jueves, 28 de junio de 2012

De incendios y trapecios. Relato escogido como uno de los 20 finalistas del I concurso de relatos Cerveza-Ficción convocado por Amargord

- ¿Me pones una caña, por favor?
Martín se secó las manos mojadas de aclarar un vaso bajo el grifo en el trapo de color desvaído que le colgaba del cinturón. Se fue hacia el fondo de la barra sin haber levantado la mirada del fregadero y llenó un vaso de tubo de cerveza. Cuando se giró para servir la bebida inspiró sorprendido: era la trapecista de la última vez.
Habían pasado más de cuatro fines de semana desde que la vio suspendida en el aire del restaurante moderno y malo, o lounge-bar de aire exótico según se anunciaba en Internet, donde trabaja. Nadie le había advertido de su presencia. Normalmente el espectáculo que se ofrecía al acabar las cenas escasas y resecas era el de un chico que se colgaba de unas cintas que caían como cortinas desde el techo. El chaval, embutido en unas mallas negras y con el torso de estatua griega desnudo, trepaba con los músculos de sus brazos muy tensos hasta arriba y se enredaba y desenredaba durante un buen rato en las telas con bastante arte. Pero Martín, a fuerza de ver el número repetido sábado tras sábado, había dejado de prestarle atención hacía tiempo y procuraba concentrarse en servir las mesas de manera precisa y aséptica. Siempre estaba atareado, había descubierto que mostrarse ocupado era la mejor manera de evitar al maitre, un subnormal de falso acento francés que consumía todas sus fuerzas en prestar atención a las clientas con mejores piernas y a los clientes con mejores zapatos.
Pero aquella noche nadie le había dicho que el grupo de hombres que celebraba una despedida de soltero había exigido una mujer en las alturas del lounge-bar. Se dio cuenta cuando empezó la música de la actuación. Era muy distinta a la que usaba el chico y le sacó del estado de automatismo en el que trabajaba. Semanas más tarde supo que se trataba de una canción interpretada por Jean Birkin y Paolo Conte. ‘Llámame ahora’. Recordaba que ese era el título de la canción. Levantó la mirada y vio a una mujer colgando bocabajo de la barra de un trapecio que hasta ese momento no había tenido otra función que la de aportar al local una pincelada más de estética circense de diseño. Sólo sus piernas, enfundadas en unas medias negras que acababan a medio muslo con una franja de encaje, sostenían su peso, mientras sus manos señalaban el suelo, como la punta de su melena castaña y sus pechos, que amenazaban con desbordar las costuras de un corpiño color rojo oscuro. Una breve falda de tul negro y unas zapatillas parecidas a las que usan las bailarinas, también rojas, completaban un look de estilo burlesque. La trapecista ocultaba su identidad detrás de un antifaz de lentejuelas negras del que salían unas plumas. Martín se quedó inmóvil con una bandeja llena de copas sobre su mano derecha. Se miraron. Dos equilibristas: ella volando en su columpio peligroso, él flotando sobre el suelo. Pero el equilibrio se rompió cuando el camarero escuchó a su espalda a Jean-Luc dándole órdenes con su estúpido acento. Siguió trabajando y no se dio cuenta de que la mujer se marchó los pocos minutos de acabar su actuación.
Desde ese día Martín se interesaba más que nunca en las reservas de grupos, que para su decepción solían ser de mujeres que celebraban un cumpleaños, o una próxima boda o un divorcio reciente. Parecía que los hombres no tenían suficiente con un baile elegante y sugerente a dos metros y medio del suelo.
Martín le sirvió la caña en la barra y le preguntó si iba a actuar de nuevo allí. La chica le miró sorprendida de que la hubiera reconocido sin el antifaz, vestida de manera discreta y con el pelo recogido en una coleta. Esa noche volvía a haber una despedida de soltero y ella sería de nuevo el plato fuerte de la cena. Martín le confesó que le había encantado el número de la otra vez: la música y sus movimientos elegantes a pesar del riesgo y del esfuerzo; le había gustado todo. Ella sonrió y le comentó, mientras rebuscaba en la bolsa de tela granate que le cruzaba el pecho algo que no encontraba, que había escogido esa canción antigua en una versión no tan antigua porque le parecía muy erótica. Pensó que cada vez que se cambiaba de bolso se dejaba media vida en casa, siempre la mitad que iba a necesitar ese día. Miró a Martín y después de apretar y torcer los labios en un gesto algo cómico le confesó muy bajito que no llevaba ni un euro encima. Se había olvidado el monedero en casa. ‘Si me dices tu nombre a esta caña te invito yo’. Se llamaba Marcela. Era argentina, menuda, delgada y sus ojos parecían dos golondrinas negras volando sin parar de un lado a otro de la sala. Se dejó invitar y desapareció detrás de una puerta que llevaba a una pequeñísima habitación que hacía las veces de camerino y almacén de botellas y latas. Martín sintió deseos de ir tras ella, e imaginó que la espiaba mientras se soltaba el pelo y se desnudaba, pero lo único que hizo fue retirar de la barra el vaso de tubo en el que sus labios habían dejado un semicírculo de carmín pegado al cristal.
