jueves, 5 de julio de 2012

Cuando la memoria tiene forma de ramo


Cuando ves durante casi dos años marchitarse, uno tras otro, muchos ramos de flores blancas envueltos con celofán y colgados con celo en la misma farola, no puedes dejar de preguntarte por la persona que murió allí, sobre el asfalto. También, y quizás sobre todo, por quien vuelve siempre a ese lugar para dolerse y recordar. Un lugar que para mí no es más que un paso de zebra de pocas líneas blancas que cruzo al salir del trabajo por la tarde, con prisas si veo gente esperando en la parada del autobús, porque si se me escapa sé que tardará mucho rato en venir otro. Cruzo sin prestar atención a la gente que pasa por mi lado, normalmente ocupada en mirar el último e-mail del día o repasando mentalmente las tareas que han quedado pendientes para la mañana siguiente. Pero cuando veo de nuevo un ramo fresco no puedo evitar detenerme y pensar. Flores blancas fijadas al poste de la farola a la altura de mis ojos, tal vez un poco más abajo. Y pienso en una señora bajita que no puede olvidar a un hijo, o en una chica, o chico, que perdió en un accidente a su pareja cuando aún estaban muy enamorados y su relación era eterna. Me conmueve saber que en ese bordillo agonizó una persona seguramente joven,  porque cuando el duelo se prolonga tanto en el tiempo se suele deber a la incomprensión generada por una muerte inesperada y traumática. Me imagino a un motorista o una ciclista atropellada. El chasis de su cuerpo destrozado en la calzada, las sirenas, las miradas de curiosos morbosos, la policía cortando el tráfico y alguien haciendo una llamada a esa persona que no va a poder separarse de su tristeza hasta que la mente le regale el olvido de la vejez, si es que la vida se digna a administrarle al menos esa morfina.
Imagino a esa persona que añora profundamente triste. No cuelga un ramo cada mucho tiempo, cada aniversario del accidente, por ejemplo, sino que lo hace cada pocas semanas y lo lleva haciendo al menos dos años.
La foto la hice hará dos o tres días. Hoy las flores estaban ya secas, quemadas por el sol, pero nadie ha osado arrancar de ahí el ramo. Nadie se atreve a ofender a quien siente ese dolor que todos tememos sufrir algún día. No podemos no respetar la angustia y el vacío enorme que intuimos en esas flores que alguien pone ahí tal vez a primera hora del día, cuando esté a punto de amanecer. A esa hora le sería más fácil evitar ser observado mientras realiza su ritual de memoria. Puede que mientras corte el celo con los dientes sienta que aún no se le ha muerto del todo el recuerdo y en ese maldito trozo de calle piense en su ser querido y llore y crea recuperar el perfume de su colonia y se pase el resto del día adivinando en la silueta de cualquiera el cuerpo desaparecido de esa persona de la que está empezando a olvidar su voz. A veces el dolor hace compañía.

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