lunes, 4 de abril de 2016

Diario de la niña de fuego. Hacia atrás

Sueño hacia atrás. Las últimas noches he sido la única protagonista de unas pesadillas lentas en las que me muevo de espaldas, retrocedo y miro directamente a la cámara del subconsciente como nunca antes había hecho, al menos que yo recuerde. Me observo como en un vídeo casero de aquellos que grababan mis padres en momentos que se convertían automáticamente en especiales por el hecho de ser atrapados con aquel armatoste negro, la cámara de Súper 8, que no captaba el sonido.
Siempre llegaba el día de la reunión familiar en la que tocaba ver las cintas. Se reproducían los movimientos algo ralentizados que daban una perfecta sensación de pasado atrapado en la tela blanca frente a la que mis tíos y abuelos se reían, sentados a oscuras en el salón de casa.
Hoy es diferente. Ahora los teléfonos móviles permiten grabar cualquier instante, cientos de vídeos, y parece que nunca nada deja de ser presente. Noa hace monadas delante del objetivo sin ser consciente de que quiero, de que necesito, que se quede así para siempre en un desafío infantil a la inevitable acuosidad de mi mala memoria. La Noa niña eterna fija en un soporte que ni siquiera se puede guardar en un estuche negro como aquel en el que mis padres guardaban la cámara de Súper 8 y que se fue impregnando del olor del tiempo, un olor a cajón mohoso y ayeres cerrados.
Una vez, después de muchos años sin sacarlas de su funda, toda la familia volvió a ocupar el salón para ver aquellas cintas. Mi madre las había pasado a VHS y se decidió a airear el pasado. Apagamos las luces y mi padre accionó el vídeo. Lo primero que apareció en la pantalla de la televisión fue mi rostro con apenas unos meses de edad, más pequeña de lo que Noa es ahora. Una bola morena de ojos enormes. Estaba sentada en una piedra a la orilla del río al que habíamos ido a pasar el día. Hoguera rodeada de pedruscos enormes, fuego y paella cuando aún no estaba prohibido quemar el monte. Aparecíamos todos los que estábamos en el salón de casa esa tarde, más un ausente que volvió a tener piel y músculos y mirada. Nos cogió por sorpresa verle feliz. Sabíamos que saldría, pero no recordábamos lo alegre que podía mostrarse. En el vídeo todos pretendían que me riera. Era la primera hija, nieta y sobrina de los que estaban medio desnudos en las imágenes. Todo era sol, chapoteos, verde, brazos bronceados, sonrisas y gestos exagerados, mientras que en la sala a oscuras aguantábamos la respiración como si las náyades furiosas nos hubieran arrastrado al fondo de su río y pretendieran ahogarnos o enloquecernos por habernos atrevido a enfrentarlas a su belleza pasada. Sólo un carraspeo áspero de mi abuelo logró sacarnos a la superficie. Mi tío muerto debía de tener quince o dieciséis años en ese vídeo. También nos sorprendió su juventud. Me cogía, me mojaba los pies en el agua que imaginé helada. Era la niña eterna que deseaba que fuera Noa en brazos de un muerto. Lloré y gracias a las lágrimas pude coger aire, igual que al nacer.

Anoche volví a tener un sueño raro, como si rebobinara una escena que aún no ha sucedido. Me veía mirar a un objetivo y caminar hacia atrás hasta que me hundía en un agua oscura y espesa. No la veía, todo estaba negro, pero notaba mi cuerpo envuelto en un líquido caliente y espeso. No tenía miedo, me producía placer dejarme arrastrar por esa cálida y deliciosa corriente de chocolate fundido. Y me abandoné mientras relamía las yemas dulces de mis dedos.
Me desperté justo cuando la corriente se convertía en torbellino y entendí que iba a verme desaparecer por un sumidero.

No hay comentarios:

Publicar un comentario