Marcela se quitó la ropa entre latas apiladas y bidones de cerveza amontonados. Sintió un picor en su nariz y estornudó varias veces. La alergia la tenía harta. Nada más entrar en un lugar su nariz detectaba si había polvo y no hacía falta fijarse mucho para darse cuenta de que en ese cuarto hacía mucho que no pasaban un plumero. Se sonó con un pañuelo de papel y se sentó en un taburete para ponerse las medias. Ese camarero tenía gracia. Era tan joven que dolía un poco mirarle a los ojos. Irradiaban inocencia y esperanza. Estaba de paso, se notaba. Ese no era su lugar, sólo estaba aprendiendo y decidiendo qué dirección tomaría al salir de allí. Y él ni lo sabía aún. Sin embargo, ella había entrado para quedarse. Hacía años que había perdido la luz y estaba a punto de perder la confianza. Sacó el corpiño de la bolsa granate y lo miró sorprendida. No recordaba cuándo al maillot de gimnasia empezaron a aparecerle encajes y transparencias, aunque si tuviera que encontrar una regla proporcional diría que cada concesión equivalía a un centímetro menos de tela. Sacudió la cabeza para apartar esas ideas, pero no se fueron y tuvo que frotarse la frente con la mano para intentar calmarlas, como si apaciguara animales asustados. Tenía que concretarse, en un rato estaría a casi tres metros del suelo sin ninguna red que restara importancia al riesgo. Y no podía permitirse el lujo de lesionarse.
Miró a su alrededor y lo que vio le hizo sentir lástima por sí misma. Una bombilla de pocos vatios iluminaba apenas ese almacenillo de dos o tres metros cuadrados con una luz amarillenta y mortecina que le daba a todo un aspecto triste, viejo. El suelo estaba gastado; las paredes, sucias y en la cara interior de la puerta algún trabajador había colgado el poster central de una revista erótica. Incluso ella se veía diferente en ese espejo alargado con los cantos desconchados que colgaba de una pared. Menos mal que salía con antifaz porque ni con el mejor corrector conseguiría disimular esas ojeras que descubrió una mañana bajo sus ojos y que ya no se habían marchado de su cara. Se hacía mayor para esto. En realidad, para casi todo lo que alguna vez deseó.
Se soltó el pelo, se lo cardó un poco con un peine que llevaba en el bolso, y para acabar se pintó los labios de rojo con un pequeño pincel. Ya estaba lista.
A Marcela le llegaban los sonidos del restaurante: las carcajadas borrachas, el entrechocar de copas, el ruido de los platos al ser amontonados por los camareros. El chico moreno estaría ahora recogiendo la mesa del reservado, la de los hombres hambrientos, más ahora que habían comido y bebido, sobre todo bebido. Tendrían hambre de carne de mujer y ella saldría para ofrecérseles en la distancia. No la tocarían con las manos, pero la llenarían de baba con los ojos. Ya no lo soportaría mucho tiempo más. Le dolían demasiado las rodillas y esas miradas mudas. Llegaba su momento. Servirían los cafés, alguna copa y después se apagarían las luces. La oscuridad traería el silencio expectante. No todos intuirían su silueta encaramándose al trapecio y cuando volviera la luz, mucho más tenue que durante la cena, todos los hombres mirarían al cielo raso y allí la descubrían, sentada en la barra, con una pierna recogida y la otra estirada, mirando hacia la salida. De repente sonó la música, unos acordes le marcaban el ritmo de los giros y las piruetas. Una serie larga hasta que la voz grave y poderosa de Grace Jones la invitaba ponerse de pie en la barra. Libertango. Un par de contoneos antes de volver a colgarse, ahora de un empeine. Dolor. La letra de la canción también le duele. Las piernas abiertas, totalmente. El pelo enredado. Ahora son las manos las que la sujetan al trapecio. Recuerda por un instante a su maldito profesor de gimnasia rítmica, ‘no te sueltes, Marcela, ¡gira!’ Tanto esfuerzo, tanto sacrificio para estar ahora ahí. Giraba y giraba sobre su estómago al ritmo de las imágenes que la asaltaban. Su profesor, la exigencia, las competiciones, la derrota, la seducción, el amor, su hija, el abandono. Todo seguido, como un tráiler fragmentario de su vida. De nuevo la voz de Grace Jones y de nuevo los contoneos sobre la barra, un pie de puntillas, el otro acariciando la cuerda de abajo arriba hasta volver a estirar por completo las piernas en una diagonal imposible. Un grito la sobresaltó. Un hombre le pedía que se quitara ya la ropa. No se había acostumbrado a las voces durante el ejercicio. La distraían de manera peligrosa. Carcajadas. Miró hacia la mesa. Un segundo solo. Vio al camarero. La miraba, atento y quieto. Parecía que aguantaba la respiración. Era joven y era guapo. Últimos segundos de la canción. Se sentó en la barra, miró al chico y le sonrió. Gritos, piropos, alguna obscenidad, risas, y poco a poco la oscuridad. Desparecía como una sombra. Por fin en el cuartucho. Se acabó.
