lunes, 7 de marzo de 2016

Caperucita en pelotas

"Caperucita en pelotas"

Hace ya unos días (una eternidad en términos de actualidad noticiosa) se hablaba mucho de la infancia, de lo real y lo imaginado, del bebé de Bescansa y su crianza con apego. Esos comentarios coincidieron con la celebración del aniversario poco redondo del nacimiento de Charles Perrault, del que nadie habría escrito ni una línea si no hubiera sido por el doodle de Google. Días de muestra del poder de las redes sociales y de la Wikipedia. 
En la misma semana se abordó por todos los flancos posibles la decisión de una mujer de llevar a su bebé a su puesto de trabajo, y no precisamente para enseñar a sus compañeros los rollizos mofletes de la criatura, a la vez que se mencionaban de pasada los crueles finales rebozados en azúcar por Disney de los cuentos infantiles de Perrault. No sé hasta qué punto la diputada seguía una estrategia, aunque obviamente su gesto era político y detrás estaba la voluntad de conseguir, después de que la riada de comentarios a favor y en contra hubiera pasado de largo, desnudar una pobre verdad a la vista de todos: en este país hay muchas cosas que mejorar, también en cuanto a conciliación familiar. 
Aquellos días escuché, sorbiendo mi cortado matutino, a más de una mujer criticar a Bescansa porque ellas no pueden llevar a sus hijos al trabajo y sentarlos en su falda, principalmente porque están de pie las ocho horas de su jornada. Algunas, las más detallistas, le echaban en cara sus ganas indisimuladas de salir en la foto y añadían algún comentario sobre las prisas matutinas, las manchas blanquecinas de leche en la ropa oscura y la incompatibilidad de ser una madre trabajadora de verdad con la cantidad de botones que llevaba el vestidito beige de la criatura en la espalda. "¡Si con los tres corchetes del body interior me hago un lío!", exclamaba la detallista. 
Este es el primer invierno en el que mi hija no lleva body. Su barriga fría me permite ganar un par de minutos en mi carrera matutina. Yo también huyo de las hileras de botones y amo el velcro y los cuentos de Perrault por igual. Pero al caer la noche, cultivo la pausada tradición ancestral de transmitir oralmente mitos y leyendas y le explico a mi hija un cuento. El mismo cada noche (en la crianza todo va por etapas): La Caperucita roja. A mi hija le apasiona esa historia y me apoyo en versiones adaptadas para críos de dos o tres años; sin embargo, lleva unos días pidiéndome que no siga a pies juntillas el texto impreso sobre el hermoso rojo veneciano que abunda en las páginas del álbum ilustrado. También me pide que me salte el rollo de la madre, la cesta llena de viandas y la casa de la abuelita. Quiere llegar al lobo. Se queda muy callada cuando le explicó que el animal estaba hambriento y engulló enteras, como una constrictor, a la abuela y a la niña. Y se asombra y hace gestos de incredulidad cuando el leñador le raja la panza al lobo dormido y reaparecen por la herida las mujeres desaparecidas. Vuelve a callarse cuando la inocente Caperucita lo rellena de piedras y le da unos puntos de sutura. El libro que tenemos acaba aquí, aunque cuando yo era niña se consideraba que los críos eran capaces de escuchar sin traumatizarse cómo se ahogaba el cánido feroz en el río. Y se lo narro a mi hija. Ella busca las representaciones gráficas de mis palabras, pero le aclaro que no están ahí, en el papel, sino en mi cabeza. 
En mi cabeza caben todos esos finales terribles, como el que realmente ideó Perrault para la pobre Caperucita, que era devorada por el lobo después de desnudarse y meterse en la cama con él. También recuerdos sueltos. Después de estos días de conversaciones sobre los niños y sus madres, he recordado una frase que me dijo una mujer mayor en el ascensor del metro una de esas mañanas de contrarreloj y ojeras después de hablarme de su época, de su hija y de los nietos que había criado: "Nos contaron un cuento y nos lo creímos". 
Quizás, mientras nada cambie, no seremos más que Caperucitas en pelotas.

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