lunes, 7 de septiembre de 2015

Ventrílocuo




Lunes. Tengo la garganta irritada. Las funciones del fin de semana han ido bien, el aforo estaba completo, y pude repetir mi número mañana y tarde, pero hoy me cuesta hablar y cuando lo hago no reconozco mi voz. Alma me mira desconcertada porque a ella también le cuesta reconocerme. Aprieto mucho los dientes y le sonrío para calmarla. No le ha gustado que esta mañana le haya pedido la mantequilla la señora Alfonsina. Es la que más le inquieta, cada semana me pide que no la saque del arcón. No le hace gracia, creo que al público tampoco. Nadie se ríe con sus lamentos y sus referencias a la muerte. Alma me dice que le da miedo, que parece una parca ansiosa. Le recuerdo que es de cartón y no insiste, aunque me doy cuenta de que nunca la mira a sus ojos pintados, evita esa mirada fija. Pero a mí me gusta. Es la más lúcida, la que dice siempre la verdad porque el tiempo le ha concedido ese privilegio. Es la más vieja, en apariencia y años. Empecé con ella. Luego llegaron los demás: Lucas, el negro Sam, Pedro el lento y Alma. Es gracias a ella que puedo ignorar el éxito de la trapecista de labios rojos como los rubíes, los aplausos que consigue el domador de fieras, el calor que arropa a los payasos tristes. Aunque su amor es exigente. Un sábado se puso a llorar después de que una niña pequeña del público se le acercara y le diera un beso. Creí entender y le preparé una sorpresa: Lilith. Cuando abrió la caja y la vio dentro se asustó, tan real parece... Me miró extrañada y le sonreí, apreté los dientes y con mi nueva voz de niña le dije que la iba a querer mucho. Alma bajó la cabeza y lloró. Esa noche nos metimos los tres juntos en la cama. Alma me dio la espalda, empezó a cantar una nana mientras cepillaba el pelo castaño de Lilith y así se quedó dormida. Desde entonces habla poco y se duerme siempre de espaldas a mí. Echo tanto de menos su voz y el hueco de su cuerpo.

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