sábado, 2 de mayo de 2015

El escritor de los dedos feos

Conocí una vez a un escritor magnífico que tenía los dedos feos. Era un hombre no muy alto, no muy delgado, no muy hablador que miraba de lado mientras expulsaba el humo del cigarrillo de tabaco negro que siempre adornaba sus manos. 
Al principio sólo podía fijarme en sus ojos. Lo miraban todo, lo veían todo. Y en su boca. Me gustaban esos labios abultados algo femeninos que aportaban a su rostro de intelectual ensimismado un aire carnal perturbador por inesperado.
Poco a poco fui fijándome en más detalles. Detecté coquetería en su manera de anudarse las bufandas, en sus esfuerzos disimulados por mantenerse sobre el bordillo de la acera cuando yo bajaba, quizás para parecer de más altura a mi lado, que con tacones le sobrepasaba unos centímetros, no demasiados. También me fijé en un gesto que parecía casual, pero que tras verle posar para los fotógrafos varias veces descubrí intencionado. Nunca mostraba la última falange de sus dedos, los doblaba un poco hacia dentro para que sus uñas no fueran visibles. Cuando me despedí de él hice una búsqueda en Google y corroboré lo que sospeché durante la jornada: al escritor no le gustaban sus dedos, demasiado cortos y algo rechonchos, a pesar de construir sus elegantes laberintos de ficción gracias a ellos, y los ocultaba cuando se sabía expuesto ante una cámara.

En un taxi me habló del horror. El trayecto no era breve, así que tuvo tiempo de explicarse. No creía que el ser humano estuviera preparado para la cantidad de violencia y muerte que nos llega a través de las pantallas. Cada vez la dosis es más alta; las noticias terribles, que hace un tiempo hubieran durado días en los informativos, son rápidamente relevadas por el siguiente drama, la última catástrofe, la penúltima matanza sucedida en cualquier rincón del mundo. Antes de las telecomunicaciones e internet el horror era doméstico, nadie sabía lo que pasaba en el pueblo de al lado, ni bueno ni malo. Ahora, en cambio, somos testigos impasibles de la oscuridad del ser humano.

Hoy he leído sobre degüellos, raptos, violaciones, niños abandonados a su suerte en el desierto o enterrados vivos, crucifixiones, homosexuales tirados al vacío, negros tiroteados por la espalda por la policía en el primer país civilizado, mujeres golpeadas en todos los lugares, culturas y religiones. Lo he visto todo en escasos minutos, textos y fotografías. El escritor de los dedos feos tenía razón: yo no estoy preparada para asumir tanto horror. Quizás nadie. Ojalá. Desviamos la mirada, la dirigimos hacia nuestras propias manos para sorprendernos por la fealdad de nuestro pulgar, por lo torcido de nuestro índice, por la deformidad de nuestras uñas mordidas... Y acabamos paseando por las aceras de este mundo espeluznante con las manos en los bolsillos, calmando la mirada en los escaparates que ofrecen ropa de bonitos colores con la que cubrir, decorosamente, nuestro vacío pavoroso.

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