto que da el vehículo.
15.45 h. Apuro el cortado, saco el monedero y guardo el móvil. Tengo que pagar ya. Como no corra llegaré tarde a recoger a mi hija a la salida del colegio. Se me ha acabado el día de fiesta. No he hecho nada de todo lo que tenía que hacer (lavadoras, preparar clases, leer un par de artículos del curso, coser un disfraz, barrer la casa...), pero he visto un película, he leído un poco, he escrito cuatro notas en una libreta. Me siento bien mientras dura la rebeldía, noto que se me definen los límites. Cuando recuerdo lo que tengo que hacer, todo aquello que debería cumplir me desdibujo, vuelvo a borrarme. Ocho euros, más seis del cine. Me llama Él, no le cojo el teléfono, no quiero que me recuerde que no tenemos dinero para llegar a fin de mes, no quiero que me reproche que soy una egoísta. Doble pitido, miro la pantalla por si me ha dejado un mensaje de voz. No, no lo ha hecho. Tengo un whatsapp nuevo:  "hola, ¿qué tal? voy a barcelona la semana que viene. he pensado que podríamos comer juntos."
Tampoco soporto que no se empleen las mayúsculas en los mensajes. Su ausencia le resta importancia a las palabras.

jueves, 9 de febrero de 2017

Diario de la niña de fuego. El futuro compuesto

La semana pasada volvió a clase un chico que hacía más de un mes que no aparecía por el instituto. Un mes y pico de ausencias sin justificar. No sé casi nada de él, sólo su nombre, que se sienta en primera fila, que es obeso y feote, con su bigotito adolescente de cerdas puntiagudas sin afeitar y sus gafas de montura de metal pintado con desconchones. Es un repetidor educado y silencioso que va por los pasillos mordiéndose con los talones los bajos del pantalón de chandal un poco demasiado largo. Tiene  cuatro años más que sus compañeros. En enero cumplió diecisiete. Eso son tres cursos de atraso. Y he escrito compañeros porque tenía que escoger un sustantivo, por nada más. Sé que la situación en su casa no es la mejor; no conozco los detalles, casi ninguno, me han comentado lo imprescindible para que entienda que sus ausencias no son campanas como un templo. No viene porque le pasa algo a su entorno, o le pasa a él, no sé. Le pregunté cómo estaba, lo mínimo después de tanto tiempo. Me  contestó que muy mal, que a su hermana le descubrieron una vena hinchada en el cerebro y que casi se muere en Navidad y que sigue grave, aunque mejor. No me esperaba su sinceridad porque es discreto además de tímido. Pero también es educado y en algún momento le explicaron que cuando a uno le preguntan algo tiene que responder. Eso es lo que ha hecho. Parece obvio, pero la mayoría de sus compañeros desconoce ese motor de la comunicación. Me ha contestado y con unas pocas palabras me ha implicado en algo que desconozco y me inquieta: su vida. Llegó un miércoles y el viernes tenía examen de todo lo visto desde enero. No me ha protestado, ni pedido un trato de favor. Solo levantó la mano para confirmar la fecha. Lo intenta. No suele lograrlo pero lo intenta. O al menos asume que tiene que pelearlo, que no valen excusas. Y no dice nada. Y el siguiente martes, tras el examen, me pregunta si ya tengo su nota, y no la tengo y me siento miserable por no poder darle una respuesta, aunque llevara malas noticias. Sólo soy su profesora, la sustituta de otra profesora de baja. No tengo que implicarme, quizá mañana no vuelva y no pueda ni despedirme de los chavales, pero no puedo evitar la impotencia. Su compañero de pupitre, al verlo el día de su vuelta, dijo en voz alta para que le oyera el resto de la clase: "Anda, un fantasma". Y todos oyeron, claro; y todos callaron. Yo también. Y también en ese momento me sentí miserable. No tengo que implicarme, ¿qué voy a arreglar yo? Nada. Solo tengo que enseñarles los tiempos verbales, que sepan identificar un pretérito, o un condicional, o un futuro. Y este chaval no me necesita para algo así, este chaval ya sabe que el futuro no existe, que el pasado es una losa pesadísima y el presente, una mierda como una catedral. También sabe decirme que esto último es un símil que no le va a ayudar lo más mínimo para salir de ese pozo en el que anda metido. Lo sabe, como sabe que los minutos sentados a ese pupitre que guarda grabada con la punta de un boli Bic la memoria de otros que pasaron antes por el mismo sitio, son un alivio momentáneo, un paréntesis. Creo que le dan igual las burlas de sus compañeros, creo que no le importan porque sentado en esa silla de hierro y contrachapado descansa de todo eso que anda mal.
Pero, ¿qué hago yo con mis conjugaciones verbales y mi épica medieval castellana en el corazón de la Catalunya deprimida? No sé qué haré; de momento, darme cuenta de que la vida empieza a ser eso que les está pasando a otros, darme cuenta de que en todos los años entre las historias inventadas de los demás no me había emocionado de verdad ni me había sentido inútil de verdad.