sábado, 13 de octubre de 2018

La mujer incompleta. Mosca


El último día de septiembre Lea y yo fuimos a comer juntas. Escogimos un italiano que estaba cerca de un cine. Pasta y película. Era un buen plan para ir despidiéndonos de la sensación de vacaciones que aún reteníamos y que nos hacía muy difícil madrugar, volver a la rutina, al colegio, al trabajo.
El restaurante era una franquicia, pero los sabores eran buenos y el olor del horno de leña hacía el ambiente acogedor.
Me fijé en las trenzas de la camarera que nos atendió. Eran trenzas de boxeadora y eran tan perfectas que parecían postizas. Cuando tomaba nota en la mesa de la izquierda me fijé en cómo su color se iba aclarando, del castaño muy oscuro de las raíces al rubio tostado de las puntas. Su pelo era rizado y, aunque se notaba en la frente que había tirado de los mechones todo lo que había podido, alrededor del cráneo se le escapaban de las trenzas cabellos rotos que formaban una especie de aura de santa crispada. Una mosca se posó en una de las trenzas, en la goma de pelo que la fijaba. No se movía. El cuerpo de la camarera vibraba por efecto del ímpetu con el que escribía, pero la mosca parecía dispuesta a soportar el terremoto agarrada a la goma de pelo. Levanté la mano para provocar que la chica se acercara a mí. Me sonrió como si fuera una hermana querida a la que hacía tiempo que no veía. Tenía un acento transatlántico y unos ojos de niña ilusionada. Y me la creí. Deseé ser parte de su vida solo para tener a alguien que me mirara así. No necesitaba nada. El plato de pasta estaba sobre nuestra mesa, el parmesano, detrás de mi copa de vino y los cubiertos relucían, sin manchas de óxido ni restos resecos de una comida anterior. Se me ocurrió pedir un vaso pequeño para Lea. No quería que la copa acabara hecha añicos en el suelo, le dije para disimular. Lea me miró con cara de adolescente encerrada en un cuerpo de niña de cinco años a la que su primera mella hacía sentirse independiente, como si con la pérdida del diente se hubiera perdido también parte de ese lazo invisible que dicen que une a madres e hijas. La camarera sonrió y se fue con la mosca aún sobre su pelo hacia la barra del local.
Me fijé en que un hombre sentado al fondo del restaurante no perdía detalle de los movimientos de la camarera. Tal vez estaba interesado, como yo lo estaba, en esa mosca. Le acompañaba su madre, una señora octogenaria que se limpiaba los labios a golpecitos breves con la servilleta de tela. Estaba más rato dándose golpecitos que masticando. Y no lo miraba nunca. A su hijo. Eso parecían: madre e hijo, pero al final de la historia. No había ni una pizca de calor, de simpatía, entre ambos. El lazo ya no existía. El hombre se dio cuenta de que les miraba. Aparté de golpe mi mirada y besé a Lea en la cabeza, atrayéndola hacia mi cuerpo a la fuerza. Se revolvió, protestó y al final gritó para que la soltara. El lazo tenía la primera rasgadura. Ya no era un bebé. No quería ser más una parte de mí. A partir de ese momento tendríamos que luchar por evitar que la tela fuera cediendo y crujiendo a cada estirón.
La mujer me daba la espalda. Tenía el pelo gris, lo llevaba corto y miraba por encima del hombro de su hijo, como si detrás de él estuviera toda la historia que les unía y que les había llevado a compartir un rato sentados a esa mesa. Sólo compartían el pasado y el rato. El pasado es en lo que acaba convertido el lazo. El pasado nos ata y se embrolla de tal manera que nos mantiene unidos a la fuerza. El hijo tampoco miraba a su madre. Sólo mostraba interés por los espagueti y por la camarera que guardaba en sus ojos toda la calidez que una vez supimos los demás que existía en el mundo. Era como si se la hubiera quedado toda ella. Lea protestaba porque la pasta quemaba aún. Sopla, mi vida. Sopla y que tus labios alejen el calor hiriente de ti.
La camarera trajo el vaso corto. Sonreía. Sus dientes eran oblicuos y grandes. Bonitos. Toma, guapa, para ti, con un hielito. Lea me miró feliz. ¡Mama, hielo! Sí. El hielo es algo maravilloso cuando se tienen cinco años.
La mosca seguía ahí. Me extrañó. Frotaba sus patas delanteras, pero no se marchaba. Seguía aferrada a la trenza de la camarera, igual que la mirada del hombre.
La anciana habló por primera vez. Está buena la pasta. Me llegó su voz y vi como volvía a golpearse los labios con la servilleta de tela a la que hacía un nuevo doblez a cada uso, encerrando en el interior de la tela la suciedad que limpiaba de su boca. Sí, contestó el hijo. No dijeron nada más.
Mi móvil se iluminó. Un mensaje inesperado. Un joven me decía que había soñado conmigo. Me cogía de la mano y me sacaba de un lugar atestado de desconocidos para decirme que quería estar a solas, un rato. Me contaba el sueño, me explicaba que al cogerme de la mano el tacto de mi piel le estremeció y que le hizo desear que le repasara todo el torso con los dedos. Mientras leía el sueño era yo la que me estremecía. Ese joven me hacía soñar constantemente. Un sueño sin ningún sentido. Soñaba con mi pasado y odiaba mi presente. Me hacía desear volver a equivocarme todas las veces que me he equivocado en mi vida. Qué raro era ese sentimiento. No deseaba vivir el presente. Convertir en futuro ese sueño. Deseaba convertirlo en pasado. Convertirme en pasado y dejarme coger de las manos y besarle los dedos.
Oí un zumbido muy cerca de mi oreja. Vi una sombra negra que pasaba dibujando círculos por delante de mis ojos. Lea agitó la mano para espantar a la mosca, pero volvía una y otra vez a pasar muy cerca de nuestras cabezas. De golpe el zumbido cesó y escuché un golpe seco sobre el mantel. Un golpe pequeño. La mosca estaba patas arriba junto a mi plato. Se acababa de morir delante de mí. Como mi pasado. Como el verano que ya tocaba a su fin.

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