jueves, 10 de agosto de 2017

Diario de la niña de fuego. Perros callejeros

Salí del incendio para ir a parar un lugar ardiente. Un lugar en el que quema el suelo y el aire, en el que la gente parece hecha del mismo material que los papeles de lija. 
Cuando viajo en coche y tengo por delante de mí su nuca y una línea de asfalto caliente que puede llevarme al sitio que busco o a otro, dependiendo de la salida que coja, de si se equivoca o no en la rotonda, me inquieto. Sólo sé hacer dos cosas cuando voy en coche: dormir o mirar por la ventana. A veces también leo, pero me mareo y tengo que dejar el libro y pegarme con todas mis fuerzas al respaldo del asiento para procurar que mi cuerpo se mueva lo menos posible. Y mirar al frente, tengo que mirar al frente y ver su nuca y un trozo de cielo y la marca blanquecina que dejan los bichos que se estrellan contra el parabrisas según avanzamos. 
No siento nada por esos desafortunados insectos que desaparecen tras el impacto. Son manchas que molestan, poco más. 
Me fascinan algunas de las vistas que quedan a los márgenes del coche. Esos parques infantiles con animales monstruosos de los que nacen toboganes. Recuerdo uno en el que de la boca de un gorila enorme, un King Kong de plástico descolorido, sale no una lengua roja, sino una plataforma inclinada por la que los críos podrían deslizarse. Pero nunca he visto a ningún niño ahí. Está abandonado. Vacío. 
También parecen vacíos algunos de los pueblos que cruzamos. Casas bajas, feas y polvorientas a izquierda y derecha. Una vereda delimitada por matojos resecos separa el arcén de la carretera del paso de los vecinos. Pero no se ven vecinos. Sólo algún empleado de gasolinera y perros abandonados. Las carreteras secundarias están llenas de perros abandonados, siempre cerca de esos pueblos en los que parece no vivir nadie. Esos perros podrían ser las almas en pena de las leyendas; están esqueléticos, desorientados y asustan a los conductores. 
Nunca he podido entender a las personas que abandonan a los animales que una vez fueron su familia. Eso es lo que son las mascotas: parte de la familia, un miembro más. Los que hemos convivido con animales lo sabemos. No sé que parte del corazón deja de funcionar cuando abandonas a un perro, pero estoy segura de que un trozo se convierte en una piedra. 
Ayer el camino nos llevó un buen rato por una de esas carreteras secundarias. Íbamos al límite de velocidad que marcaban las señales, aunque las irregularidades del asfaltado tampoco permiten correr mucho más. Íbamos atentos. Mira, pobre animal, comenté cuando vimos a un labrador negro famélico en un descampado. Cuidado, dije, cuando vimos a un perrito color whisky caminar bastante rápido a nuestra derecha. Él aminoró la velocidad, pero no dio tiempo de más cuando el animal creyó que estaba a tiempo de cruzar la dichosa carretera de mierda. Corrió y se metió bajo las ruedas de nuestro coche. Frenazo. Me pareció que subíamos y bajábamos uno de esos badenes que se ponen para que los coches no se embalen en ciertas rectas muy largas. Yo estaba sentada detrás, junto a Noa, le miré a través del espejo retrovisor. Los dos mudos. En sus ojos había tristeza y horror. El coche que nos seguía también pasó por encima del cuerpo inmóvil del perro. Tenía los ojos negros, la cara de desespero y la cola rizada. Eso es lo que me dio tiempo de ver. Y lo que he visto toda la noche cada vez que cerraba los ojos. ¿Le matamos nosotros? ¿Le remató el conductor que venía detrás? Deseé que hubiera muerto del golpe primer golpe, en un instante, sin tiempo a mayor sufrimiento. Deseé que fuéramos nosotros los matadores. Todos los coches seguimos nuestro camino. Si Él hubiera frenado del todo habríamos sufrido un accidente. El coche que nos seguía, en vez de pasar por encima de un cadáver de perro abandonado, se habría estrellado contra nuestro coche, contra Noa, contra mí, contra Él. No hubo ni tiempo de reacción ni posibilidad de la misma. Seguimos mudos todo el camino hasta llegar a la casa que nos aloja durante estos días en el sur ardiente. Sólo Noa pronunciaba palabras algo nerviosas: ¿Qué ha pasado? ¿Por qué te tapas la boca, mami? A ver, enséñame la cara. Le mentí rápido, sin ganas. Le hablé de un frenazo del coche rojo que nos precedía y del susto. Le expliqué que callábamos porque nos habíamos asustado. Ella iba repitiendo mi cuento y se calmaba. Pero cuando ya había vuelto el silencio al interior del coche, de repente dijo, ¿no ha sido el perrito? 
Hoy entiendo aún menos a los que abandonan a su perro en medio de la nada, o cerca de pueblos en los que un perro callejero no tiene la lástima de nadie porque la gente está hecha del mismo material que el papel de lija. Hoy me siento culpable y triste por obra de aquellos a los que un perro aplastado contra el asfalto no significa más que una de esas manchas blanquecinas que ensucia el parabrisas del coche cuando circulas por una de esas carreteras que atraviesan el vacío.

No hay comentarios:

Publicar un comentario