martes, 3 de noviembre de 2015

Cada mañana atravieso un parque para dejar a Noa en la guardería. Me quedaría a vivir en ese parque tranquilo. Algún perro tirando de la correa que le ata a su dueño, un mendigo africano al que siempre pillo metiendo su manta y sus cuatro cosas en un petate verde, un abuelo que hace estiramientos y el ruido de pájaros entre las ramas de los árboles. A las ocho de la mañana no veo mucho más. Los columpios están en reposo todavía y los pocos niños que nos cruzamos se dejan arrastrar hacia la verja roja detrás de la que pasarán el día.
Le quito a Noa su chaqueta y la cuelgo en el perchero de madera de pino con su foto; dejo baberos limpios, para la comida, para la merienda; expiro para sacarme de la nariz ese olor a leche que me envuelve y doy varios besos a mi hija antes de salir a la carrera.
Desciendo terraplenes y aceras empinadas antes de llegar al metro. Me siento, retomo la lectura de un capítulo a medias justo cuando un grupo de adolescentes bulliciosos entra en el vagón sin atender al profesor que les pide silencio. Cierro el libro. Miro. Un señor, a mi derecha, logra dormitar de pie, agarrado a la barra. Delante tengo a una niña de seis años que parece asustada entre tantas piernas y se aferra a su madre. A la izquierda, una de las estudiantes llama mi atención, su pelo quizás. Es rojo, teñido, y el maquillaje que usa le extiende ese color hacia las mejillas. Un anillo plateado le atraviesa el cartílago septal de la nariz y sus ojos perfilados en kohl negro miran con menos inocencia de la que detecto en algunas de sus compañeras. Saca de la mochila un tetrabrik de batido de chocolate de los que le doy a Noa a veces. Rompe el plástico que envuelve la cañita con los dientes y empieza a sorber con ganas. La mirada se le aniña.
Agito uno de mis pies y noto como bailan varias piedras pequeñas en la punta del botín. Siempre que atravieso el parque me llevo arena metida en los zapatos. Siento el impulso de descalzarme y ganas de columpiarme.

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