jueves, 9 de febrero de 2017

Diario de la niña de fuego. El futuro compuesto

La semana pasada volvió a clase un chico que hacía más de un mes que no aparecía por el instituto. Un mes y pico de ausencias sin justificar. No sé casi nada de él, sólo su nombre, que se sienta en primera fila, que es obeso y feote, con su bigotito adolescente de cerdas puntiagudas sin afeitar y sus gafas de montura de metal pintado con desconchones. Es un repetidor educado y silencioso que va por los pasillos mordiéndose con los talones los bajos del pantalón de chandal un poco demasiado largo. Tiene  cuatro años más que sus compañeros. En enero cumplió diecisiete. Eso son tres cursos de atraso. Y he escrito compañeros porque tenía que escoger un sustantivo, por nada más. Sé que la situación en su casa no es la mejor; no conozco los detalles, casi ninguno, me han comentado lo imprescindible para que entienda que sus ausencias no son campanas como un templo. No viene porque le pasa algo a su entorno, o le pasa a él, no sé. Le pregunté cómo estaba, lo mínimo después de tanto tiempo. Me  contestó que muy mal, que a su hermana le descubrieron una vena hinchada en el cerebro y que casi se muere en Navidad y que sigue grave, aunque mejor. No me esperaba su sinceridad porque es discreto además de tímido. Pero también es educado y en algún momento le explicaron que cuando a uno le preguntan algo tiene que responder. Eso es lo que ha hecho. Parece obvio, pero la mayoría de sus compañeros desconoce ese motor de la comunicación. Me ha contestado y con unas pocas palabras me ha implicado en algo que desconozco y me inquieta: su vida. Llegó un miércoles y el viernes tenía examen de todo lo visto desde enero. No me ha protestado, ni pedido un trato de favor. Solo levantó la mano para confirmar la fecha. Lo intenta. No suele lograrlo pero lo intenta. O al menos asume que tiene que pelearlo, que no valen excusas. Y no dice nada. Y el siguiente martes, tras el examen, me pregunta si ya tengo su nota, y no la tengo y me siento miserable por no poder darle una respuesta, aunque llevara malas noticias. Sólo soy su profesora, la sustituta de otra profesora de baja. No tengo que implicarme, quizá mañana no vuelva y no pueda ni despedirme de los chavales, pero no puedo evitar la impotencia. Su compañero de pupitre, al verlo el día de su vuelta, dijo en voz alta para que le oyera el resto de la clase: "Anda, un fantasma". Y todos oyeron, claro; y todos callaron. Yo también. Y también en ese momento me sentí miserable. No tengo que implicarme, ¿qué voy a arreglar yo? Nada. Solo tengo que enseñarles los tiempos verbales, que sepan identificar un pretérito, o un condicional, o un futuro. Y este chaval no me necesita para algo así, este chaval ya sabe que el futuro no existe, que el pasado es una losa pesadísima y el presente, una mierda como una catedral. También sabe decirme que esto último es un símil que no le va a ayudar lo más mínimo para salir de ese pozo en el que anda metido. Lo sabe, como sabe que los minutos sentados a ese pupitre que guarda grabada con la punta de un boli Bic la memoria de otros que pasaron antes por el mismo sitio, son un alivio momentáneo, un paréntesis. Creo que le dan igual las burlas de sus compañeros, creo que no le importan porque sentado en esa silla de hierro y contrachapado descansa de todo eso que anda mal.
Pero, ¿qué hago yo con mis conjugaciones verbales y mi épica medieval castellana en el corazón de la Catalunya deprimida? No sé qué haré; de momento, darme cuenta de que la vida empieza a ser eso que les está pasando a otros, darme cuenta de que en todos los años entre las historias inventadas de los demás no me había emocionado de verdad ni me había sentido inútil de verdad.

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