Martín se metió detrás de la barra. Tenía que pasar por delante para salir del restaurante. Estaba deslumbrado. Marcela le parecía excitante, misteriosa, y sobre todo mujer, no como sus amigas de la carrera, todas unas niñas caprichosas de melenas largas, leggins y botas. Tenía que conocerla, tenía que escucharla, mirarla, aprenderla de memoria para recordarla por las noches a partir de ese día. Cuando apareció de nuevo no quedaba ni rastro de la trapecista, sus ojos transmitían desolación y sus hombros caídos, agotamiento. ‘¿Me puedo tomar una cerveza?… ¿Cómo te llamas?’ ‘Martín’, ‘Es un nombre muy argentino… ¿Me puedo tomar una cerveza, Martín?’ ‘Por supuesto, necesitarás beber algo frío’. ‘Sí, necesito beber algo’, dijo Marcela mirando el mármol de la barra y dibujando con la punta de un dedo círculos imaginarios. Martín sirvió dos medianas, una para cada uno. Su turno había terminado, así que salió de detrás de la barra y se sentó en un taburete junto a ella. Se bebieron esas cervezas en un momento. Los dos estaban sedientos. Sentían que por dentro un fuego empezaba a arder. Dos incendios diferentes, cada uno con su foco de inicio, el de él situado al sur de su cuerpo; el de ella, muy al norte. Cada incendio con su viento avivador y sus ramas secas crujiendo. Se miraban y bebían a morro de las botellas. Ella se pasaba el dorso de la mano por los labios para secárselos aunque no estuvieran húmedos, y a él le quemaba el deseo de mojárselos con la lengua, de lamerlos, de morderlos, de besarlos. Él le contó que tenía veinticinco años, un título de filólogo que aún no sabía para qué servía, una habitación con vistas a un muro en un piso compartido entre tres amigos, una bici oxidada colgada en el balcón que no podía usar por una lesión en el cóccix y unos padres en un pueblo de Lleida. ‘¿Y no tienes una chica?’ Le preguntó Marcela. No, tengo muchas, pero eso equivale a no tener ninguna’. Marcela se rió de la inocencia de la respuesta. Y llegó el momento del ‘¿Y tú?’ y se dio cuenta de que no tenía ganas de hablarle de su carrera de gimnasta, del embarazo que supuso el final, de su preciosa hija que dormía ahora en casa de su hermana Florencia, de cómo un día, sin más, su compañero se fue, de cuánto le costaba levantarse de la cama cada día, de la sonrisa de su hija, de lo poco que le gustaba actuar para hombres, de lo difícil que era llegar a fin de mes, del álbum de fotos lleno de cuadrados vacíos que guardaba bajo la cama, de lo cansada que se sentía a sus treinta y cinco años y de lo lejos que le quedaban los sueños. Sólo le habló de música, de la escuela de circo con la que colaboraba a veces, del barrio donde vivía, de una película que le había gustado mucho, y de ese tipo de cosas. Marcela volvía a arder al fingirse joven, al evitar las preocupaciones, al mentir un poco. Miraba a Martín y veía en sus pupilas el fuego. Decidió que esa noche se merecía un incendio. Le dijo al chico que había olvidado un pañuelo en el cuarto donde se había cambiado. Se levantó y desapareció tras la puerta. Martín buscó al maitre con la mirada. Lo localizó entre un grupo de chicas que celebraban un cumpleaños en una de las mesas del fondo. No estaba mirando, no se iba a dar cuenta. No lo pensó más, se fue directo al almacén. Marcela estaba mirándose al espejo. Con la poca luz que había le parecíó aún más atractiva. Su boca entreabierta le estaba invitando. La abrazó por detrás. Sus reflejos se miraron. La mujer del espejo le cogió las manos y las fue guiando por su cuerpo. Se besaron, sus lenguas estaban calientes, sus pieles quemaban. Hicieron el amor contra el espejo. Al acabar, Marcela abrazó a Martín con fuerza y le besó muchas veces. Se despidió con un ‘suerte’.
Han pasado más de dos meses desde el incendio. Martín sigue pendiente de las reservas de grupos.

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